El mundo cambió entre el final de la serie de televisión The Good Wife y el comienzo de su secuela: The Good Fight. 2016. El año en que las democracias modernas empezaron a tambalearse con la salida del Reino Unido de la Unión Europea y la elección de Donald Trump como 45 presidente de los Estados Unidos. Un terremoto que en el lustro que le ha seguido nos continúa recordando que la realidad siempre supera la ficción.
Los guionistas principales, el matrimonio formado por Michelle y Robert King, no han dejado títere con cabeza. La trama ha seguido los titulares de actualidad emborronando la línea entre la realidad don quijotesca que vivimos y la vida de los personajes. Durante estas seis temporadas han aparecido varios escándalos de Trump: desde su cinta con prostitutas hasta los entresijos de su Impeachement. Y no ha sido el único. Otras figuras como Clinton, Ginsburg, Putin; más miembros del clan Trump, incluyendo Melania – que busca una abogada especializada en divorcios -; y Epstein – cuyo pene congelado hace de secundario – también han aparecido. Hay que reconocerlo. Se han y nos han vuelto locos.
Soy fiel. Si empiezo un libro, lo acabo. Y lo mismo ocurre con películas y series. Pero The Good Fight ha sido mucho más. Una cocaína intelectual que huye de lo políticamente correcto, ya que todos – y todas- podemos ser unas ratas miserables, como diría la cómica Victoria Martín. Y así lo reflejan los personajes y las tramas de esta serie.
A través de la historia de Diane Lockhart, y su trabajo en un bufete de abogados especializado en brutalidad policial en Chicago, hemos recorrido las idiosincrasias del sistema judicial y la democracia estadounidenses, con sus fracturas y alcantarillas. Diane es una mujer blanca con convicciones, y con dinero, enamorada de un Republicano miembro de la Asociación Nacional del Rifle – uno de los grupos de presión más influyentes en la política estadounidense –, y que acaba recurriendo a alucinógenos y otras técnicas poco ortodoxas para gestionar una realidad que ha dejado de entender.
La primera y segunda temporadas son algo transitorias. Pero aportan dos ingredientes clave. El primero es que Trump se convierte en un personaje más. Un acierto de los King, que percibieron la obsesión que le teníamos millones de personas. Esta manifestación del resurgir de supremacistas blancos de extrema derecha en primetime ha seguido evolucionando hasta el final de la sexta temporada, cuyos diez capítulos trascurren mientras hay disturbios en la calle. Una guerra civil en ciernes. El segundo factor de éxito ha sido poner el foco en las vivencias de abogados negros, con sus luces y sombras, en un bufete en el que son mayoría.
En la tercera temporada, Diane se une a grupo de resistencia anti-Trump de mujeres que llegan a tratar de hackear unas elecciones. Y nos demuestra que la legalidad deja de serlo con añadirle una i delante. La cuarta temporada fue interrumpida por la pandemia mundial. Hablando de surrealismo. Empieza con un capítulo brillante donde Diane vive en una realidad paralela en la que Hillary Clinton ha ganado las elecciones. Su alegría desaparece cuando se da cuenta de que el movimiento MeToo no existe y Harvey Weinstein es aún una voz respetada y temida en la industria. A través del misterioso Memo 618, se explora la idea de un sistema judicial profundamente corrupto que beneficia a ricos y poderosos. Esta metáfora se lleva al extremo en la temporada cinco, donde un reinventado Mandy Patinkin nos demuestra cómo la idealización de una justicia a la carta puede acabar como el rosario de la aurora. La fórmula se repite a lo largo de la serie. Los King nos dan lecciones de sobra de cómo una se puede acostar un día siendo demócrata y al día siguiente ser antisistema. Tampoco huyen del Covid, como era de esperar.
Temporada 6. Ya estamos en la era pos-Trump. La violencia se extiende, como nos avisaba el último capítulo de la temporada 5. El asalto al Capitolio está grabado en nuestra retina, y confundimos a los asaltantes reales con los protestantes ficticios en las calles de Chicago. Sus gritos y los tiros hacen de banda sonora. Aunque también hay antifa. No sabemos quién es quién. Es el caos.
En la última temporada han sobrevivido personajes como Liz Reddick – hija de un respetado activista por los derechos civiles de las personas afroamericanas y con un registro de acusaciones por violación -, Julius Cain – un republicano que votó a Donald – y Marissa Gold – hija del famoso Eli Gold que se convierte en el blanco de terroristas domésticos por judío. Los cabrones a veces son santos, y viceversa. Se saca brillo a personajes como Carmen Moyo, y descubrimos a Ri’chard – una mezcla entre pastor evangélico y Elton John-.
The Good Fight ha sido un refugio intelectual y absurdo perfecto para la época. Han usado cancioncitas y videos para explicarnos problemas y conceptos como si fuéramos estúpidos. Personajes esperpénticos nos han regalado momentos como que el dueño de Chumhum (Google, para entendernos) quiere comprar el partido demócrata y que La Roca se presente a la presidencia. Maravilloso. Y necesario. Necesitábamos esta ficción tan realista. En la última temporada se siguen explorando los límites de la justicia. Un grupo de personas negras con recursos se toma la justicia por su mano y manda a miembros de grupúsculos de extrema derecha a una “cárcel” en la Antártida. Después de un juicio, obviamente.
Christine Baranski nos ha mimado durante estos años con sus dotes actorales. Drogada, o no; maldiciendo, o no, ha dado una clase magistral encarnando a una mujer que a su edad folla más que muchas chicas de mi edad, sin hijos, y que elige el amor sobre la política. Digna heredera de Julianna Margulies. Esta serie del absurdo ha mantenido los mismos créditos de apertura desde su lanzamiento. Un tema compuesto por David Buckley perfectamente sincronizado con objetos que van explotando a cámara lenta (y que han ido variando a lo largo de las temporadas): televisores con imágenes reales, zapatos de tacón, libros de derecho y jarrones.