“En ninguna parte hay pipa alguna.”
Ceci n´est pas une pipe (Ensayo sobre Magritte), M. Foucault. 1973
Europa Press
24/09/2009
El dibujo «Ceci n´est pas une pipe» de René Magritte, fue robado esta mañana a plena luz del día por dos ladrones, uno de ellos armado con una pistola, en un museo dedicado al pintor belga en Bruselas, según informó la Policía local.
El robo se produjo hacia las 10:00 horas por dos hombres que no iban enmascarados sin que se produjera ningún disparo ni hubiera heridos, señala la agencia belga citando fuentes policiales, precisando que a continuación los dos ladrones huyeron a pie y posteriormente se subieron en un coche.
I. Esto no es un atraco
Cuando la campanita del dintel sonó, el anticuario dejó de contemplar la nube de motas de polvo que flotaba entre sus antigüedades. Achicó los ojos para enfocar la figura enmarcada bajo la puerta de entrada, quieta, como sostenida por la vibración del bronce. Comprobó que era un hombre con traje gris y corbata roja, tocado con un bombín impecable bajo el cual no había un rostro, sino una especie de máscara con forma de manzana verde rematada con un penacho de hojas verdes que rozaban el ala del sombrero.
– ¡Esto es un atraco! –dijo la voz tras la manzana.
Ya sabía él que se arrepentiría de andar enredando con ladrones de museos del circuito bajofondista europeo. Pese a todo, aceptó la oferta de los belgas aquellos con la plumilla de la pipa, y tenía delante la consecuencia: el de la cara de manzana le apuntaba con algo a través del bolsillo de la chaqueta.
Paralizado por una mezcla de miedo, rabia y autocompasión, el anticuario no reaccionaba. Fue su esposa la que, al salir de la trastienda y ver a contraluz la escena, tomó la iniciativa. Abrió un cajoncito del mostrador, empuñó una pistola de cañón corto y no sólo se la acercó a su marido, sino que tuvo que ponérsela entre las manos temblorosas, amartillar el percutor, ponerle un dedo sobre el gatillo y encañonar al enmascarado.
– ¡Dispara! ¡Vamos! ¿A qué esperas? –ordenó a su esposo, que sostenía el arma como si sujetara un paraguas bajo un chaparrón de pánico.
La manzana con bombín, lejos de amedrentarse, dio dos pasos decididos a través del pasillo estrecho que formaba el género amontonado y cubierto de telarañas y pan de oro desde la entrada al mostrador.
El anticuario se dijo que fuera lo que Dios quisiera antes de apretar el gatillo. Lo quisiera Dios o no, lo que fue es que el pecho del asaltante estalló, como si una mano invisible le hubiera colocado un ramo de rosas reventonas en el ojal de la solapa. La sangre caramelizada barnizó el nogal, el boj y otras maderas. Al tiempo cayó a plomo sobre sus espaldas, quebrando algunos baldosines que dejaron de anticuar y cotizar al alza en ese mismo instante.
La anticuaria se llevó las manos a la boca, ahogando el grito que hizo que su marido entreabriera los ojos para ver al tipo de la manzana despatarrado y dando los últimos estertores, tan ensangrentado que parecía que la corbata roja se había estirado para cubrirlo por completo.
Entonces el anticuario separó los labios tan poco como los ojos y balbució:
–Es imposible. Esto no es… el armero dijo que esto no es…
II. Esto no es una pipa
–Esto no es una pipa –había dicho el armero la semana anterior–. Lo parece pero no lo es.
La pareja observaba fijamente la pistola chata y oscura, acostada dentro de un pequeño maletín de poliéster acolchado que el comercial de artillería había dejado abierto sobre el mostrador.
– ¿Qué es entonces? –había preguntado el anticuario encogiendo los hombros.
– Usted no quiere hacer daño a nadie, ¿verdad?
–Esto es idea de mi mujer –había susurrado el anticuario.
Como lo había sido salir del pueblo. Como coger el traspaso de la tienda de antigüedades de su tío Ildefonso. Como cuidar al tío Ildefonso para vivir en su pisito en una oscura entreplanta. Como adoptar a un crío chino de doce años. Como tener dos gatos. Como no caparlos. Como todo, como absolutamente todo, había sido idea de su mujer, que aludida, intervino.
–Hemos adquirido género sensible y hay mucha inseguridad en el barrio últimamente. Los seguros no cubren cierta mercancía. Mejor prevenir.
El anticuario pensó en dar media vuelta, salir de allí hacia la estación y volver al pueblo. Pero no lo hizo. No porque fuera un cobarde -que también-, sino porque no tan en el fondo albergaba la esperanza de que, después de todo, aquella plumilla de la pipa, con la misteriosa leyenda en francés, lo alejara del húmedo semisótano de Ildefonso; de la tienda de antigüedades; de los ácaros y las polillas; de los gatos en permanente celo; de Juan Chang y, sobre todo, de su mujer.
–Es una pistola de fogueo. Un arma intimidatoria. Basta con enseñarla –dijo el armero.
– ¿Y si el asaltante va armado? –El anticuario no quitaba ojo del arma.
–Entonces, usted dispara primero.
–Al techo, claro.
–El agresor tomaría la iniciativa –negó el armero agitando la cabeza. –Debe disuadirlo disparando primero.
– ¿Y es totalmente inofensiva?
–Como mucho podría quemar las retinas a cierta distan…
–¡No, no! ¡Eso no es lo que…! –interrumpió el anticuario antes de ser interrumpido.
–Apunte siempre entre el cuello y la cintura. –El armero se acarició con el índice el espacio entre la nuez y el ombligo.
–No se hable más. Nos la quedamos –sentenció la anticuaria, cerrando el maletín.
III. Esto no es un cadáver
–… no es un arma –terminó de decir el anticuario, con la pistola aún humeante entre las manos.
Pero tenía delante un cuerpo. Un cuerpo con un manantial escarlata en el pecho. Mientras veía a su mujer acercarse sigilosa al bulto ensangrentado, lo único que el anticuario movía era la barbilla, que temblaba por su cuenta. La anticuaria, decidida, pisó con la punta del zapato el vientre del asaltante. Después se agachó, le sacó la mano del bolsillo para tomarle el pulso y descubrió que no sujetaba más arma que los dedos índice y corazón desplegados.
El repentino homicida apenas veía, rodeado de una bruma de culpa a través de la cual distinguió, como si estuviera a cincuenta metros, el rostro inexpresivo de su mujer. Más que escuchar su voz, leyó la caligrafía carmín de sus labios.
–Lo has dejado frito. Tieso. Reventado. Caput. Exánime, querido.
Antes de que terminara el informe forense, el anticuario se dirigió hacia la trastienda. Se le estrechaba la garganta, el corazón le embestía el pecho y el estómago se le volteaba justo antes de que una idea transparente acudiera a sus entendederas.
Entró en el habitáculo, se sentó frente a una mesa herrumbrosa sobre la que se mezclaban facturas, clavos, cola y listones de madera. Por último hizo lo último que haría: meterse el cañón de la falsa pistola falsa en la boca hasta acariciarse la campanilla y, esta vez sin ayuda, encoger el dedo índice sobre el gatillo.
Bang. Con todo el estruendo que no traduce una onomatopeya.
La anticuaria, que seguía junto al cuerpo del asaltante, supo lo que había ocurrido en la trastienda. Lo supo porque ya lo sabía antes de que sonara la campanita de la entrada. Lo sabía incluso antes de que compraran el arma. Lo sabía desde mucho antes de pagar una cantidad con tres ceros por el dibujo de Magritte a los belgas. Sabía que su marido se descerrajaría un tiro culpable. Estaba totalmente convencida al trazar el plan con su joven profesor de Pilates, que no era armero ni atracador, aunque hubiera estado a la altura representando los dos papeles.
Al quitarse la manzana del rostro, el chaval se topó con la sonrisa extraña y estirada de su cómplice.
–Te lo dije –le recordó la señora–. Sabía que saldría bien – continuó orgullosa mientras le ayudaba a apoyar la espalda sobre un sifonier diez veces restaurado.
– ¡Ha estado a punto de darme en el cuello! –El falso resucitado recuperaba el aliento, dolorido bajo el chaleco antibalas y las bolsas de sirope de arándanos.
La anticuaria le cerró la boca apretándole un beso. Imaginaba entusiasmada futuras flexiones, contorsiones y respiraciones acompasadas a las de su amante en lujosas suites de hoteles. Todo pagado por los dos ceros que había añadido en trato cerrado al valor de la lámina entintada que guardaba en la caja fuerte.
El chico, nervioso, se la quitó de encima para cerrar la tienda, bajar las persianas y empezar a limpiar el jarabe rojizo y sus huellas. Tenían que preparar el escenario para cuando las autoridades levantaran acta del cuadro que el difunto había pintado tras la mesa del taller, en la trastienda. “Sin título. Casi póstuma. Soporte: gotelé sobre tabique. Técnica: a bocajarro. Materiales: plomo, pelo, sangre, muelas, masa encefálica y otros tejidos.”
IV. Esto no es un final
La campanita no sonó. Hacía meses que la habían cambiado por un timbre electrónico que funcionaba, como la nueva puerta corredera, con sensor de movimiento. Así que el señor con gafas de pasta, bigote poblado, traje y bombín oscuros, entró al local al son de un graznido automático. Caminó sobre el mármol que sustituía a los baldosines, acercándose al mostrador al tiempo que miraba de reojo los expositores: cámaras espías de última generación, micrófonos de largo alcance, grabadoras ultra minúsculas, cajas de seguridad de todos los tamaños y otros artilugios para proteger intereses materiales e inmateriales.
La antigua anticuaria tuvo un déjà vu extraño, que más que regusto de algo vivido, le trajo una amarga certeza de lo que se venía. Giró el capuchón de la pluma estilográfica que sostenía entre sus manos. Eso accionó el bloqueo de la puerta que evitaría la huida del sospechoso, además de activar un aviso luminoso en la trastienda. Acudió exprofeso al mostrador el ex profesor de Pilates; ahora flamante vendedor de placebos contra miedos infundados. Al ver al señor del bombín tragó saliva.
– ¿Qué se le ofrece, caballero? –preguntó la mujer, disimulando el miedo con un punto desafiante.
El visitante se quitó el bombín. Lo posó sobre el mostrador del revés, haciendo que oscilara sobre el hongo negro.
–Tengo un problema de seguridad –contestó el hombre con voz seca.
–En ese caso, ha venido al sitio ideal –dijo el joven tratando de templar su voz temblorosa.
–Se va de vacaciones, ¿verdad? ¿Okupas? ¿Robos en la vecindad? ¿Algo valioso que proteger? –La mujer coló una advertencia señalando al techo– ¿O una cámara de seguridad como esa, para evitar disgustos?
El hombre agitó el bigote al negar con la cabeza.
–No, no. Mi problema no es de falta de seguridad, sino de total seguridad –dijo sonriendo con ojos tan inexpresivos que parecían dibujados sobre el cristal de las gafas.
Metió la mano en el bombín y sacó el dibujo a tinta de Magritte que había pagado todo lo que les rodeaba. También el asilo del tío Ildefonso. Y el internado exclusivo de Juan Chang. Por supuesto la entrada del casoplón en la sierra, donde los gatos desaparecían durante días. Sin olvidar algunos cruceros de varias lunas con cada vez menos miel.
– ¡Total seguridad! La total seguridad de que este dibujo es una falsificación, y ustedes engañaron a mis representados ¡Esto no es “Esto no es una pipa”! –Hizo con la lámina confeti que arrojó sobre la señora y el chaval.
–No sé qué ha podido pasar, pero en ese caso seríamos tan víctimas como sus representados –acertó a decir ella, clavando sus uñas de porcelana en el vidrio del mostrador.
El bigotudo metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta para sacar un objeto pequeño, lustroso y recortado. Se lo llevó a los labios, y la pareja volvió a respirar: no era más que una pipa parecida a la que habían visto desaparecer sobre la lámina desgarrada.
–Estoy segura de que podemos llegar a un acuerdo para reembolsar al menos parte de…
–Somos profesionales, conocemos su situación financiera –interrumpió el de la pipa –. No están en disposición de devolver nada a nadie, aficionados. En cualquier caso, mis clientes tienen algo más valioso que proteger que su dinero… –Escenificó una pausa dramática antes de añadir–: Su reputación.
A continuación, el profesional giró la pipa, la agarró por la cazoleta y apuntó con la boquilla en dirección a una esquina del techo. La pipa escupió un destello. Un proyectil alcanzó la cámara de vigilancia, que chisporroteó envuelta en humo blanco y dejó de grabar la escena. Acto seguido el hombre se quitó las gafas, se despegó el bigote, y los metió dentro del bombín.
La viuda y su cómplice cerraron los ojos para no ver el rostro anónimo que la cámara no había registrado. Pero ambos sabían que ya era tan tarde, que no habría tiempo por delante.
–Yo no he comprado ni vendido nada a nadie, yo no tengo nada que ver con… –lloriqueó el joven, con la boca seca y la nariz húmeda.
El desconocido señaló a los amantes con la pipa, se sacó sendos pañuelos blancos de otro bolsillo y los dejó sobre el mostrador.
–Cúbranse el rostro –ordenó –. Tengo mis manías, como cualquiera –dijo encogiendo los hombros.
La mujer y el chico se sorbían los mocos sin poder contener las lágrimas, resignados al destino irrevocable. Taparon sus cabezas con los retales blancos, y en un arrebato casi reflejo, las juntaron mientras entrelazaban los dedos de sus manos temblorosas, abrazado cada cual a quien había acabado siendo su perdición. Lo último que sintieron, casi al mismo tiempo, fue el mordisco de una pequeña alimaña en el corazón.
El ejecutor camufló el arma llevándosela a los labios. Después acomodó el contenido del bombín y se lo colocó. Cogió la estilográfica de la difunta viuda antes de dar media vuelta, giró el capuchón y cruzó el umbral cuando las puertas se abrieron a su paso.
Salió a la calle con la satisfacción del deber cumplido, girando entre sus dedos la falsa pluma, trofeo inesperado que quiso deslizar dentro del bolsillo que la chaqueta no tenía en el pecho, sólo lo parecía. No reparó en que realmente era una tira de fieltro que remedaba una apertura junto a la solapa izquierda.
Así, el dispositivo con forma de estilográfica cayó sobre los adoquines, inadvertido entre los pasos ligeros por la huida con las huellas del asesino impresas en su cuerpo metálico, a las puertas de lo que no era la escena de un crimen sin motivo.
Tan solo lo parecía.
….