Primero oí las voces y recordé que me resultaban familiares, que las había escuchado otras veces por la calle, quizá por la Plaza o en algún otro sitio del centro de la ciudad, en el último mes. Estaba sentado solo, leyendo y tomando un vino en una terraza, después de la consulta. Levanté la vista y lo vi al fondo de la hilera de mesas. Parecía tener unos treinta años, era muy moreno, con barba y el pelo un poco largo, vestido con una parka verde de aspecto militar, y las manos metidas en los bolsillos. Vi como se acercaba a una mesa y se inclinaba amablemente supinando su mano derecha, quizá pidiendo algo en voz baja. Si no le daban nada se enderezaba como invadido por un resorte y daba algunos pasos cortos y tensos, entonces comenzaba a mascullar frases estereotipadas y terribles, palabras malsonantes, amenazas mortales. Y por fin se acercaba a otra mesa donde se repetía lo mismo. Primero la suavidad, como si antes no hubiera pasado nada y luego, ante la frustración, la reacción estereotipada, violenta, no dirigida exactamente a nadie. Ese día después del segundo intento se alejó muy deprisa con las manos en los bolsillos, alzando cada vez más una voz tremebunda y feroz, lanzando maldiciones al cielo.
Apareció, otra vez, otro día mientras desayunábamos, vestido igual, haciendo exactamente lo mismo, lo estuvimos observando un rato, y Alberto, el joven médico que tengo la suerte de tener de residente este año, dijo: puede tener un síndrome de la Tourette. Yo estaba pensando en un trastorno mental que cuadrara, quizá un esquizotipico o un psicótico de algún tipo o quizá especulando solo con la expresión del resentimiento social de alguien en los márgenes del mundo, devorado por las drogas y una biografía oscura. Pero de inmediato recordé ese capítulo del libro de Oliver Sacks (“El hombre que confundió a su mujer con un sombrero”) que casi había olvidado en sus conceptos pero no en la sensación que me quedó de aquel “ ticqueur” llamado Ray que tocaba la batería y era imbatible al ping pong.
Así que este fin de semana vuelvo a ese capituló de Sacks, el número 10, “Ray, el ticqueur ingenioso” y me lo leo dos veces, fascinado por lo que el síndrome revela de la condición humana, de los límites y las posibilidades de nuestra anatomía, esa de la que Freud decía que constituía nuestro destino. Y es que el síndrome de Guille de la Tourette descrito por este médico francés contemporáneo de Charcot, en el tiempo de Freud y Babinski, los últimos que tuvieron una visión conjunta de cuerpo y alma, “ello” y “yo” , neurología y psiquiatría. Luego comenzó la deriva hacia una neurología sin alma y una psicología sin cuerpo, en la que todavía estamos, antes de volver a una nueva confluencia que ya se adivina desde los últimos avances interdisciplinares de las neurociencias.
Y es que el síndrome de la Tourette emerge del cuerpo y se expresa en un entorno cultural donde los individuos que lo padecen pueden adaptarse en mayor o menor medida, según el contexto social y la capacidad de significación del propio individuo, en un ejemplo de hasta qué punto son inseparables la naturaleza y la cultura. “Se cree que el ST es el resultado de una interacción compleja entre factores sociales y ambientales y múltiples anomalías genéticas. Varios estudios sugieren una alteración en el circuito cortico-estriatal-talámico-cortical (mesolímbico), que conduce a la desinhibición del sistema motor y límbico. La base genética del ST sigue siendo difícil de alcanzar”, dice el UpToDate actualizado a 18 de Septiembre de 2020). Dice también Sacks respecto de sus características: “El «síndrome de Tourette», como se le denominó inmediatamente, se caracteriza por un exceso de energía nerviosa y una gran abundancia y profusión de ideas y movimientos extraños: tics, espasmos, poses peculiares, muecas, ruidos, maldiciones, imitaciones involuntarias y compulsiones de todo género, con un humor extraño y juguetón y una tendencia a juegos de carácter extravagante y bufonesco. En sus formas «superiores», el síndrome de Tourette afecta a todos los aspectos de la vida instintiva, imaginativa y afectiva; en sus formas «inferiores», y quizás más comunes, puede haber poco más que impulsividad y movimientos anormales, aunque aparezca, incluso en este caso, un elemento de rareza.”
Cuenta Sacks que a principios de 1971 el Washington Post se había interesado por sus pacientes postencefaliticos que parecían dormidos para siempre y habían despertado milagrosamente al administrarles L-Dopa para después entrar en una fase de “agitaciones incontrolables, impulsos violentos, combinados frecuentemente con un humor bufonesco y extraño”. Entonces escribió un artículo sobre los “Tics” que le hizo recibir muchas cartas de gente afectada por ellos. Así conoció a Ray, que por entonces tenía 24 años y estaba bastante incapacitado por múltiples tics violentos que se producían en descargas cada pocos segundos. Esto le había producido muchos problemas en la vida aunque había conseguido sobrevivir a ellos y llegar a estudiar en la universidad. A pesar de eso le habían despedido después de varios trabajos “por los tics y por su impaciencia, su belicosidad y por su descaro inteligente y tosco“. Además tenía coprolalia en algunas situaciones o ante algunos estímulos como con la excitación sexual. Sin embargo no todo era negativo en los síntomas y Ray tenía también una notable sensibilidad musical que lo había llevado a ser batería de un conjunto de jazz, los fines de semana, donde era famoso por su improvisaciones súbitas y maravillosas que surgían de tics que entonces se convertían en una ventaja. También era muy bueno jugando al ping pong debido a la rapidez anormal de sus reflejos y sobre todo a sus “tiros frívolos, nerviosos y muy súbitos” que eran sorprendentes e inalcanzables para el rival. Solo se libraba de los tics en el sueño o cuando nadaba, cantaba o trabajaba rítmica y regularmente, cuando encontraba una “melodía cinética” que lo libraba de tensión.
El síndrome de la Tourette es un reflejo, lo mismo que el parkinsonismo y la corea, de lo que Paulov llamó “la fuerza ciega del subcortex”, y en él están afectados el tálamo, el hipotálamo, el sistema limbico y la amigdala que es donde se alojan los determinantes básicos, afectivos e instintivos, de la personalidad. Sacks, a esas alturas, ya se había dado cuenta de que a Ray le ocurría lo contrario que a sus pacientes postencefalíticos, tenía un exceso de dopamina que podía reducirse con un antagonista de ella: el haloperidol. También sabía que esa droga podía mejorarle pero no iba a ser suficiente porque su cerebro tenía también cambios mucho más sutiles que hacían que no hubiera dos pacientes iguales, ni que los días fueran iguales en cada paciente. No solo había que dar esa medicación sino también ayudarles a buscar un nuevo enfoque existencial, a adaptarse a sus nuevas sensaciones, a lo que ahora ya no iban a sentir ni a poder hacer.
El haloperidol fue muy eficaz para Ray y con la primera inyección quedó libre de tics por dos horas. Pero al ponerle un tratamiento diario sintió que su vida cambiaba a otra muy distinta que no le gustaba demasiado. Todo se había alterado, sus reflejos ya no eran rápidos, no tenía las mismas sensaciones, ya no tocaba igual la batería ni jugaba igual al ping pong, ni tenía agudezas ingeniosas y además, a veces, aparecían tics muy prolongados en los que se quedaba paralizado, casi en posturas catatónicas. “Supongamos que pudiese usted quitarme los tics. ¿Qué quedaría? Yo estoy formado por tics…no hay nada más.” le dijo, y entonces Sacks recordó que algunos de sus pacientes postencefaliticos que tuvieron síntomas similares cuando eran muy sensibles a la L-Dopa habían podido superar los síntomas si llevaban una vida rica y plena como si el equilibrio existencial o la estabilidad de un determinado tipo de vida significativa para el paciente pudiera superar un desequilibrio fisiológico grave.
Así Sacks vio a Ray una vez a la semana durante tres meses donde imaginaron lo que sería su vida sin tourettismo, todo lo que podía ofrecerle sin esas sensaciones y capacidades que había tenido desde los cuatro años, lo que valoraba profundamente en su interior y que había sido aplastado por el síndrome pero no destruido del todo, las potencialidades curativas que todavía latían en él para una vida significativa sin síntomas. Así cuando de nuevo le puso el Haloperidol, a dosis muy bajas, se vió libre de tics pero sin los efectos negativos que había tenido antes y así siguió durante años. Además, con el tiempo, hallaron un interesante punto de equilibrio existencial. Los fines de semana Ray dejaba de tomar la medicación y entonces recuperaba ciertas cualidades que le permitían gozar de la batería y recuperar su antiguo carácter fíbrolo, ingenioso y frenético. “Tener el síndrome de Tourette es delirante, es como estar borracho siempre. Con el Haloperidol todo es tedioso, uno se vuelve normal y sobrio, y ninguna de las dos situaciones es de verdadera libertad… ustedes los «normales», que tienen los transmisores adecuados en los lugares adecuados en los momentos adecuados en sus cerebros, tienen todos los sentimientos, todos los estilos, siempre a su disposición: seriedad, frivolidad, lo que sea más propio. Nosotros los que padecemos tourettismo no; nos vemos forzados a la frivolidad por nuestro síndrome y nos vemos forzados a la seriedad cuando tomamos Haloperidol. Ustedes son libres, tienen un equilibrio natural: nosotros hemos de sacar el máximo partido de un equilibrio artificial.” le escribió a Sacks.
Pienso en ese hombre que vocifera por las calles, en si tendrá un Tourette u otra enfermedad mental, en lo que puede haberlo llevado hacia allí. En lo que tenemos dentro del cerebro, en lo que puede activarse o bloquearse, quizá todos los recuerdos o muy distintas posibilidades de percepción. Lo que puede ponerse en marcha quimicamente o con un cambio estructural como un ictus o, lo más interesante, con un cambio de relaciones o de contexto social: con una vida satisfactoria y plena. Lo que podríamos haber sido por encima del techo de cristal de lo que creemos ser. Las posibilidades que fascinaron a Timothy Leary y casi le hicieron levantar los pies del suelo. Lo que a veces pueden conseguir un cierto tipo de médicos, con verdadera capacidad de curar, que quizá puede estar desapareciendo en el maremagnun rutinario de la simple técnica (siempre necesaria pero a veces no suficiente) sin alma.