“Mr. Turner”, o cuando el mundo era todavía hermoso…

Qué come la máquina de dinero? Se come la juventud, la espontaneidad, la vida, la belleza y, sobre todo, come creatividad. Come calidad y caga cantidad.

William S. Burroughs

La palabra “mundo” significaba en latín lo mismo que “cosmos” en griego: adorno, pulcritud, buena conformación, y, de ahí, en este sentido primariamente estético, orden, como opuesto a lo in-mundo o chao-tico. Como obligados por ese trasfondo terminológico subyacente, los astrofísicos como Hawking o los biólogos como Dawkins siguen proclamando en sus best-sellers la majestuosa belleza del universo, pese que ambos son -uno era y el otro es- unos mecanicistas de reglamento que creen firmemente que la belleza, como las causas finales, no existen como tales sino que tan sólo son proyecciones complejas del intelecto humano, a la manera de Kant. Personalmente, no me trago eso, sencillamente porque no tengo por qué hacerlo, ni usted, lector, tampoco, en realidad. Si a usted le parece que ciertas cosas, personas o situaciones son bellas, o buenas, es que lo son, no se deje engañar, ni pique en el sortilegio -lo ves y ya no lo ves…- nihilista de que esas apreciaciones suyas son subjetivas y por tanto marginales, residuales. Que sean diversas, y que usted tenga sus perspectivas de valor y otras personas o culturas otras, no significa en absoluto que sean subjetivas. Un chicle, por ejemplo, es una seña de identidad nacional en Estados Unidos, pero un desastre objetivo en ciertos países de Asia, sin que ello tenga nada que ver con que a uno le gusten o no los chicles. Aquel que de verdad piense que la realidad es pura cantidad, que tuvo lugar fortuitamente, que continúa adelante como un pollo descabezado y que no hay nada en ella que sea en sí necesario, bello ni ordenado -como decía Nietzsche en un aforismo diminuto y macarra de La Voluntad de Poder– está a un paso de obtener la justificación precisa para convertirse en un psicópata, un cínico o un suicida. Las tres opciones son frecuentes hoy, pero a causa de una idea, de una mera idea, que filósofos y científicos nos cantan antes de dormir como una nana espeluznante, escuchada la cual es imposible ya pegar ojo en toda la noche…

Pero existe otro significado, en latín, de mundus-i o mundum-i, algo más arcaico y secreto y que viene a ser como el corazón tangible y cotidiano de la acepción que conocemos. “Mundo”, en efecto, no es más que el baúl o el cofre donde la mujeres guardaban su ajuar de toillette personal, y que contenía peines, pelucas, perfumes, ungüentos o espejitos. Es decir, un proto-bolso. A las feministas de la diferencia -y a mi-, les gustaría este sutil detalle etimológico, que algunos dicen que es procedente de los etruscos, una civilización más hedonista que la romana. ¿Qué es, pues, un “mundo”? El mundo no equivale a la tierra, como ya señalaba Heidegger –El origen de la obra de arte-, sino lo que sale de la tierra en tanto elaborado, embellecido por los cuidados de una mujer (esto, por supuesto, lo digo yo y no Heidegger, que jamás rozó el tema de género). Un bebé nace, y lo primero que hace la madre, la comadrona o la enfermera es lavarlo y ponerlo presentable como un gusanito emergiendo de una flor. Hasta las leonas lamen a sus crías después de parirlas, y, si supiesen, las vestirían con un mono de cebritas. Eso es hacer de verdad de la vida bruta un mundo, eso es cultura y civilización, y no naturismo y Liga de la Leche, y, frente a eso, hasta una biblioteca bien nutrida es secundaria -ya se sabe que un lector es la manera que tiene una biblioteca de reproducirse en otra biblioteca… En cualquier caso, mundo significa lo bonito, específicamente lo bien cuidado, no todo lo que se genera espontáneamente en la naturaleza (únicamente el LSD consigue que hasta un excremento o una cucaracha sea bonitos, el LSD y el Gran Arte…)

Mike Leig rodando Mr. Turner

La película de Mike Leigh, Mr Turner, es de 2014, pero yo no la vi hasta ayer. No me suelen gustar las películas sin argumento, en la que las secuencias se entrelazan vagamente como unos sketches of life, a la manera de Katherine Mansfield, me parece vaguería y morro, pero esta sí. Además, creo que las “escenas de la vida de J.W.M. Turner”, el pintor decimónico, de Mike Leigh, tienen efectivamente una trabazón interna, y bien potente, lo que ocurre es que es tácita, inexpresa. Así, yo creo que las dos horas y media del film, breve para mi gusto, tratan del hombre que vivió en una dura contradicción, artística y vital. Turner, en esta historia de sus cosas, es un señor con aspecto de jabalí apopléjico, que parece padecer de asma, más feo que picio, tosco y sucio, pero con una perspicacia privilegiada y una conversación aguda y exacta. Sólo él, tal como es interpretado maravillosamente por Timothy Spall, y los magníficos escenarios de época (el pueblecito pesquero es una delicia, las salas de la Academia de Pintura una gozada de frenesí y sobrecarga artística por el que se pasea una joven Reina Victoria, todo lo contrario de las austeras y quirofaniformes galerías de arte actuales, etc.) por los que se mueve se llevan con honestidad el precio que pudieras haber pagado por la entrada.

Pero es que están las contradicciones, que son geniales e hirientes y hacen gruñir constantemente al Jabalí/Turner. Veamos. Turner elogia el nuevo mundo de vapor y hierro de la Revolución Industrial -en un plano, por cierto, muy logrado de turnerismo-, pero le revienta la invención de la fotografía (sin mucho fundamento, porque precisamente los impresionistas van a combatir al rival tecnológico reivindicando a Velázquez y Turner). De hecho, el ferrocarril le impacta tanto que deja de pintar marinas y pinta el célebre cuadro de la pura cinética de un tren, como si Turner fuera también un precursor del futurismo. Luego, Turner acude a los salones de los nuevos críticos de arte, como el joven, solemne y amanerado John Ruskin, pero se da perfecta cuenta de que criticar no es crear, y que critica el que no crea -en la actualidad, Marjorie Perloff habla, con mucha desfachatez a mi juicio, del “genio no-original”: yo quiero ser uno de esos… Y, por último, sufre también una contradicción entre la pintura considerada como un artículo de lujo de los ricos, que son los que de verdad le admiran y con los que se gana la vida, y el arte como objeto de museo, público y gratuito…

El jabalí sensible que es Turner no puede con tanta tensión, nacida de su tiempo pero también de sí mismo, y se pasea por su vida perplejo y rezongante, hasta que se muere, de cólera pero también de no saber a qué carta quedarse. Turner muere en 1851, que es el año del Gran Hedor en Londres y de la Exposición Universal de la metrópoli que en la película se califica como “catedral de cristal”. En el libro En casa, de Bill Bryson, que salió ese mismo año de 2014 en castellano, el autor (un genio no-original, sin duda, como yo…), se sitúa la comparación con nuestro tiempo justamente en ese mismo año, y todo lo que se aprende es ameno e instructivo. En casa es, de hecho, un libro de divulgación peculiar que todo filósofo o científico debería leer, a ver si así ponían los pies en la verdadera materialidad de la vida histórica. Hoy, que estamos perdiendo el mundo por la doble vía de destruir la naturaleza y de despedirlo cada noche desde la ventana de casa, padecemos escisiones parecidas a las del Mr. Turner de la película. Intuimos que Mundo, como tal Mundo, es lo que construimos humanamente, y que no hay gran diferencia entre lo que una madre hace con su bebé al nacer o con su propia cara por las mañanas, y lo que Internet hace con la realidad o con la información, y lo que el propio Turner hacía con el paisaje: no dejarlo como está, sino sublimarlo, elaborarlo para el ojo y el sentimiento humano, ponerlo a nuestra disposición afectiva y sensorial -algo que no hacía John Constable, mucho más descriptivo y realista, que aparece decepcionado e incomprendido en la película. Pero, a la vez, echamos de menos el Holoceno, aquel milmilenario ciclo de la vida en el planeta Tierra en que la Naturaleza regulaba los fenómenos y no la Técnica como sucede en el presente, justo desde el año en que murió Turner. Ramón Gómez de la Serna tenía una greguería genial, de 1936, que decía lo siguiente: Lo malo no es que se acabe el mundo, ¡lo malo es que con él se acaban también las descripciones! Deberíamos aferrarnos muy seriamente a esa frase del madrileño que pretendía ser chusca, y entender que naturaleza y arte son ya una y la misma cosa, y que hay que ser a la vez conservacionista e innovador con su extraña combinación posmoderna…

El final de la película es también estupendo, pero aquí vienen spoilers -lo cual, para una película de hace seis años, no me hace sentir mal. Turner, poco antes de morir, tiene todavía el impulso de saltar de su lecho a retratar la muerte, que es lo que le está esperando. Quiere pintar el rostro de eso que le acecha. Luego, en su agonía, y jarto de laudano (ese tipo de muerte con psicoactivos que practicó Aldous Huxley más de un siglo después), flipa con que su pareja es una dulce doncella y con que el Sol, la Luz, es Dios. Esto se podría considerar cursileria y facilismo por parte del director: el pintor que muere venerando la luz del mundo, como Goethe en lo suyo. Pero enseguida nos ofrece dos epílogos. El primero consiste en la viuda de Turner, limpiando los cristales de una ventana para dejar pasar mejor esa Luz, y sonriendo en el recuerdo de su cultor. Y el segundo es más amargo y más Mike Leigh: vemos a la sirvienta de Turner, fea y escrufolosa, a la que el pintor nunca había dedicado ni medio pensamiento pero sí algún escarceo sexual guarrindongo, llorar su perdida como la perdida de un verdadero amante considerado y atento. O sea, está muy bien que admiremos al Turner artista, pero humanamente dejaba que desear en algunos aspectos tanto como nosotros. Yo veo esta película, que repetiré, y de verdad creo que el mundo era más hermoso entonces, por lo menos más hermoso de ver, y en este sentido la película le hace justicia en sus decorados y atrezzos. Pero, claro, éticamente estaba en proceso, como nosotros. El clasismo inconsciente de Turner en tanto que artista del Imperio ha dado paso la maquinaria del dinero que todo lo iguala en lo basuril a la que se refería Burroughs, y no es fácil saber qué es peor; decía un poema de Paul Celan

Paul Celan

En mi mano el otoño come su hoja: somos amigos.

Extraemos el tiempo de las nueces 

y le enseñamos a caminar:

regresa el tiempo a la nuez.

En el espejo es domingo,
en el sueño se duerme,
la boca dice la verdad.

Mi ojo asciende al sexo de la amada:
nos miramos,
nos decimos palabras oscuras,
nos amamos como se aman amapola y memoria,
nos dormimos como el vino en los cuencos,
como el mar en el rayo sangriento de la luna.

Nos mantenemos abrazados en la ventana, 
nos ven desde la calle:
tiempo es de que se sepa,
tiempo es de que la piedra pueda florecer,
de que en la inquietud palpite un corazón.
Tiempo es de que sea tiempo.

Es tiempo.

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