Bruno Latour, que estás en las redes…

¡Las nuestras (máquinas) están inquietantemente vivas; nosotros, aterradoramente inertes! 

Donna Haraway, Manifiesto Cyborg 

Hasta donde yo sé, los tres autores que pueden ser considerados filósofos notorios e incuestionables y que a la vez se han preocupado de los efectos de los cambios tecnológicos en nuestro tiempo son Peter Sloterdijk, en el ala derecha, Donna Haraway, en el ala izquierda, y Bruno Latour, que ha cursado baja el día de ayer. De los tres, el más valioso me parecía a mí este último, puesto que su trabajo ha dado lugar a conceptos igual de técnicos que los de Sloterdijk o Haraway pero sin la fantaciencia que a mi juicio caracteriza mayormente a estos dos. No obstante, existía una cierta ingenuidad en Latour que trató de corregir en su último libro, ¿Dónde aterrizar? Esa ingenuidad tenía que ver, si yo no me equivoco, con pensar la integración entre agentes humanos, artefactos, discursos y protocolos de acción (la célebre Teoría del Actante-Red, en definitiva) en unos términos semejantes a los que Latour había empleado en sus investigaciones sociológicas primerizas de la vida en los laboratorios, en colaboración con Steve Woolgar. No es lo mismo, desde luego, tratar de epistemología al final de los años setenta, cuando nuestro mayor problema fueron las crisis del petróleo, que en la actualidad, cuando podemos saltar por los aires por un holocausto nuclear -porque esto es como un arbolito de Navidad: una vez que se enciendes una lucetita lo hacen todas las demás, animando la noche gélida y abismática…- o degenerar lentamente a causa de la agonía climática. Es por ello, creo, que Latour publicó en 2018, justo antes de la pandemia, ¿Dónde aterrizar?, un libro lúcido pero algo demasiado bien escrito y prolijo para ser efectivamente útil (un vicio muy propio de la filosofía francesa del que Latour se veía más o menos libre hasta ese momento).

          En lo que, en cambio, Latour no era nada ingenuo era en la cuestión de la verdadera naturaleza de la práctica científica. En semejante campo los ingenuos son siempre los otros, ingenuos y un poco tramposos también -pero eso lo digo yo, no Latour. Cualquier trabajador de la ciencia, y cuánto más bajo en el escalafón se encuentre con mayor claridad lo ve, es perfectamente consciente de los apaños y manejos en los que consiste la actividad científica misma en su tarea cotidiana, nos guste o no (como, por poner dos ejemplos insuperables, cuando nada menos que un Newton se sacó de la manga la acción a distancia o un Einstein las constantes cosmológicas), y, sin embargo, ante el gran público gustan de aparentar que los resultados que nos ofrecen han sido obtenidos mediante la limpia e impersonal aplicación del método científico -pero en tal caso uno se podría preguntar que cuál de ellos… Latour y Woolgar dedicaron su tiempo en los setenta y ochenta a una pesquisa sobre el terreno de esa falacia, a fin de poner de manifiesto simplemente la realidad, como cuando un niño descubre que sus padres también se equivocan, también se doblegan ante sus necesidades fisiológicas y también fueron niños alguna vez. A partir de ahí, Latour salió propulsado a la exploración de las relaciones entre el instrumental y los humanos, la mente y la máquina, el discurso y su praxis. Descubrió que ya no éramos modernos, precisamente porque la red de factores que hacen posible un acto cualquiera de conocimiento es sumamente más compleja de lo que imaginaron los teóricos de la modernidad. Y, así, del constructivismo pasó al pluralismo, un pluralismo ontológico sofisticado, consiguiendo evitar con esas maniobras las consecuencias más nefastas y delicuescentes del foucaultismo, que aún hace estragos entre nosotros.

          Recuerdo que en mitad de la cuarentena dura circulaba un video como de media hora de Latour, casi en bata y metido en su casa como todos, proponiendo su diagnóstico particular de la situación. Estaba muy bien, dentro de la improvisación general de aquellos días. No acertaba en nada, me parece, pero nadie nunca acierta acerca del futuro, a no ser que sea él quien lo determine, que es el exacto privilegio de los poderosos (tu jefe adivina en la forma de las nubes o en las tripas de una cabra que mañana estarás en la calle y puedes estar seguro de que no fallará…) En un mundo en que, según se nos dice, la variedad de tecnofósiles que pueden ser hallados en la corteza terrestre es ya más abundante que la propia diversidad de los seres vivos (teniendo en cuenta además que el número de especies de éstos va en franco y serio retroceso), nada es como solía ser, y todos nuestros marcos teóricos precisan de una puesta a punto urgente. Haraway habla del presente no como “antropoceno”, sino como “chthuluceno”, y yo creo que se refiere, entre otras cosas –su escritura me resulta un tanto confusa- al hecho que todo va a adquirir un aspecto un poco monstruoso también en el sentido de la mezcolanza futura entre vida humana, animal y maquinal, que ella considera altamente positiva, pero que es en cualquier caso inédita. Latour, en fin, fue esa clase de pensadores todoterreno que necesitamos ya, que necesitábamos más que comer ayer por la tarde, y por eso le deseamos desde aquí que los estratos de tecnofósiles le sean leves…  

 

El fantasma de Sócrates me ronda, Delmore Schwartz 

El fantasma de Sócrates hoy me ronda, 

notoria muerte lo ha dejado salir, 

se me acerca con una torpe reverencia 

diciendo con su gastada voz 

que desconozco, ignoro 

que los maquinales caprichos del anhelo 

son todas esas elecciones conscientes. 

La mariposa enjaulada en su enérgica luz 

es mi único día en la enorme noche del mundo. 

El amor no es amor 

es un niño chupándose el dedo 

mordiéndose el labio. 

¡Pero tómalo todo, quizá haya más que eso! 

Desde el infinito cielo hasta el desfondado piso 

con la pesada cabeza y la punta del dedo 

no todo es falso, obsceno y escaso. 

Sócrates está junto a mí, inmóvil, 

demuestra confianza a mi titubeante placer 

y mientras señala el severo azul del cielo 

-¡Viejo Noúmeno, hazte realidad, realízate! 

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