El otoño había mudado la piel y el vaho en las ventanas revelaba que afuera, en la calle, la noche caía sobre la ciudad con un intenso frío. El sol era un recuerdo después de varios días de un gris plomizo en un cielo que siempre amenazaba lluvia, pero que como los malos boxeadores era todo fachada, ya que detrás del amago nunca venía el golpe en forma de agua. El viento soplaba con fuerza y una de las ventanas de la casa, dañado como estaba el postigo, chirriaba levemente con cada arremetida furiosa de ese mar de aire helado que calaba piel adentro. Pero eso era abajo, allí donde la oscuridad era desafiada por los últimos rescoldos de las brasas que quedaban ardiendo entre las cenizas de la chimenea. Arriba todo era silencio. Había caído en la cama y pronto se había dejado arropar por ese cálido sopor que provoca el edredón, y apenas le había costado dormir gracias al diapasón de la respiración de él, a su lado, fuerte sin llegar al ronquido, con un ritmo sostenido. Estaba cansada, y quizá por eso no oyó el grito que siguió al pequeño sobresalto, la llamada ni los pasos presurosos por el pasillo. Simplemente, en un momento dado, notó que algo tiraba del edredón hacia abajo y aunque pugnó por un instante por conservar la prenda que la envolvía, pronto abrió los ojos y lo vio: allí plantado, con los ojos de par en par y el labio de abajo temblando, a medio camino entre el frío y el miedo, sus pequeños pies descalzos encima de la alfombra. Estiró la mano y la posó sobre la ‘s’ que dominaba aquel diminuto pijama de Superman, y notó que el pecho bombeaba a gran velocidad.
-¿Qué te pasa, cariño?
-Hay un monstruo en mi habitación.
Lo dijo con una sinceridad tal que por un momento se vio empujada a creer que de verdad, al otro lado del pasillo había colmillos acechando, bolas peludas con mil dientes, rostros con las cuencas vacías y una honda negrura allí donde debieran estar los ojos.
-Vente, vamos a espantarlo.
Puso los pies sobre la alfombra y cogió al pequeño en brazos el tiempo justo para darle un beso y notar húmedas sus mejillas. Había llorado. Es increíble que no le hubiera oído, pensó, pero giró la cabeza para verle a él, que todavía dormía boca arriba en su lado de la cama, y no pudo evitar cabrearse un poco. ‘Anda, que estamos para una urgencia’, dijo para sí antes de bajar al pequeño al suelo, darle la mano y enfilar el camino hacia su habitación.
La plateada luz que entraba por la ventana, la persiana subida a pesar del frío, se hizo tenue al salir al pasillo y pronto caminaban en medio de la oscuridad. Se sabían el camino de memoria, pero ocupada como estaba en tratar de calmar a su hijo en los pocos pasos que habían dado desde la cama, se olvidó de dar la luz, y se arrepintió enseguida. El otro interruptor quedaba más allá de la puerta del baño, y aunque la distancia no era muy grande, sabía que la oscuridad no iba a contribuir a calmar al pequeño, así que trató de mantenerlo junto a ella todo lo posible y de susurrarle para que no pensara en la negrura y sólo en el sonido de su voz.
Se paró en seco.
Desde algún rincón de la casa le pareció que emergía un quejido como de un pequeño animal salvaje. Apretó al enano contra su pierna y aguzó el oído para tratar de descifrar de dónde venía ese ruido, pero sólo escuchó su corazón, que latía cada vez más deprisa.
Avanzó dos pasos rápidos y dio la luz del pasillo justo en el momento en el que el viento, fuera, entraba en cólera y volvía a golpear contra la casa, y contra aquella ventana cuyo amarre había cedido otro poco. Ahora, con la luz encendida, identificó el sonido y se sintió un poco estúpida por haberse dejado llevar por el miedo ante un chirrido que conocía desde hace tiempo. Volvió la vista para ver al pequeño, que para entonces, ajeno al pensamiento de su madre, parecía haberse calmado y empezaba a entornar de nuevo los ojos vencido por el sueño. Lo subió en brazos y entró en la habitación. Se sirvió de la luz que entraba desde el pasillo para no despertar al niño. Pasó por encima de dos peluches que había tirados en el suelo y pensó que mañana por la mañana los colocaría de nuevo dentro de la caja, que aguardaba en una esquina del cuarto con una decena de muñecos de trapo dentro. Tumbó al pequeño en la cama y le puso la mano en el pecho para ver cómo éste subía y bajaba cada vez más despacio, al tiempo que el niño se dormía. Llevaba haciendo este gesto muchos años, desde que su hijo fue demasiado grande para dormir en la cuna pero demasiado pequeño para estar tranquilo en la cama. Lo acostaba boca arriba y le hablaba mientras le ponía la mano en el pecho, y así, con la única nana del sonido de su voz, éste se iba dejando vencer por el sueño. Cuando se cercioró de que el canijo se había dormido, se levantó despacio y salió casi de puntillas, dejando el calor de la alfombra y volviendo a pisar la fría madera del pasillo. Evitó las zonas donde más crujía el suelo y apagó la luz al pasar junto a la puerta del baño. Recorrió el resto del camino a oscuras, de memoria, y se metió debajo del edredón. Intentó entrar en calor y se concentró en la respiración de él, que seguía durmiendo, aunque ahora de lado.
En la planta baja, la ventana dejó de crujir.
El viento cesó.
El reloj caminó unos minutos y el mes de octubre se convirtió en noviembre.
Y en el cuarto, al final del pasillo, en una pequeña caja de juguetes, algo se movió.
Primero, de manera imperceptible.
Después se hizo hueco entre los otros peluches.
Los ojos del animal de trapo se volvieron del todo negros.
Se irguió y salió de la caja.
Liberado de sus compañeros, se detuvo un instante para mirar al niño que dormía.
Estaban solos de nuevo.
*Todos los cuadros que ilustran esta entrada son del artista surrealista Yves Tanguy.