La tregua

Dejaba un rastro tenue de tinta y de vino allí por donde pasaban sus dedos. Tenía un despertar casi melancólico que me hacía preguntarme si lo que fuera que había soñado era mejor que aquello que estábamos viviendo, mientras veía amanecer en sus ojos verdes y dejaba que su primer aliento me rozara la cara. Caminaba con garbo, arrugaba la nariz antes de asentir y sus besos tempranos sabían a café, y los más tardíos tenían el sabor de la noche cerrada. Sonreía lento y bajo la melena negra que le caía escondía una mirada de mujer que desmentía una voz casi de niña con la que tarareaba canciones muy bajito mientras tecleaba en su antigua máquina de escribir. A menudo fumaba, de cuando en cuando bebía y dejaba que el whisky calentara garganta abajo antes de demostrar que lo que de verdad quemaba era su piel. Estaba sentada en el sofá con las piernas encogidas y los pies envueltos en unos vistosos calcetines de rayas cuando dejó escapar el humo por la ventana entreabierta de sus labios y me disparó como una flecha una verdad que fue el inicio de una cita. ‘Tengo veinticuatro años‘, me dijo, y yo, enfrente de ella, hice como si la que sonaba no fuera mi voz. ‘Entonces yo debo tener más de treinta’, respondí con Bolaño casi de memoria.

 

 

La conocí una mañana cualquiera en el lugar de siempre, la librería en la que dejaba pasar las horas muertas antes de subirme a la barra del bar en busca de las letras que hacía meses que no llegaban. La calle era el testimonio de un invierno demasiado templado recién parida la Navidad cuando me dejé envolver por el olor de los libros nuevos y recorrí de un vistazo las estanterías que el paisaje dibujaba para mí, antes de avanzar hacia el frente y encontrar en una portezuela a mano izquierda el acceso a una empinada escalera de caracol. Arriba, allí donde descansan los versos, la vi. Llevaba un abrigo demasiado largo y estaba sentada en el suelo, había apilado algunos volúmenes a su alrededor y tenía la nariz hundida en las páginas de una antología de la Generación del 27. Estaba tan poseída por los poemas que casi me dio tiempo a contar las pecas que salpicaban su nariz y me sorprendiera como un espía extraño en el castillo de libros recién alzado. ‘Lo siento‘, le dije, y me retiré sin darle apenas tiempo para mostrar si se había creído a medias mi disculpa improvisada. La dejé en el pasillo de la poesía española y di unas vueltas entre las estanterías buscando un libro con el que llenar los huecos mudos de la música del bar cuando hice algo que brotó de lo más íntimo, de allí donde guardo todavía un poso de valentía. Rescaté de un estante un ejemplar de La Tregua, de Benedetti e introduje entre sus páginas dos billetes para cubrir su importe y una tarjeta que guardaba con celo en la cartera con las señas de la vieja taberna donde me abandonaba a beber, y que me servía para recordar dónde había dejado parte de mi vida. Me acerqué a ella por detrás y encima de la empalizada de libros construida con prisa dejé el libro, y me marché.

 

 

Caminé deprisa hasta el pequeño bar y cuando me senté en el taburete de siempre, a la barra de un local semivacío, todavía latían mis pulmones con una respiración entrecortada. Me obligué a calmarme y pedí un café por aquello del decoro, y a pesar del gesto que me lanzó el camarero no tuve que explicar por qué cambiaba mis costumbres justo al final del año, sabiendo que hay poca redención en los actos piadosos que uno acomete en diciembre. Él, que siempre adivina por mi cara si tengo el día de ginebra o de cerveza, puso ante mí una enorme taza de café y dejó junto a ella un puñado de azucarillos, y antes de retirarse dejó también a mano la botella de ginebra. El cabrón no fallaba nunca, y la ginebra ya corría cuando alcé la vista hacia el cristal para ver en el reflejo del fondo de la barra cómo ella abría la puerta. Se sentó a mi lado y no dijo nada. Pidió un vaso de whisky y pensé que era un reto absurdo el de llenar del pozo de hojas antes de lanzarnos, sedientos, a bebernos el agua. Hablamos de libros y de letras y enganchó un cigarrillo con otro mientras yo abría la boca disimuladamente intentando atrapar el humo. Se marchó sin pagar, pero antes de irse dejó sobre la mesa un ejemplar con los cuentos de Cortázar. En el reverso de la tapa había escrita una dirección.

 

Dejé pasar un par de horas antes de llegar a un pequeño piso en el Barrio de las Letras, donde ella me abrió la puerta cubierta apenas con una vieja camiseta gris y el pelo suelto, subida en aquellos calcetines de rayas de colores. Se sentó en el sofá con las piernas encogidas y se encendió un cigarro que fumó con lentitud, al tiempo que dejaba que mi desconcierto cincelara en su cara una leve sonrisa. Fue entonces cuando me puso a prueba después de una larga calada en la que el humo sobre su frente dibujó una pequeña nube gris. ‘Tengo veinticuatro años’, dijo. Entonces…

 

Foto Geraldine Lay

 

 

Apagó el cigarro y se dirigió hacia mí, que la esperaba ya de pie. Se puso de puntillas y el primer beso fue apenas un roce de sus labios y los míos, pero ya noté en ese momento que iba desapareciendo cualquier resto de café y que sobre la tarde incipiente de diciembre todo lo gobernaba el sabor de la noche cerrada. Se quitó la camiseta, se dio la vuelta y caminó todo lo despacio que una mujer puede caminar mientras yo acompasaba mi marcha a aquel baile de espera. La detuve sujetándola por los hombros y hundí la nariz en su pelo, y al retirar el oleaje que le caía sobre el cuello descubrí en el fondo del mar de su melena una frase de Sabina a medio tatuar que mi mente completó en silencio. Eres la primera, y no miento si juro que daría...

Fueron días de vino y de letras. Nos levantábamos tarde y apenas comíamos, leíamos en la sobremesa y cuando el sol desaparecía esperaba a que ella se sentara ante la máquina de escribir para emprender de nuevo la tarea inacabada de contar todas sus pecas. Una vez incluso traté de unirlas mentalmente y del crucigrama de su nariz salió un laberinto pálido con salida y entrada en sus dos ojos color turquesa. Retiraba las hojas del carrete con furia y siempre le quedaba un poco de tinta en los dedos, que enjuagaba con el vino que derramaba de las copas que yo servía para acompañar el silencio antes de la cena. Después se derramaba en mí hasta que caíamos los dos sobre las sábanas, saciados por un instante, y la contemplaba así, vacía, y veía ante mí a esa especie de animal hermoso junto al que uno siempre se quiere despertar.

Y el problema es precisamente ése, que uno, al final, siempre se despierta. La última vez que la vi estaba en la taberna de la primera vez, sentada en una de las agrietadas mesas. Yo, desde mi trono junto a la barra, la observaba a través de su reflejo en el cristal mientras ella pasaba las últimas hojas de un libro y apuraba un whisky amortiguado sólo por el hielo. Era uno de los días en los que yo tenía cara de cerveza. Había vino y tinta aún por donde ella pasaba pero nos dejamos ganar por el tedio, o bebimos demasiado deprisa para darnos cuenta de que el pozo sí tenía un fin. Fue un final suave, sin dramas, escrito por las plumas de Cortázar y Benedetti.

Cuando leyó las últimas páginas del libro, se fue sin pagar y lo dejó sobre la mesa. Había terminado ‘La Tregua’.

En algún momento de esa tarde ella recogió del buzón un ejemplar con los cuentos de Cortázar.

 

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