Dirán lo que quieran pero vivimos una época extraordinaria. Uno puede volver de pasear al perro, prepararse un rica cena, sentarse en su sillón y decidir qué película hace juego con las aceitunas y el jerez, con la ensalada y los pimientos rojos secos fritos, esos que exhalan un olor tan profundo que siempre reconcilian con la mejor vida. Se puede pasear el pasado y repasar las películas que se filmaron en aquel año (1950) en concreto, demorarse en alguna, detenerse un momento para saber si propiciará el estado de ánimo que se pretende conseguir, quizá dejarla para otro día y seguir avanzando. Pasar de “El crepúsculo de los dioses” a “Crisis” o “Corazón de hielo”. Decidir por fin que Kirk Douglas nunca defrauda sobre todo si lo dirige Michael Curtiz.
Esas historias de después de la guerra que terminaban bien después de tantos sufrimientos del héroe por dejarse llevar por fantasías falsas, por abandonar lo auténtico cegado por el triunfo o la fascinación de lo que nunca había tenido. El niño huérfano que tiene la música dentro, que la adivina, que la persigue, que la interpreta con los dedos sobre sus rodillas solo escuchando tocar a otros. El que escalaba la escalera hasta la ventana para escuchar a la banda de jazz donde había un hombre bueno, que lo reconoce y le enseña los secretos de la trompeta que pronto él tratará de llevar mucho más allá, intentando de descubrir la nota que nadie había escuchado todavía.
La vida que se abre paso y aparecen los amigos. El pianista con el cigarrillo en los labios de “Tener y no tener”, ese personaje interpretado por Hoagy Carmichael en segundo plano pero tan esencial para aportar seguridad, como un suelo de cordura que permanecerá siempre ahí, a salvo de otros avatares y del tiempo. La cantante ingenua ( Doris Day) que lo ama en silencio y al final lo redime. La mujer fatal (Lauren Bacall) que lo tiene todo pero no el gran talento, que se casa con él para intentar poseerlo y pronto se da cuenta de que es inútil, que no se puede buscar fuera lo que falta dentro, desde siempre, y se llena de celos (celos a esa capacidad de tener un don, de ser bueno en algo) y trata de destruirlo.
Los muy buenos en algo que muchas veces se quedan tan solos y no siempre triunfan o consiguen ser felices. La búsqueda perpetua de lo que no existe todavía y se intuye que está al alcance de la mano. El inquietante ensimismamiento de los artistas que los hace, a veces, tan difíciles y tan desgraciados. El dolor no solo de los mejores, sino de los que intuyen que les falta algo esencial para conseguir crear lo que tanto desean o solo triunfar, aunque solo sea con simulacros. Esa herencia asfixiante del romanticismo: la necesidad de crear siempre algo nuevo, único, algo que hay que sacar de algun sitio muy oscuro y doloroso dentro de uno mismo para que sea auténtico. Algo de lo que, incluso los mejores, tienen que liberarse para poder crear algo autenticamente valioso y, sobre todo, para poder vivir la vida.
El placer de contemplar todo esto desde lejos una noche de otoño …