Desde niño, siempre había fantaseado con llegar hasta la isla. Como todos. En algún momento dejamos de construir castillos de arena y pasarnos la pelota hinchable unos a otros y preferimos en su lugar las demostraciones de fuerza: ver quién aguantaba más tiempo bajo el agua, cuando no era ahogado a traición, ver quién resistía el embate de las olas en los días de tormenta, ver quién resultaba tumbado el primero en las luchas cuerpo a cuerpo junto a la orilla.
También esos juegos dejaron de interesarnos y con el tiempo fueron sustituidos por largas exposiciones al sol, por besos inexpertos fuera del alcance de la vista de los adultos, por incursiones nocturnas pertrechados de tabaco y alcohol.
Pero la isla permanecía ahí.
Solíamos organizar de forma espontánea carreras para alcanzarla, que cuando no levantábamos un palmo del suelo interrumpíamos a poco que perdíamos pie o escuchábamos los airados gritos de nuestros padres, y que estando ya bastante más crecidos nunca traspasaron el umbral de las boyas. Llegado un punto, se imponía bien el cansancio inherente al esfuerzo del nado, bien la cautela de no quedar extraviados y obligar a salvamento a entrar en acción.
La isla era el añadido perfecto al entorno de la playa. Formaba parte de una línea de costa que unos kilómetros antes de llegar a su altura se interrumpía, hacía un requiebro y retrocedía, para recuperar nuevamente su frente otros tantos kilómetros más allá. Su presencia suavizaba el oleaje en nuestra playa y restaba ímpetu a los vientos para convertirlos casi siempre en brisa. Rompía además la monotonía dominante del azul tendiendo una fina capa terrosa en el horizonte.
La distancia hasta la orilla era la suficiente para no colmatar la playa, por lo menos en un tiempo humanamente perceptible, pero también para evitar que la dinámica marina la alterara en exceso al paso de las estaciones y los temporales. Era un dique silencioso y discreto que estaba a la vez presente y lejano siempre.
Si se observaba en los mapas, podía apreciarse su encaje más o menos exacto en la mordedura geográfica, aunque faltaría aún un buen pedazo de tierra para completarla y taparla por entero. En su punto más ancho apenas alcanzaría los 30 metros, pero a lo largo se extendía casi hasta el kilómetro. Al norte, un abanico se abría formando lo único parecido a una playa en el contorno de la isla. Sus varillas radiales convergían en una columna central que iba elevándose poco a poco formando un pequeño cortado a un lado y otro. En su extremo meridional, el terreno se abría nuevamente en círculo. En su centro se hallaba la máxima altura, un vigía que a falta de obstáculos debía dominar todo su territorio adyacente.
Desvelado por el calor que no había dado tregua nocturna, me levanté una mañana mientras la luz iba tomando cuerpo con la celeridad propia de los inicios del verano. Para quitarme la sensación de aturdimiento, me puse la ropa deportiva y bajé a la calle, donde el aire era un poco más benévolo que en el interior de la casa. Comencé a correr siguiendo mi itinerario habitual, que se zafaba pronto de la densidad urbana y tomaba el paseo marítimo para recorrerlo de una punta a otra.
A las pocas zancadas ya me resbalaba el sudor por la cara y el pecho, lo que sumado a los músculos que no acababan de tensarse después de un descanso insuficiente, me hacía avanzar con una dificultad impropia de mi trabajada forma física. Forzándome a mantener el ritmo, notaba cómo me ardía el cuerpo mientras los pulmones rendían a plena capacidad para alimentar mis jadeos y el corazón apretaba con energía haciendo cada vez más cortos los intervalos entre impulso e impulso.
Alcanzando la parte central de la playa, el cuerpo se resintió del esfuerzo y emitió la señal de alarma presionándome las sienes. Obligado a parar, cuando lo hice tuve una consciencia de mi propio organismo que no había experimentado antes. Podía seguir el flujo de la sangre a través de los vasos que se resaltaban en mi silueta dilatados por la temperatura ambiente y la necesidad de aportar todo el caudal disponible. Podía percibir cómo se agregaban entre sí los compuestos salinos del sudor y atravesaban los poros muy abiertos de la piel para descender después por mis perfiladas líneas. Sentía cómo el aire que tomaba en cada inspiración se transformaba al instante en una energía que rápidamente consumía y disipaba. Ahora sí, notaba una tirantez que reforzaba el vigor que había imprimido a mi tronco, mis brazos y mis piernas.
Mientras se despejaba poco a poco la cabeza, bajé hasta la arena, aprovechando el viento ligero que había concedido la hora tan temprana. Salvo las gaviotas y algún paseante disperso, allí no había nadie. Solo las olas y, al fondo, la isla, que brillaba enmarcada por los primeros rayos.
El sol acababa de despegarse de ella y se elevaba raudo dispuesto a imponer un día más su tórrida ley. Pero su todavía leve intensidad producía sobre la isla unos reflejos que emitían una señal inconfundible de llamada.
Me deshice de las zapatillas y los calcetines, luego de la camiseta empapada que se me había adherido por completo, y por último de las mallas cortas y ceñidas.
Estar desnudo me dio una nueva fuerza, como si toda la potencia que había arrancado del cuerpo llevándolo al límite hubiera creado otro límite más poderoso. Apilé la ropa sobre las dunas y me metí en el agua.
No estaba fría, pero al rodearme limpió los desperdicios de la carrera y estableció una especie de simbiosis que daba un aporte continuo de gas a la máquina.
Nadé con decisión los primeros metros, coordinando perfectamente la respiración y las brazadas. No tardé en pasar junto a las boyas, que habían sido antaño lo más cerca que llegamos a estar de la isla. Ya en la zona donde el litoral se volvía más hondo, reduje la velocidad pero me mantuve constante, disfrutando la cadencia con que alternaba la batida de los pies, el alabeo oscilante del torso, al arco que actuaba de remo transmitiéndose desde la espalda a las manos, el breve emerger, la sal en el pelo y la barba.
Cuando la distancia recorrida ya había hecho mella en mi capacidad para proseguir, la isla se hizo más visible pero también comenzó a alejarse, como si cada paso hacia ella agigantara la ensenada que la separaba de tierra firme.
Volver hacia la playa parecía una opción mucho más factible que no cambiar el rumbo, pero seguí adelante. Los músculos acusaban doloridos e hinchados cada nuevo requerimiento, la cabeza comenzaba a embotarse de nuevo. Y el sol, que había ganado ya una altura considerable, hacía más exigente la travesía. Con la tentación, siempre presente, de abandonar, continué encadenando brazadas en una sucesión que parecía no tener fin, que solo se interrumpiría cuando me fallaran las fuerzas y quedara a la deriva.
Pero llegado un punto, la isla pareció rendirse antes que yo y dejó de alejarse para hacerse cada vez más y más presente. No era, desde luego, imponente, pero ver cómo adquiría volumen recortada contra el sol era un espectáculo magnífico, que me ayudaba a recuperar el control sobre mi cuerpo y afrontar con energías renovadas los últimos metros.
Me dirigí hacia la parte baja de la isla, en el norte. Tan pronto como hice pie, dejé de nadar y me arrastré hasta la orilla. Quedé tendido boca arriba, sintiendo cómo el lecho de arena, roca disgregada y restos de conchas se hundía bajo mi peso y se me abrazaba a los hombros, a las nalgas y a los muslos, mientras por encima se evaporaban rápidamente las gotas de agua y daban paso al picor del sol. Reí embargado por la satisfacción del objetivo cumplido.
Al poco me incorporé y aclaré la arena que se me había pegado. Solo un par de cormoranes habían venido a acompañarme. Alrededor todo se percibía tangible pero muy alejado. A un lado, el relieve de las montañas y la edificación continua de la costa. Ya habían emprendido la marcha algunos veleros de recreo. Al otro, barcos siguiendo sus rutas sobre el mar abierto.
El viento, mucho más acusado aquí que en la ciudad, era ya abrasador, pero aligeraba de algún modo la falta de sombra.
Emprendí la ascensión hacia el otro lado de la isla por algo que asimilaba una vereda. El cortado central era tan estrecho que parecía que se caminaba sobre el agua. En cuanto abría algo de espacio, lo copaban pequeños matorrales.
Ya totalmente seco, con el sudor aflorando otra vez, llegué hasta la placita que se abría en la parte sur.
Un montículo de piedras apiladas de forma ordenada en su centro revelaba presencia humana, en algún tiempo no muy pretérito. No pude evitar sentir cierta decepción por el hecho de no ser ni el primero ni el único que había puesto el pie en el lugar, pero también me alivió que eso de algún modo hiciera a la isla más real. A todos aquellos que decían haber llegado hasta ella alguna vez no se les creía. Las descripciones sobre lo que habían encontrado eran siempre vagas y diferentes entre sí.
Pero en aquel momento yo solo podía constatar lo verdadero del terreno que pisaba, de las olas que rompían incesantes, de los graznidos de las aves marinas, de las hierbas y matojos, del viento y el sol inclementes que me azotaban en el cuello, el anverso de los pies y los testículos.
Antes de emprender el regreso, busqué una piedra que pudiera añadir al promontorio que hacía las veces de libro de visitas. Una vez la hube depositado, me apoyé contra él buscando un último momento de contemplación.
Y fue entonces cuando la luz quemada de un sol ya casi en su cénit pareció eliminar toda forma terrestre colindante con la isla, dejándola sola en el azul y el calor, que alcanzó un grado tal que provocó mi desvanecimiento.
No sé cómo volví de allí.
Tampoco si alguna vez estuve realmente en la isla.