“Ese celo sangriento que vemos extenderse de ciudad en ciudad, de partido en partido; esta ansia homicida de aquellas pequeñas contiendas; la expresión triunfal de tigres que mostraban ante el cadáver del enemigo; en suma, la incesante renovación de aquellas escenas de la guerra de Troya, en cuya contemplación se embriagaba Homero como puro heleno, ¿qué significa toda esta barbarie del Estado griego, de dónde saca su disculpa ante el tribunal de la eterna justicia? Ante él aparece altivo y tranquilo el Estado y de su mano conduce a la mujer radiante de belleza, a la sociedad griega. Por esta Helena hizo aquella guerra, ¿qué juez venerable la condenaría?”
Friedrich Nietzsche, El Estado griego.
Lo primero y más importante que hay que comprender respecto de las poleis griegas de la antigüedad, tal como yo lo veo, es que se configuraban para los propios helenos ante todo como un espacio mental. A este respecto, resulta pertinente traer aquí el agudo comentario que se hace en la ya algo veterana película Cocodrilo Dundee, parte primera, que todos hemos visto alguna vez en televisión. En ella, cuando el protagonista, que nunca había salido de los páramos salvajes de Australia más que para aprovisionarse en las tiendas y tomar unos tragos en el tugurio de una pequeña aldea local, contempla desde un taxi la inmensidad humana y arquitectónica de Nueva York, exclama algo así como: “¡vaya, qué gente más amable debe haber en esta ciudad para juntarse todos a vivir así!”. Por descontado, el tal Dundee sufrirá luego en sus propias carnes (o lo sufrirán los neoyorquinos: esa quiere ser la gracia del film) lo poco cordiales y muy inhospitalarios que podemos ser los habitantes de las metrópolis modernas. Porque, en efecto, nadie ha decidido juntarse para vivir en común en nuestras actuales ciudades, sino que, o bien algunos han nacido por casualidad en ellas como hierbajo del pavimento, o bien otros han venido de fuera en busca de fortuna o por pura desesperación. Los padres de los unos tanto como de los otros jamás les dijeron a sus vástagos un buen día frente al café: “hij@, cuando crezcas debes instalarte en Nueva York (o Madrid o París, es lo mismo) y residir de por vida allí porque en esa aglomeración urbana en particular se dan con el máximo rigor y plenitud los requisitos de una vida humana y feliz”. Nada de eso nos ha ocurrido nunca, como es obvio; es que ni siquiera se nos ha pasado por la cabeza. Nueva York o Madrid son lugares físicos y sumamente complejos donde la población se ha amontonado como por aluvión, y donde casi nadie tiene una procedencia y un destino vitales prefijados: lo más normal es que cada uno se las arregle como pueda y le dejen. Tanto es así, que hoy nos costaría mucho distinguir al que pertenece a nuestra ciudad del que está de visita, y tenemos hoteles, guettos, embajadas, vagabundos e incluso las matrículas de los coches han perdido su distintivo provincial. Sin embargo, los antiguos griegos sí que pensaban en cierto modo como el ingenuo Dundee, creyendo a pies juntillas que una ciudad es una forma de vida determinada y singular a la que cada habitante debe prestar su adhesión incondicional para lo bueno y para lo malo. Por eso digo ahora, viéndola retrospectivamente, que la ciudadanía griega antigua, más que un hecho físico (incluía también el campo circundante…), era como un estado mental.
La más conocida de todas por su predominio político y cultural en los años de esplendor de la democracia fue Atenas, pero eso no significa que fuese la única que realmente importase entonces. De hecho, los estudiosos más críticos han hablado del “atenocentrismo” (es decir, la manía de atribuir a Atenas en exclusiva todas las virtudes de la Grecia clásica) de los eruditos y filólogos de todos los tiempos, como si no existiesen también Tebas, Corinto o Esparta. Esta última, por ejemplo, que es la única que ha sido objeto de otra película, 300, fue muy admirada en su época por muchos de los atenienses más ilustres y grafómanos de aquel tiempo. Y ello porque Esparta se regía por una constitución que había permanecido inalterada durante más de cuatrocientos años, dando lugar a un estado militar (todo el pueblo libre estaba permanentemente en armas) del cual el viajero Heródoto, que era ateniense, escribía que si bien sus hombres tomados aisladamente no valían más que los de cualquier otra ciudad griega, como conjunto formaban una unidad indestructible. La película de los 300, aunque plagada de errores y tergiversaciones históricas, y orlada de un extremismo belicista fuera de onda, viene a tratar de demostrar al menos esto: que la Constitución -Politeia, en griego- de la ciudad es un bien tan valioso para el hombre libre que merece la pena dar la vida por él. Esa es la motivación moral de Leónidas más allá de su disciplina como soldado: él entiende que quien vive bajo el imperio impersonal de la Ley es un hombre adulto y formado, mientras que quien necesita de otro hombre para que le gobierne es todavía un niño incapaz de desenvolverse por sí mismo. Por esta razón, Esparta, como las demás poleis, son traducidas al castellano con la expresión binómica “ciudad-estado”, dado que la ciudad misma como entidad suprapersonal podía alcanzar la madurez política, y entonces ser independiente, o quedarse estancada en la irresponsabilidad, y entonces ser sometida por otras. Sólo las primeras conforman verdaderamente un estado autónomo y soberano del que sentirse orgulloso, y de ahí que los griegos, pese a los caracteres comunes que los unían, nunca aceptasen fundirse en una suerte de federación nacional, ni ante los ingentes ejércitos de rey persa Jerjes.
Pero el caso es que la que se llevo la gloria de la puesta en fuga del imperio asiático de Persia fue Atenas, que es un topónimo plural -habría que decir “Las Atenas”-, ya que posiblemente su origen estuvo en un grupo de villorrios que se amalgamaron formando la polis de la diosa Atenea. Puesto que la democracia moderada era la forma política establecida en Atenas en el momento de la derrota de los bárbaros, los nativos de la ciudad vencedora concibieron que la democracia además de libertad proporcionaba fuerza. No mucho tiempo antes, varias generaciones de reformadores y sabios habían puesto a punto un modelo político de convivencia que ponía el poder en el centro mismo de la ciudad, allí donde antes se levantaba el palacio real y ahora estaba el mercado. Ese centro que era de todos y de nadie se conocía como el Ágora, y representaba la equidistancia de todos los ciudadanos libres -y varones- frente al poder. De manera que el poder no había sido arrojado al lugar de todos y de nadie para que cualquiera cogiese por su cuenta y riesgo y se hiciese con él, sino que debía servir para tomar entre todos las decisiones que precisase una situación conforme a las leyes. No obstante, durante este período, Atenas consiguió poner bajo su mando a otras ciudades próximas, y denominó a este proceso expansivo sinoikismos, que significa “lograr juntos un hogar compartido”. El “hogar” (oikos, en griego) no debe entenderse aquí como la esfera privada de los gustos individuales en los que no tiene derecho a meterse nadie, antes al contrario: quiere decir la esfera pública de las opiniones acerca del bien de la colectividad que hay que poner de acuerdo con (sin-) los demás. Fuera de esta zona pública de la discusión dentro del marco de la Ley tan sólo vivían los esclavos, las mujeres y los extranjeros, que gozaban de una auténtica privacidad por cuanto era lo único que tenían, además de la mayoría numérica (una privacidad, eso sí, dirigida; como se puede contemplar en una escena de Gladiador, cuando Máximo le pregunta a su esclavo Cicerón por si se siente bien con su trabajo y este le responde que unas veces hace lo que quiere y la mayor parte del tiempo lo que debe.)
Que formar parte activa de la ciudad era la máxima realización del ser humano era un presupuesto básico que únicamente la escuela filosófica (o anti-filosófica, preexistente ya la Filosofía o preexistente Sócrates) cínica cuestionarían después. Lo que fue objeto de sesudos debates a la sazón consistía más bien en dirimir si esa óptima condición era fruto del pacto humano o regalo desinteresado de la naturaleza. La Ilustración sofística defendía que los hombres habían sido atraídos hacia la comunidad por un íntimo sentido del provecho y de la justicia, los cuales se gestionaban participando de la multitudinaria Asamblea. En cambio, la Filosofía platónica sostenía que el orden natural había congregado a los hombres en las ciudades con el fin de dar lugar a una organización unívoca y piramidal de las tareas. Pero ninguna de ambas corrientes dudaba de que los ciudadanos buscan una meta más alta que ellos mismos al constituirse políticamente, de modo parecido a Cocodrilo Dundee. Para los griegos antiguos, el individuo solitario ve morir lentamente su humanidad y llora por ella, como el Filoctetes de la tragedia sofoclea -al que no hay que confundir con el personaje caprino de la película Hércules de Disney- cuando es abandonado por sus camaradas en una isla desierta. En comparación, el mundo moderno comienza simbólicamente en el instante en que Robinsón Crusoe hace de una isla cualquiera su reino y de su soledad un impulso para la acción. Ya no importará tanto, pues, adonde pertenece uno, puesto que aquel estado mental de enamoramiento mutuo en que consistía la ciudadanía antigua se resquebraja en tantos pedazos que ningún nacionalismo romántico hipertrofiado va a ser capaz de recomponerlo a fuerza de puro voluntarismo. Pero como dicho estado mental traía consigo prácticas de derechos muy concretas y deseables, la historia posterior de Europa y de las colonias de Europa estallará en revoluciones y movimientos diversos que reivindicaran, no sin razón, tales derechos y tales prácticas, aunque a falta ya del sustento moral (de moral colectiva, quiero decir) que les precedió en los orígenes. La atomización individualista y robinsoniana que produce en las sociedades masificadas el modus operandi característico del Capital no ayuda demasiado tampoco en este empeño, y en esas me temo que todavía seguimos[1]…
Las ciudades griegas combatieron entre sí con encarnizamiento -como subraya Nietzsche en epígrafe- hasta que ese chico, Alejandro Magno, oriundo de una región casi bárbara del norte de La Hélade, acabó con ellas en el intento de crear otro imperio al estilo del persa, aunque fuese un imperio más bien cultural y civilizatorio (o sea, el intento de difusión de un determinado estado mental hacia lo universal) antes que primordialmente hegemónico y político. ¿No son ironías del Destino?
[1] No sólo vital o políticamente: aún no ha terminado en absoluto la polémica intelectual que comenzó hace décadas entre los nostálgicos de la comunidad virginal o “comunitaristas” y los defensores de los derechos individuales o “liberales“. Asimismo, las actuales reclamaciones del ministro griego Yanis Varoufakis van también en la dirección de pedir una unidad realmente política, y no sólo monetaria, para la Unión Europea, es decir: sinoikismos.