El reciente Premio Nacional de las Letras 2020, Luís Mateo Díez (Villablino, León, 1942) cuenta en su haber con diversos atributos que le hacen claro merecedor de tal reconocimiento. Ya, con anterioridad, había obtenido el Premio Nacional de Narrativa en 1986, por La fuente de la edad y en 2000 con La ruina del cielo obtenía el Premio Nacional de la Crítica. En ese mismo año 2000, fue elegido como miembro de la Real Academia de la Lengua para el sillón I. Más tarde, con Vicisitudes, obtuvo el Premio de la Crítica de Castilla y León en 2018. Es decir que LMD, no sólo por edad sino por trayectoria literaria consolidada, es un escritor maduro que ha crecido lejos de los focos mediáticos y de cierta espuma celebrativa, pero que ha ido elaborando una sugerente trayectoria que se iniciaba con los cuentos del Memorial de hierbas en 1973, que iba a fijar de manera temprana el tono y la inclinación de LMD al cuento y al relato corto, para dar paso en 1977 a su primera novela Apócrifo del clavel y la espada.
Rápidamente el apego leonés de LMD por su propia tierra, aunque radicado ya en Madrid, iría marcando su propia singladura literaria, tanto con los ensayos sobre la región leonesa de Babia (Relato de Babia, 1981), como en los ejercicios que trenza sobre Laciana, comarca a la que pertenece su Villablino natal (Días del desván, 1997 y Laciana: suelo y sueño, 2000). Donde el peso de las ruralidad castellana en extinción va a ir destilando un personal mundo de rememoraciones, adioses e invenciones fulgurantes.
Junto a todo ello, conviene destacar la invención geográfica que realiza LMD de Celama que, para algunos estudiosos, emparentan ese empeño de LMD con los producidos por tantos otros escritores que han precisado idear un territorio en el que asentar sus ficciones. Desde el Yoknapatawpha de Faulkner, al Macondo de García Márquez, desde la Santa María de Juan Carlos Onetti a la Región de Juan Benet, componen muestras de identidades territoriales de diversas ficciones. Un territorio, el de Celama, en el que asentar sus invenciones más urgentes y soleadas como El sol de la nieve o El día que desaparecieron los niños de Celama (2008) y que anticipa la desolación del páramo tanto, como la despoblación rural y la soledad del medio. En una captura próxima a la realizada por el vallisoletano Delibes en su visión herida de la ruralidad, y que va a marcar a LMD más que a otros escritores leoneses como Jesús Torbado (León, 1943), Andrés Trapiello (Manzaneda de Torío, 1953) o Julio Llamazares (Vegamián, 1955).
Una desolación del páramo que dio pistas para la novela El espíritu del páramo, (1996). Y esta es una cuestión para destacar, la elegancia y seriedad en la denominación de sus trabajos, atributo que comparte LMD con Vicente Molina Foix, otro autor reconocido por su maestría en la fijación de los títulos de sus trabajos, incluso de los trabajos de otros autores. Bastaría un recorrido panorámico para corroborar lo afirmado sobre la mano de LMD. Las estaciones provinciales (1982), La fuente de la edad (1986), Brasas de agosto (1989), Los males menores (1993), Camino de perdición (1995), La ruina del cielo (1999), El fulgor de la pobreza (2005), El expediente del náufrago (2008) y La soledad de los perdidos (2014), componen algunos de los títulos celebrados que esconden en sus páginas un fervor parecido al manifestado en su denominación. Y como, a mi juicio, muestra la pieza breve Azul serenidad o la muerte de los seres queridos (2010), última pieza de las por mí leídas que cierran el ejercicio de la rememoración familiar con tono funeral de lo que ya es ineludible. Describir la muerte de los próximos desde la soledad herida de las palabras.