A la distancia de medio siglo que nos separa ya de las algaradas del mayo francés, éstas han podido ser calificadas como un “simulacro de revolución”, e incluso -como escribía por entonces caústicamente un periodista ingles- como un tinglado que se han inventado los franceses para escribir un centenar de libros. Y lo cierto es que aquellas agitaciones[1], simuladas o no por el curso de un siglo que parecía empeñado en conducirnos a la catatonía política de la “pax americana”, dieron de sí menos auténticas transformaciones socio-políticas (el mayor arraigo de libertades como las de la mujer o las de las minorías étnicas al fin y al cabo estaban ya preparadas por el clima posterior a la segunda guerra mundial), que un éxito generalizado de la integración de una enorme plétora de novedades en diversos campos particulares de la investigación y la industria que nacieron de la estética y el pensamiento filosófico de aquellos años. Es ilustrativa en este sentido la observación de Gianni Vattimo en La sociedad transparente, cuando señala que nada queda de las aspiraciones del sueño sesentaiochista que no sea el ascenso del diseño industrial a los despachos de la alta burguesía, con lo que, finalmente, cierto tipo de “imaginación” ha subido efectivamente a los rascacielos del poder…
Joaquin Estefania ha adjetivado alguna vez al “pensamiento único” neoliberal como la contrarrevolución del ´68, pero lo cierto parece ser que el año ´68 dañó mucho y con antelación al marxismo occidental -con el consiguiente reforzamiento de la interpretación marxista estructuralista de Louis Althusser-, pues en su aspecto doctrinal, estético, se asemejó más al gesto de un surrealismo práctico iniciado por los estudiantes americanos en consecución a los reajustes económicos de Francia que a una verdadera reivindicación social y política. Hoffman, por ejemplo, arrojó billetes falsos por la balconada de la bolsa de Nueva York, en un gesto de provocación que buscaba escarnecer la codicia de los cientos de transeúntes que se arrojaron por ellos en plena calle (bueno, después de todo, Trotsky en persona había colaborado en la redacción del tercer manifiesto surrealista…) Lemas como “Nuestra izquierda es prehistórica”, “No consumamos a Marx”, “Soy marxista de la tendencia Groucho” y otros dieron el tono intelectual de la insurrección parisina, por virtud de la cual la ortodoxia del partido comunista francés dio paso a las versiones estudiantiles del trotskismo, el maoísmo y el anarquismo. Se diría, pues, que la estética marxista que preocupaba a unos pocos pasó a ser un asunto de marxismo estético de masas, e incluso la intelectualidad más conspicua se volvió un tanto loca: el Sartre sovietizante de la Critica de la razón dialéctica, que poco tiene que ver con el Sastre existencialista, se convirtió en el Sartre maoista de La cause du peuple; Herbert Marcuse, en San Diego, se posicionaba fuera de la unidimensionalidad y con ello también del marxismo soviético, a favor de una relación encantada, “erótica”, del hombre con una posible civilización; después de rodar La chinoise y otras importantes cintas, Jean-Luc Godard inicia un tímido acercamiento al taller de Dziga Vertov donde se practicaba un marxismo anti-estalinista, y etc, etc. Después del XX Congreso del PCUS, naturalmente, nadie quería ser ya estalinista, pero tampoco nadie desconocía ya que rechazar de plano el socialismo era hacerle el juego al “sistema” –establishment, clapdown: un término acuñado en esa acepción en la época capitalista (a este respecto, la referencia de Gilles Deleuze a la esquizofrenia inherente al capitalismo).
Tal parece. pues, que el año ´68 ha supuesto el último resuello de una tradición transnacional y libertaria como los años ´80 supusieron, por su parte, el último cartucho del optimismo rapaz del capitalismo en la figura del yuppi. En la edad dorada del capitalismo, los pactos de una socialdemocracia aceptada a sí misma como débil con los democristianos funcionaron como dique para atajar el avance comunista procedente del este, y el resultado histórico de todo ello es la actual situación en la que vivimos, según la cual, como dice Daniel Cohn Bendit -uno de aquellos estudiantes airados-, tan sólo podemos escoger entre un liberalismo de izquierdas u otro de derechas, sea lo que sea lo que signifique eso. O, como se usa en la sociología articulística española, entre un repertorio de valores “fríos”, que son los promulgados por el individualismo liberal más acérrimo, y un repertorio de valores “calientes” -o “cálidos”-, que son los que restan del viejo ideal izquierdista de la distribución y el reparto[1] (ni más ni menos que los parámetros del debate anglosajón tradicional entre individualismo y comunitarismo).
Pero todo ello no quita nada, en mi opinión, del hecho incuestionable de Mayo del ´68 como símbolo. Aquel fue el año del “Gran Rechazo”, como ha escrito algún historiografo, y el rechazo ha de ser siempre posible en las sociedades abiertas y plurales, a riesgo de que dejen de ser fehacientemente abiertas y plurales. Tal vez lo recordemos ya tan sólo como un grito más romántico y acomodado que otra cosa, pero es el último grito colectivo de protesta del que tenemos una memoria fresca antes de tan traido como llevado 15-M. Es cierto que lo que queda del 68 francés, que no fue únicamente francés, es poco, pero no por ello ridículo o pijo o falso, como he leído algunas veces. “Símbolon”, en griego antiguo, se refería a una pieza que se partía en dos trozos, y cada miembro del juramento se llevaba uno de ellos. Hay, por tanto, algo en el Mayo francés que le pertenece a él mismo, a su historia real tal como podemos verificarla ahora, con mayor o menor entusiasmo o decepción respecto de su legado comproblable; pero hay también, como la otra cara del símbolo, lo que nosotros podemos hacer con ello, al margen del juicio por su significación filosófica y revolucionaria e independientemente del debate por su autenticidad o inautenticidad. El 68 fue la revuelta breve e incompleta de nuestros padres, pero fue. A ver qué somos capaces de hacer nosotros, cómo recogemos aquel testigo, aunque sólo sea para tener ocasión de recapitularlo a fondo mediante un centenar de libros…
[1] Hace algunos años, quizás más de los que pienso, El País publicó por entregas un monográfico de Eduardo Haro Tecglen donde se relataban con minucia todos los incidentes y episodios de aquellos meses legendarios. Lo recuerdo con cierto cariño pero ignoro si estará editado o perdido o descatalogado hoy.
“La revolución es el opio de los intelectuales” (y además un libro)
Óscar, no has citado a Guy Debord y su libro “La sociedad del espectáculo”. ¿Ha sido intencionadamente?
Un saludo Internacional Situacionista.
El – dificil – libro de Debord es del año anterior, pero si insistes te doy mi impresión. Eso del opio es totalmente cierto, sobre todo en Francia, pero no me doy por muy concernido… Gracias!
El folletín de Haro Tecglen ni está editado de nuevo ni es encontrable de segunda mano. Los que lo conservamos lo hacemos por amor arqueológico. Pero de aquí a llamar a M68 “la revolución de nuestros padres” va un abismo generacional. Mejor la revolución de nuestros hermanos mayores.
No en mi caso, mis padres tenían 23, y yo no había nacido (soy el primogénito)… Casi has conseguido hacerme sentir joven.
Lo del opio era más por Raymond Aron.
No sé nada de ese señor más que lo que pueda leerse en wikipedia. Pero se podría mejorar la frase con algo de mala leche: “La revolución es el opio con el que trafican los intelectuales….”
…la trastienda, siempre llena de negocios paralelos…
(el opio de los intelectuales se lee fácil, déjatelo para el verano)
Tiene buena pinta, sí, sigo tu consejo…