Pesadillas de nuestro tiempo

 

La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos.

                                                              Karl Marx

 

 

       Esta noche he sufrido una pesadilla. Quizá más de una, o quizá después de un sueño agradable, pero sólo recuerdo lo último, como todos los mortales. No la voy a contar, porque es demasiado personal y necesitaría dos páginas sólo para poneros en antecedentes, además no importa. La culpa, o la gracia, la tuvo seguramente el episodio de Black Mirror que vi ayer antes de acostarme, aquel que hicieron como especial de Blanca Navidad, y que se encuentra en castellano en Youtube. Los 9 episodios de Black Mirror son buenos, y reflejan una pesadilla muy de nuestro tiempo: la de que el futuro de la tecnología se presente como un progreso de bienestar y en realidad termine por esclavizarnos. Pienso que la frase de Marx tiene una extraña e insospechada razón y que las mejores pesadillas, soñadas o elaboradas intencionadamente, recogen no solamente aspectos individuales de nuestra vida sino también ecos inconscientes del pasado. En este caso, los avances en la tecnología no sólo son de temer en el futuro, porque aún no los conocemos y pueden trastocar la imagen que nos hacemos de nosotros mismos hoy, sino que ya han contribuido a una cierta esclavización de las poblaciones en el pasado. El proceso de la Revolución Industrial está plagado de quejas y protestas de pequeños grupos que objetaban las nuevas invenciones (los luditas son el ejemplo más conocido, y existen “neoluditas” activos hoy), y también de críticas desde la literatura de las nuevas condiciones de vida a que había llevado la maquinización de la producción. La ciencia-ficción está llena de referencias a estos temores, temores a la deshumanización del hombre a causa de sus propias creaciones, aunque hay un movimiento estético actual, el steam-punk, que da la vuelta a la tortilla y lo que sueña es un siglo XIX victoriano mucho más desarrollado tecnológicamente sin perder su esencia anticuada y sombría y sus costumbres de honor y caballerosidad. No en vano, la ciencia-ficción nació en el romanticismo decimonónico inglés, más concretamente en la obra de Mary Shelley El último hombre. Luego Julio Verne concretó la forma exacta de esas máquinas futuristas que cambiarían irrevocablemente la vida de los hombres, y el propio Julio Verne tuvo también sus dudas respecto del desarrollo tecnológico al final de su vida. Black Mirror, entre muchas otras producciones de anticipación, no hace en esto más que prolongar un recuerdo de “las generaciones muertas” con objeto de procurar oprimir “como una pesadilla el cerebro de los vivos”…

 

 

Pero la pesadilla más exitosa hoy no es la tecnológica, ya que casi todo el mundo está satisfecho con su Smartphone, su Internet, e incluso hay quién gasta dinero para poseer su particular dron de andar por casa. El otro día vi un programa de la serie que ha iniciado Iñaki Gabilondo acerca del futuro, Cuando yo no esté, y allí claramente la ciencia se apropiaba de todas las promesas de la religión, llegando incluso hasta a prometer la vida eterna (sin pensar, por cierto, en las consecuencias sociológicas tan sólo de poder alargar ligeramente la vida de unos cuantos; Gabilondo no sé cómo se ha metido en ese lío de hacer de segundo Punset desmadrado, pero esa no es la cuestión). La cuestión es que la pesadilla actual favorita de mucha gente de todas las edades son los zombis. Me parece que la misión del zombi en nuestro mundo imaginario es la de ser acribillado por el vivo sin atisbo de mala conciencia. Los zombis son, en principio, los chivos expiatorios de nuestro tedio pequeño burgués. El espectador, o el usuario del videojuego, se da el gusto de descuartizarlos a balazos, hachazos o lo que sea, en el sueño de volver a vivir la vida aventurera de nuestros antepasados, y, así, los zombis sólo dan miedo por lo que tienen de putrefacción y desecho físico, de descomposición orgánica que parodia el cuerpo humano y se alimenta de él. Pero hay más, más hondo e inconsciente, si se escarba. Siguiendo otra vez a Marx, el zombi en su origen pudiera ser la memoria turbia y oscura de aquel viejo racismo que se convirtió en exterminio masivo justificado ideológicamente. Seres que, sobre todo al adolescente, le parecen todos iguales, claramente inhumanizados, de piel sucia, costumbres obscenas, lengua incomprensible, y que pretenden invadir nuestro territorio con su barbarie casi-animal, prehistórica… Esta pesadilla en particular parece una transcripción literal de la visión xenófoba de una Marine Le Pen. Es la función inversa a la que cumple la pesadilla de la invasión extraterrestre, que últimamente se estila menos. Desde La guerra de los mundos, de H.G. Wells, la invasión alienígena desempeña el papel de ponernos en el papel de los invadidos, como ocurre con los zombis, sí, pero ahora en el peligro harto más pavoroso de que la raza atrasada, acéfala y bárbara seamos nosotros y no los dichosos zombis. Como si la conquista española y británica de América se reprodujese siendo los humanos ahora los indios, y los marcianos, venusianos o lo que sea la cultura superior que va a imponernos la elección entre sus cánones civilizatorios o la muerte. Por eso estas ficciones suelen terminar por recurrir al sentimiento, de modo que los humanos finalmente se imponen por razón del amor que se profesan mutuamente, en una atenuación consoladora de la pesadilla que nos reconcilia con nosotros mismos. En la novela de Wells, en cambio, no había nada de eso, y la superioridad de los visitantes era tan apabullante que sólo la Madre Tierra nos salvaba, en la figura de los diminutos microbios en los que nadie, ni siquiera los invasores, había pensado. Wells era sin duda mucho más radical fabricando pesadillas…

 

 

Gilles Deleuze decía, en fin, que no se delira con el papá y la mamá freudianos, sino que se delira con el mundo. En su casa cada uno delira lo que se le viene encima, pero colectivamente deliramos clanes, migraciones, cambios catastróficos y transformaciones apocalípticas. Máquinas, zombis y extraterrestres, todos ellos tienen una raíz real y terrible en el pasado histórico relativamente reciente, y además representan formas de conciencia ajenas a la humana que irrumpen de improviso a posesionarse de la nuestra. Y esa es, quizá, la mayor pesadilla, la matriz de toda pesadilla: el recuerdo de que ya nos hemos creído muy listos otras veces y, sin embargo, algo más poderoso que nosotros nos ha demostrado que puede manejarnos como marionetas. Que otras mentes, o las circunstancias, puedan jugar con nosotros un juego que no acabamos de comprender hasta que es demasiado tarde, nos pone los pelos de punta. Más todavía en la actualidad, que en el fondo nos tenemos por los amos absolutos de nuestra vida y del Universo conocido. Mi pesadilla de esta noche también consistía en una cierta pérdida del control de la situación; tal vez todos deberíamos relajarnos más, en conjunto y como cultura, para asegurarnos sueños más agradables…

 

 

 

 

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