Las semillas del genio

Con A propósito de nada, las memorias recientemente publicadas de Woody Allen (Alianza editorial, 2020), me ha ocurrido algo parecido a lo que ya manifesté con otro trabajo suyo, como fuera Como acabar de una vez por todas con la cultura: prometía más que daba. O al menos, uno se acercaba a esos textos con otras expectativas, que la lectura no verificaría, dejándonos en suspenso. Y a lo que ocurre después, se le llama decepción. Ni se acababa con la cultura y ni tampoco una vida –por desafortunada y problemática que haya sido en sus últimos años– se acomoda a la nada.

Y es que más allá de las declaraciones de rigor sobre la excelencia cinematográfica de Allen (Carlos Boyero, A propósito de todo, admirado señor Allen), o sobre su atribulado pasado (Manuel Vicent, A propósito de un ídolo caído), lo que queda en evidencia con ese trabajo memorialístico se trasluce a la perfección en la entrevista reciente de Woody Allen (El País, 18 junio 2020) realizada por Alex Vicente. Donde los titulares, las entradillas y los sangrados del texto, solo mencionan las vicisitudes del Caso Allen, o, quizás mejor, del Caso Farrow. Ya sabemos que tras la separación de Allen y Mía Farrow en 1992, acontecieron dos cosas paralelas y dispuestas, pese a todo, a chocar de forma imposible y estruendosa. Allen comenzó su relación de adultos con Soon-Yi Previn–cuenta en ese momento de 1993, con 23 años, no es pues una menor, ni Allen un menorero vengativo– quien era una de las hijas adoptivas de la citada Farrow en su matrimonio con André Previn entre 1970 y 1979, con quien llega a casarse posteriormente, en 1997, en plena tormenta de acusaciones. Tormenta suscitada por la acusación realizada por Mía Farrow sobre los supuestos abusos sexuales practicados, por parte de Allen padre adoptivo, a Dylan una menor de sólo siete años. Acusaciones que iniciaron un largo proceso judicial de ida y vuelta en el que suenan muchas cosas amañadas y surge un perfil, si no venenoso, si al menos tóxico y alarmista de Mia Farrow. Madre amantísima y coleccionista de hijos de diversas procedencias, pero que cuenta en su debe –todo según Allen, por supuesto– con una personalidad oblicua y atormentada. Como demuestra que dos de sus hijos se suicidaron y una tercera murió de SIDA, casi abandonada por el clan familiar.

Familia Farrow

Uno comienza la lectura de A propósito de nada, con las primeras andanzas del niño judío Allan Stewart Konigsberg en el Brooklyn de preguerra, casi tal como la ha contado ya en esa rememoración cinematográfica que fuera Radio days (1987), que no deja de ser un homenaje velado al Amarcord (1973) de Federico Fellinin y al pasado europeo de los abuelos, llegados desde Rusia y Austria. Cumplirá los seis años, cuando Estados Unidos entre en la Segunda Guerra Mundial. Aunque la visión de América en guerra sea tan leve como invisible en sus Memorias. Cosa que sorprende, justamente, por los documentos que el mismo cine y la música de Estados Unidos ha ido produciendo en la retaguardia, durante y después de esos años bélicos.

Más interesado en el béisbol, en las chicas y en la radio que, en la escuela, donde se graduó en 1953 en la Escuela Secundaria Midwood. Para ganar dinero, escribió chistes para el agente David O. Alber, quien los vendia a columnistas de periódicos. A los 17 años cambió legalmente su nombre a Heywood Allen y más tarde comenzó a llamarse Woody Allen.  Después de la escuela secundaria, asistió a la Universidad de Nueva York, estudió comunicación y cine en 1953, antes de abandonar después de reprobar el curso Producción cinematográfica. Estudió cine en el City College de Nueva York en 1954, pero se fue antes del final del primer semestre. Con 19 años pasó a a unirse al Programa de Desarrollo de Escritores de la NBC en 1955, seguido después de un trabajo en The NBC Comedy Hour en Los Ángeles. Más tarde fue contratado como escritor a tiempo completo para el humorista Herb Shriner, desarrollando guiones para televisión y radio, así como piezas cortas cómicas. Allen hizo su debut profesional en el escenario en el club nocturno Blue Angel en Manhattan en octubre de 1960, donde el comediante Shelley Berman lo presentó como un joven escritor de televisión que interpretaría su propio material. De los años sesenta son las obras No bebas agua (1966) y Tócala otra vez, Sam (1969), el mismo año que realiza su película de forma personal, Toma el dinero y corre.

Y estando situados en la lectura de los acontecimientos de los primeros 70, cuando vs a comenzar su carrera exitosa de director cinematográfico, Allen introduce la coda argumental oculta de A propósito de nada: la perfidia de Mia Farrow, y salta por tanto a finales de los 90. Justo cuando ha clausurado su relación de 12 años con la citada Mia Farrow en 1992, y se dispone a iniciarla con Soon-Yi Previn en 1993. Y ello, la obsesión por demostrar su inocencia y la maldad de Farrow, vuelve a desplazar los intereses del lector interesado. Como si Farrow, se hubiera quedado abducida desde que interpretara La semilla del diablo (Roman Polanski, 1968) y fuera fecundada en un exorcismo, por el mismísimo Satán. Ahora, treinta años más tarde, el Satán, si no fecundante –problema que recorre algunos de los rincones de A propósito de nada– al menos violador loco, se llamaría Allen como contraimagen de un Satán abusador. Con todo ello y con todas las reiteraciones, perdemos el momento para conectar con otros intereses literarios o cinematográficos. Como fija Jesús Mota (Babelia, 6 junio 2020, Padres neuróticos, hijos indagadores), cuando escribe a propósito de A propósito de nada: “Se echa en falta un análisis de sus películas o una explicación razonada de sus intereses estéticos”.

Una ausencia que sólo suple con breves pinceladas de algunas de sus obras más queridas –Annie Hall (1977), Manhattan (1979), La rosa púrpura del Cairo (1985), Hannah y sus hermanas (1986), Días de radio (1987), Balas sobre Broadway (1994) o Macht point (2005)– y que acaba sabiendo a poco al lector impaciente. Pero al final, el hilo argumental sólo avanza por la senda del Caso Farrow, recrudecido cuando Dylan Farrow –ya mayor de edad, ratifica los supuestos abusos de su padre adoptivo–. Solo desmentidos por la aparición de Moses Amadeus Farrow, hijo de Mía Farrow y Woody Allen, quien en 2018 publicó una carta desmintiendo el presunto abuso sexual por parte de Woody Allen a Dylan y describiendo las manipulaciones a las que fue sometido de niño. Dichas manipulaciones tendrían como objetivo que Moses corroborara la historia del abuso sexual que, siempre desde el punto de vista del Moses actual, fue construida artificialmente. Y en paralelo a todo ello, Ronan Farrow publica en 2020 su libro Depredadores (Catch and Kill), que obviamente toma partido por Dylan frente a Allen y prolonga el acoso informativo y mediático a Allen.

Y todo ello acaba produciendo en la sociedad americana, recorrida por los desajustes del #Metoo, una venganza justiciera entre partidarios y detractores del Allen, pederasta imaginario. Detractores que impiden en 2019 el estreno de Un día de lluvia en New York, suspenden la publicación de las memorias contratadas, y llevan a Amazon a paralizar diferentes acuerdos de producción con Woody Allen. De la misma manera, y en sentido contrario, la reverencia que se practica con aquellos actores –como Javier Bardem– que han creído en él y en su inocencia, y no pueden ser declarados a la ligera, como “uno de los mejores actores del 7º Arte”.

Otro aspecto que conviene destacar es que, por más que Allen diga que “me considero fundamentalmente un escritor, y ello es una bendición, porque un escritor nunca depende de que lo contraten para trabajar, sino que genera su propio trabajo y elige su horario”, pesa más sobre todos nosotros, su condición de hombre de cine. Incluso cuando afirma lo rudimentario de su puesta en escena, frente a esos directores que ensayan y repiten tomas en aras de una perfección: “como cineasta soy un imperfeccionista (sic). No tengo paciencia para rodar escenas una y otra vez con el objetivo de contar con planos adicionales”. Aunque sea capaz, acto seguido, de desmontar lo dicho: “A todas mis películas les vendría bien un segundo intento”. Como si no estuvieran acabadas nunca. Y por ello, las podamos seguir viendo.

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