Para GGG que les pone canciones a los sueños
La fascinación del quirofano del Hospital Provincial antiguo a mediados de los setenta. El chico que quería ser médico y al que su profesor de biología, que era cirujano, le proporcionó un contacto para que pudiera ir por allí en el verano de COU. El olor tan intenso a los desinfectantes de entonces, a formol, a yodo, a alcohol. Los armarios metálicos donde reposaba el material quirúrgico como si las pinzas o los separadores fueran crustáceos plateados, inmoviles y amenazantes. La gran lampara refulgiendo en los azulejos blancos, en las batas blancas, en la sangre muy roja que manaba de los cuerpos abiertos. La familia en la puerta esperando, expectante y aterida. El paciente dentro en la cama, con la carpeta de la historia clínica encima, solo en un espacio intermedio y vacio entre dos mundos, deslumbrado por los tubos fluorescentes del techo, mirando perdido a las musarañas o buscando, con los ojos muy abiertos, una mirada conocida, un gesto complice de la gente embozada que pasaba de vez en cuando por su lado, quizá perdido en el tiempo y en los recuerdos agolpados de una vida entera, temiendo siempre la posibilidad de no despertar del sueño en el que iban a sumergirle.
Es tremebundo pensar lo que era la cirugía hasta que, a mediados del siglo XIX comenzaron a utilizarse los gases anestésicos y se inició la posibilidad real de mitigar el dolor. Las extracciones de dientes, las amputaciones, las heridas de guerra, las fracturas abiertas, los partos, todo “a lo vivo”, entre gritos, vómitos y pus, con cirujanos que actuaban muy rápido y con instrumental muy sucio porque aún no se habían descubierto los microorganismos, ni se aplicaba la asepsia. El azar y la curiosidad en una dimensión donde el progreso ha sido incuestionable a pesar de que tantas veces se olvide. Lo que observó Horace Wells en aquel circo en el que Gadner Q. Colton aplicaba el “gas de la risa” (óxido nitroso) a cualquier voluntario que quisiera divertirse, el que dijo no haber sentido dolor cuando se golpeó la cabeza con el suelo, sus primeras pruebas exitosas con las extracciones de los dientes, su fracaso cuando trató de presentar sus investigaciones en el Massachusetts General Hospital (porque no sabía que el alcohol que había bebido el paciente neutralizaba el efecto del gas) y su adicción final al cloroformo que ya había sido descubierto. El éxito en el mismo escenario de Willians Morton con el éter. El cloroformo que aplicó John Snow al octavo parto de la Reina Victoria que terminó dando el espaldarazo a la anestesia. Todo lo que puede leerse con fascinación en “El siglo de los cirujanos”, el magnífico libro de Jürgen Thorwal, o vislumbrarse en “The Knick” , la serie de televisión dirigida por Steven Soderbergh.
El anestesista en el que nadie se fija, al que casi nadie conoce por su nombre ni sabe muy bien lo que hace, siempre detrás de los cirujanos que operan ensimismados, un poco escondido tras las sábanas verdes o azules que delimitan los espacios quirúrgicos, silencioso entre los pitidos de los monitores y los tubos, los endoscopios o las ampollitas que contienen sus liquidos milagrosos. Sin embargo es el que hace posible todo, el que mantiene la vida en su justo termino para que se pueda trasplantar un corazón o quitar una vesícula. El que aquieta el pulso excesivo o el que lo alienta, el que vuelve a poner el latido en marcha si se pierde. El que pone la sangre o los líquidos que se necesitan para mantener el equilibrio hemodinámico, el que despierta y luego se encarga de todo, también de que no haya demasiado dolor o sufrimiento. El que tiene poco tiempo para hablar con el paciente pero quizá el suficiente para decirle algo amable justo antes de partir, precisamente en ese estado de indefensión, cuando todo a su alrededor comienza a agitarse y se oyen ruidos metálicos y murmullos y todo queda muy lejos. O el que puede proponerle algo inesperado y sorprendentemente significativo: ¿qué canción le gustaría oir antes de dormir?
Resumir la vida en una canción, en la sensación de alegria o de esperanza que puede producir, la que puede disolver el miedo unos instantes y devolver la fuerza que parecía perdida, la que puede evocar lo que tanto se amó, los viejos tiempos perdidos o los que solo están comenzando, lo que hay que decidir en un instante y por eso cualquier eleccion tiene tanto que ver con lo significativo de una biografía. El jóven anestesista (mi hijo) que lleva haciendo eso un par de años ahora que es tan facil: un altavoz, spotify y un poco de empatía. Las posibilidades de sabiduría e interacción humana que propicia la medicina. El placer intangible que produce a veces su ejercicio en cualquier especialidad cuando se ejerce con la actitud adecuada.
Miro la lista de canciones que ordeno a azar y trato de imaginar el perfil vital de los que las pidieron. La mujer mayor que nació en Extremadura, emigró a Alemania y terminó en Barcelona en una empresa de limpieza hasta que se notó un bulto en el pecho. El hombre de Segovia de las manos grandes, como las raices de un arbol, que trabajaron el campo y luego condujeron un taxi hasta que le falló la próstata. La psicologa que acababa de encontrar un nuevo amor cuando comenzó a dolerle el abdomen. El chico de telepizza que iba en una moto cuando un coche se lo llevó por delante. El empresario con covid que casi se queda sin pierna por una embolia cuando ya le iban a dar el alta. El rockero que comenzó a marearse mientras tocaba la guitarra acústica y tenia un tumor cerebral. El albañil viudo que se olvidó de la sangre que anunciaba el tumor que le crecía en el colon.
Las vidas que pueden imaginase alrededor de una canción, del último refugio antes de irse a dormir …
Éstas son algunas de las canciones que los pacientes han pedido antes de ser anestesiados
Vi la primera temporada de The Knick. No me pareció que tuviese mucho recorrido.