Los fuegos de la ciudad elevan su sedoso abanico al cielo. En la tierra, entre las sinuosas columnas de humo, las tropas enemigas se abren paso. Unos se esconden, otros salen al encuentro de los piqueros y de los arcabuceros que farfullan en extraños vocablos ofreciendo su colaboración. Algunos más, en cambio, han emprendido el camino del exilio. Entre la multitud que avance despacio por la carretera, un hombre anciano y frágil nacido en las entrañas del país de los invasores se dirige, una vez más, hacia el hogar prometido, quizá para encontrar, de una vez por todas, su final. Amberes ha sido ocupada, en Fráncfort le han prometido la ciudadanía plena, a pesar de ser extranjero. Sólo su fe le sostiene. Por eso mantiene el pulso al destino, con mirada cansada, mientras se asegura que la caravana de migrantes se mantiene a salvo del fugaz capricho de los mercenarios que se nutren de la violencia asesina de la guerra.
Casiodoro de la Reina sigue siendo uno de los grandes hombres de la intelectualidad y de las letras españolas. Máxime cuando su periodo histórico fue el Siglo de Oro, contexto en el que pasaron a la historia pintores como Velázquez, escritores y dramaturgos como Lope de Vega o Miguel de Cervantes, o pensadores como Baltasar Gracián. A Reina le quedaría, en cambio, el mal sabor de boca de la perpetua diáspora. La España de su época le obsequió con la quema de un pelele que le simbolizaba, auto de fe consumado por una Inquisición enrabietada por no poder ajusticiar al original de carne y hueso, declarado hereje. Por su parte, iglesias protestantes como la calvinista también habían prohibido sus libros, además de poner precio a su cabeza. Él, que había tenido que huir de su Badajoz natal por no estar de acuerdo con la contrarreforma católica, tuvo que emigrar a Inglaterra, al abrazo de los anglicanos, tras señalar la barbarie de supuso la quema del médico aragonés Miguel Servet en la ciudad protestante de Ginebra. Sin embargo, le quedaba en la manga el as de su ingenio y el peso de su obra. Una obra teológica que, en contra de la voluntad de muchos, pasaría a la historia.
La Biblia del oso, como se le conoce popularmente, es su trabajo más destacado. Fue su más ambicioso proyecto, escrito, además, en español áureo, es decir, el que se hablaba y se escribía en su tiempo. La grandeza de esta versión de la Biblia es simple, pero por ello, precisamente, resulta tan trascendental: marginando el referente de la Biblia Alfonsina del siglo XIII, la primera escrita en lengua vernácula, la versión de Casiodoro de la Reina cuenta con una traducción directa de copias de los libros originales en latín, griego y arameo. Se trata de una edición ciudada de la Biblia, limpia de multitud de las interpretaciones clásicas, al menos desde el punto de vista católico, y que se sostiene en la fidelidad a las fuentes originales que estuvieron en manos del clérigo extremeño. Si bien es cierto que el silenciamiento oficial redujo su impacto en su época, la erudición del autor y la pulcritud del trabajo enseguida situaron La Biblia del oso ante el interés de los principales teólogos de la época, incluso entre los españoles. Más aún teniendo en cuenta que durante la monarquía de Felipe II, España y su cultura serían las predominantes en los cinco continentes. No sería en cambio hasta el siglo XIX cuando Marcelino Menéndez Pelayo, en su libro Historia de los heterodoxos españoles, recuperó la memoria de Casiodoro de la Reina y de otros tantos prohombres deliberadamente olvidados a lo largo de nuestra historia.
Es por su gran valor literario y científico que Editorial Alfaguara acaba de lanzar una edición en estuche de esta particular traducción de la Biblia cristiana. Dividida en cuatro libros de distintos colores, en un tamaño que se adapta muy bien en peso y en dimensiones en las manos del lector, se trata de una propuesta agradable, que preserva la versión original y la rescata para nuestra época. A la admirable labor de los editores de Alfaguara al escoger recuperar esta obra maestra de la literatura española se suma la posibilidad que ofrece a los lectores hipanoparlantes de hacerse con un tesoro único para su patrimonio bibliófilo. Hagan caso al oso de la portada: les prometo que las mieles de la colmena del saber caerán en sus manos, libres de aguijones comerciales, si escogen esta Biblia entre las biblias.