Ritos nupciales galantería y seducción: 3. Ciencia y sexualidad en la Edad Media

Co-autor: Carlos Álvarez San Miguel. Psicólogo

Cuando éramos capaces de certezas, antes de haber sustituido las creencias por verificaciones, nos lo tragábamos todo y comprobamos que era una dieta adecuada”

Manuel Alcántara

El periodo histórico llamado la Edad Media se inicia con la caída del Imperio Romano que había dominado hasta entonces casi todo el mundo conocido. Teodosio el Grande fue realmente el último gran Emperador Romano cuyo dominio se extendió sobre los dos grandes Imperios que fueron el de Oriente y el de Occidente. A su muerte en el año 395, repartió el Imperio Romano entre sus dos hijos: Honorio recibió el imperio de Occidente (compuesto por Hispania, Italia, Galia, Britania, el Magreb y las costas de Libia) y Arcadio el de Oriente (que comprendía la península de los Balcanes, Anatolia, Oriente próximo y Egipto). Arcadio y sus sucesores logran mantener con todo el esplendor su parte del imperio, que pasó a llamarse Imperio Bizantino, a salvo de las invasiones bárbaras y lo hicieron perdurar hasta el siglo XV. Es en este siglo cuando Bizancio, la capital del imperio de Oriente, que en honor al Emperador Romano Constantino el Grande había perdido su nombre griego y pasó a llamarse Constantinopla, fue tomada por los turcos. Por el contrario con Honorio se inicia inmediatamente la decadencia del imperio de Occidente y, tras sucesivas invasiones de los pueblos bárbaros que habían comenzado en el siglo IV, es derrotado por Alarico, que al mando de los visigodos tomó y saqueó Roma ocasionando la destrucción total de la ciudad. A pesar de esto todavía se mantuvieron algunas figuras de mandatarios, que fueron verdaderos títeres en manos de los militares, pero las sucesivas llegadas de otros pueblos bárbaros (suevos, burgundios, anglos, vándalos, alamanes, hunos, alanos, ostrogodos, visigodos, lombardos, etc.), fueron arrebatando territorios de aquel imperio en decadencia, creando nuevos estados y naciones y terminaron borrando el Imperio Romano de Occidente en el año 476, cuando Odoacro, jefe de la tribu germánica de los Hérulos, derrotó y depuso a Rómulo Augústulo, que fue el último representante de los emperadores romanos, cuyo poder y prestigio estaban ya muy deteriorados. Comenzó entonces una época de obscurantismo, un periodo dominado por el aislamiento, la ignorancia, la teocracia, la superstición y el miedo milenarista alimentado por la inseguridad endémica, la violencia y la brutalidad de guerras e invasiones constantes así como epidemias apocalípticas, como la peste negra. Durante este periodo todos los conocimientos y la cultura de la época, heredados de los griegos y romanos, fueron recopilados y mantenidos por la Iglesia Católica en los monasterios, que fueron los reductos del saber, y ésta tarea la llevaron a cabo vigilando muy de cerca los contenidos científicos, para que en ningún momento pudieran entrar en contradicción con sus dogmas y creencias de la fe cristiana.

El Renacimiento con la proclamación de la exaltación del individuo y de la apertura total a la libre adquisición de los conocimientos humanísticos y culturales para todo el mundo con la mayor libertad, marcan el fin del Medioevo. Clásicamente los historiadores lo han hecho coincidir bien con la ya citada caída del Imperio de Oriente por la invasión de los turcos y la conquista de Constantinopla o bien con el descubrimiento de América, es decir a mediados o a finales del siglo XV.

La imposición del pensamiento teocrático basado en las tres religiones monoteístas llamadas “del libro”, el Cristianismo, el Judaísmo y el Islamismo, se traducía en una lucha infatigable para controlar el pensamiento y la cultura del pueblo, haciéndole ver que todo lo que ocurría en el mundo era obra y voluntad de Dios y había por tanto que acatarlo.

Muchos asuntos se dirimían en los llamados “juicios de Dios” u ordalías, que consistían en luchas, duelos o pruebas peligrosas en las que el que salía vencedor era al que Dios daba la razón, y por eso Dios le había permitido vencer o salir ileso. Cuando querían comprobar la inocencia o culpabilidad de un acusado, por ejemplo, se le sometía al contacto de una parte de su cuerpo con un hierro al rojo vivo o se le metía en una hoguera: si tras ello presentaba cualquier lesión se le consideraba culpable y en caso contrario Dios le había protegido y eso demostraba claramente su inocencia. En otros casos el resultado se interpretaba al revés: existe en Inglaterra una silla anclada en el extremo de un balancín, a la orilla de un rio, en la que ataban a las brujas y las sumergían en el agua durante treinta minutos: si salían vivas del agua es que eran verdaderamente brujas y las quemaban en la hoguera y si se habían ahogado se habrían ido, con toda seguridad, derechas al cielo. En las zonas en las que no contaban con el balancín utilizaban el método propuesto por el más importante libro sobre las brujas escrito a finales del medioevo por dos monjes inquisidores Heinrich Kramer y Jacob Sprenger a instancias del Papa Inocencio VIII, el “Malleus maleficarum” o Martillo de las brujas, en el que proponían atar de pies y manos a la encartada y echarla al agua, si sobrenadaba quería decir que el agua de su bautismo no la admitía en su seno y por tanto era una bruja y si se hundía y se ahogaba, aunque con serias dudas, porque Dios no la habría protegido, podría ser inocente.

La lectura y escritura en la alta Edad Media estaban reservadas a los clérigos y a los conventos, aceptándose que algunos laicos pudieran acceder a este conocimiento para poder leer las Sagradas Escrituras, pero excluían expresamente de este aprendizaje a las mujeres, porque podría darles por leer cosas nocivas para la salud de su alma, sobre todo cartas de enamorados, textos pícaros o cosas por el estilo a las que por su propia naturaleza eran muy proclives. A las niñas no se las debía enseñar a leer o escribir a menos que se las destinase al convento. A partir del siglo XI se desarrollan las primeras universidades, siempre controladas por el clero, en las que se pasaron o enseñar las llamadas Siete Artes Liberales, suma de los conocimientos de la educación clásica, que incluían todo el saber académico de la época y fueron impartidas en dos niveles, el grado preparatorio llamado Trívium, (tres vías o caminos), compuesto por la Gramática, la Retórica y la Dialéctica y el grado superior o Quadrivium, (cuatro vías), en el que se enseñaban la Aritmética, la Geometría, la Astronomía y la Música. Sobre estos conocimientos se asentaron posteriormente otras muchas artes de mayor o menor prestigio como la medicina, la cirugía, el derecho, las bellas artes, las artesanías, y las “malas artes”, que eran aquellas que incluían la magia.

Como ya hemos indicado, el pensamiento científico elaborado por los griegos, que había sido recibido y mantenido por los romanos, fue perdiendo partes de su contenido debido a la decadencia del pueblo romano y a la disminución progresiva del interés por la cultura, previa al derrumbamiento del Imperio Romano de Occidente. Después, durante la Edad Media fue conservado, si bien mediatizado y frenado por la religión. Se sometió la filosofía al dogma religioso y a la teología para de esta manera demostrar la existencia de Dios y para eliminar de la ciencia investigadora todo lo que pudiera contradecir dicha existencia, de forma que el pensamiento especulativo, mágico e irracional sustituyó al razonamiento lógico de la investigación y se tuvo que aceptar la intrusión de los principios y enseñanzas de la Religión incluso en los campos de la ciencia. La religión, por definición, esta revelada por Dios y Dios ni yerra ni rectifica. Los fenómenos naturales tenían que ser explicados con la revelación y si la ciencia y la revelación entraban en conflicto, siempre se solucionaba en detrimento de la ciencia y a expensas de la Revelación: “si Dios había dictado unas ideas y una doctrina en la Biblia (o en el Corán o en el Talmud) ningún sabio humano podía refutarla”. Solamente a finales del siglo XIII y en el XIV empezaron a oírse voces en favor de la separación de estas dos realidades aconsejando que si había dudas religiosas se debía acudir a San Agustín y si la duda era sobre la ciencia médica había que fijarse en Hipócrates y Galeno.

De hecho, todos los conocimientos científicos y médicos de la Edad Media estuvieron basados en Hipócrates, Aristóteles y Galeno, con muchas aportaciones de los musulmanes y los judíos como Avicena, Averroes, Maimónides y otros que iremos viendo posteriormente. Es obligado hablar de la influencia mutua entre todos ellos, ya que los textos de los griegos se tradujeron al árabe y los de los árabes al griego y al latín. Uno de los traductores más importantes fue Constantino el Africano, que vivió bajo el dominio árabe y tras su conversión al cristianismo se hizo monje. En estas traducciones se cometieron todos los errores posibles, unos debidos al mantenimiento de muchas ideas falsas de los autores de los escritos y otros añadiendo las confusiones algunas veces intencionadas y tendenciosas de los traductores, que en su gran mayoría eran monjes y científicos religiosos, por la necesidad de adecuar dichos contenidos científicos a los dogmas y creencias de la religión para que no entraran en contradicción con sus dogmas y por último se produjeron muchas interpretaciones erróneas a causa de las dificultades para pasar de un idioma a otro las ideas científicas. Muchos de los textos, además, fueron destruidos por alguno de los fanáticos de cualquiera de las religiones imperantes con la excusa, en el caso del Islam por boca del Califa Omar, de que “si eran conformes al Corán, que es la palabra de Dios, no eran necesarios y si eran contrarios debían ser destruidos por perniciosos e inútiles” y por parte de los cristianos muchos libros y obras antiguas fueron destruidas en el incendio de Constantinopla provocado por los Cruzados en 1204. De la misma manera San Martin de Tours atravesó la Galia destruyendo templos y estatuas de mármol de los antiguos dioses.

Otro ejemplo de esta actitud lo tenemos en la Iglesia católica que aceptó la teoría de Tolomeo del geocentrismo, ya que creían firmemente que la tierra y el hombre, que eran la máxima creación de Dios, tenían que ser el centro del universo. Sólo en el siglo XV, Copérnico se atrevió a contradecir esta teoría exponiendo la del heliocentrismo. Galileo apoya esta teoría basándose en sus cálculos y observaciones, lo que le valió todo tipo de reprobaciones y anatemas por parte de la institución papal, por los que solamente algo más de 359 años después, el papa Juan Pablo II en el año 1992, le pidió perdón públicamente en nombre de la Iglesia. Martin Horky, en un panfleto contra el “Sidereus nuncius”, libro que expone las teorías de Galileo, decía: «Los astrólogos han hecho sus horóscopos teniendo en cuenta todo aquello que se mueve en los cielos. Por lo tanto los astros mediceos (en realidad las cuatro lunas de Júpiter, llamadas así en honor a Cósimo II de Medici, que no se ven a simple vista sino a través del telescopio que había sido utilizado por Galileo) no sirven para nada y, dado que Dios no crea cosas inútiles, estos astros no pueden existir». Además la Biblia da a entender una cosmología geocéntrica en varias ocasiones: «Tú has fijado la Tierra firme e inmóvil» (Salmo 93:1), y también en el Libro de Josué ( 10:12-14) en el cual se describe cómo Josué detiene el movimiento del Sol y de la Luna, y estas citas fueron empleadas como un arma “teológica” contra Galileo y sus descubrimientos. El sistema de Tolomeo aceptado por la Iglesia también imponía el concepto de una tierra plana porque si fuera redonda, decía Isidoro de Sevilla en el siglo VII, no sería posible la existencia de habitantes en Libia debido a la inclinación que allí tendría el terreno.

Sí que hubo algunos como el médico persa Rhazes que en el siglo X, viendo la disparidad entre lo observado, por ejemplo en los eclipses lunares la sombra de la tierra se veía claramente redonda, y lo que imponía la religión, dejaron entrever estas contradicciones suavemente, para evitar el enfrentamiento con la Iglesia, y dijeron que, en materia médica: “todo lo que contienen los libros vale mucho menos que la experiencia de un médico que piensa y razona”. Hubo otros que a pesar de estas discrepancias mantenían a ultranza las ideas clásicas como se destaca en el siguiente ejemplo: cuando ya se empezó a poder realizar la disección del cuerpo humano, al inicio del Renacimiento, y se vieron los errores que Galeno y Aristóteles sostenían en sus descripciones, el anatomista Jacobo Silvio contestó que “no existían esos errores, que era la naturaleza humana la que se había modificado desde los tiempos antiguos”.

La Edad Media recoge un método o un arte, incluido en los estudios clásicos ya citados, que estaba muy de moda entre los griegos a partir del siglo V aC, que era el de la Retórica, que se definía como el arte de argumentar y convencer y aunque se suponía muy necesario para el ejercicio de la abogacía y la política su uso se generalizó para todo tipo de conocimiento. De ella emanaron los sofistas, que eran capaces de argumentar cualquier aserto o idea y, a continuación argumentar lo contrario sin inmutarse, ya que lo verdaderamente importante era realizar una argumentación impecable, mientras que el motivo era algo irrelevante, solamente una excusa para poder argumentar. “Maestro, demuéstranos que Dios existe”, “Maestro, demuéstranos que Dios no existe” pedían los discípulos de un sofista y el maestro, imperturbable accedía a las dos peticiones con tesis opuestas, pero con una argumentación expuesta de forma brillante y unos resultados acordes a lo que le habían pedido. Según se pensaba en la Edad Media, hasta el desarrollo de la Retórica, la filosofía no fue más que un ejercicio solitario sin repercusión en los demás, y tuvo este arte tanto éxito que se instauró en las escuelas monásticas lo que llamaron en latín la “disputatio” que consistía en la argumentación para convencer a los demás de las ideas filosóficas y teológicas, ya que a través de la discusión lograban mejorar el aprendizaje, la comprensión de las ideas y la transmisión de las doctrinas. Con este sistema debatían con ardor los asuntos que les preocupaban, ciertamente peregrinos muchos de ellos como la cuadratura del círculo (en la que el círculo era el cielo y el cuadrado la tierra), el sexo de los ángeles, etc., o como el caso de las almas de los difuntos y su futuro: daban por sentado que las almas de los buenos irían al cielo y las de los réprobos al infierno tras el Juicio Final, pero ¿qué pasaba con ellas en el tiempo que transcurría entre la muerte y el Juicio Final? Unos decían que vagaban por los cementerios, otros que erraban por el mundo en interminables procesiones como la Santa Compaña, etc., hasta que el papa Gregorio Magno, en el año 593, decidió instituir el Purgatorio, que era como una “sala de espera” en la que permanecían las almas hasta la consumación de los siglos, y que además tenía la ventaja de que en él podían, aquellas almas que lo necesitasen, hacer penitencia y purificarse para poder entrar en el cielo cuando llegase el momento.

Muhammad Ibn Rushd, conocido como Averroes, sabio cordobés del siglo XII, fue filósofo, médico y juez e intentó conciliar la filosofía con el dogma, pero no pudo conseguirlo ya que el Corán era aún más intransigente que la Biblia y, al contrario de lo que hicieron otros muchos aceptando las imposiciones de la religión, como por ejemplo hizo Avicena, separó el campo de las ideas científicas de la religión dando lugar a lo que se ha dado en llamar el averroísmo, que fue muy bien recibido por los filósofos laicos europeos y algunos judíos pero rechazado por los fanáticos de las tres religiones que tildaron de blasfemos a los que aceptaron estas doctrinas (el propio Averroes, Maimónides, Miguel Escoto, filósofo, médico, alquimista y astrólogo medieval, etc., Roger Bacon, llamado “Doctor Mirabilis”, filósofo, científico y teólogo escolástico inglés de la Orden Franciscana, que fue perseguido y aislado en un monasterio en Francia, con prohibición expresa de escribir sobre sus ideas) y prohibieron y mandaron quemar sus libros y escritos.

La Medicina medieval fue, por lo tanto, la consecuencia y la continuación del conocimiento médico desarrollado por los griegos y que a su vez habían heredado los romanos pero cambiando lo que fue menester. En el inicio del Medioevo la enfermedad era atribuida a la acción sobrenatural de genios, demonios o de dioses iracundos y por ello los remedios se centraban en amuletos, plegarias, encantamientos, detentes, exvotos, etc. ya que la curación siempre se producía por la gracia de Dios y eso hizo que el ejercicio de la medicina fuera quedando en manos de los monjes-sacerdotes que eran los intermediarios entre los dioses y los hombres y a ellos había de recurrirse en caso de caer enfermo. Poco a poco la magia se fue mezclando con la ciencia y aparecieron entre los sacerdotes algunos médicos que empezaron a usar algunos remedios medicamentosos, apareciendo libros con la descripción de un gran número de plantas especificando sus usos terapéuticos. En muchos casos el efecto de la planta no era suficiente si no era ayudado por la magia, como por ejemplo, en el caso del Jugo de Polígono que “mezclado con pimienta detenía las hemorragias menstruales, pero era imprescindible rogar previamente a la planta que contuviera el flujo y recolectarla en jueves y con luna menguante”.

Más tarde la enfermedad se entendió como un desajuste en el equilibrio de los humores ya fuera por un designio de la naturaleza o bien debida a otros factores como la ingesta inapropiada de algunos alimentos o bebidas, el generalmente escaso ejercicio, etc. y por ello, tras un diagnóstico oportuno, hecho siempre a través del examen de la orina (el distintivo del médico en esta época medieval era la mátula, una especie de matraz para recoger y examinar la orina), se imponía al enfermo una dieta adecuada, un régimen de vida, un cambio de aires si era preciso, un tratamiento farmacológico que intentara volver a equilibrar los distintos humores, a veces cirugía y otras veces, como Platón en sus Diálogos, en boca de Séneca indicaba, había que usar de un “discurso eficaz terapéutico”, porque sin sanar el alma no se podía sanar el cuerpo.

Como ya se ha dicho, los primeros en ejercer la medicina fueron los filósofos, iniciando este camino Tales de Mileto, que tras conocer la filosofía, las matemáticas y la astronomía, quiso conocer al hombre para aliviar sus padecimientos iniciando el estudio de la física, que fue la base de la medicina racional. Fue seguido después por otros filósofos como Pitágoras, Heráclito, y Parménides que fueron sentando las bases científicas de la medicina, intentando erradicar o minimizar la creencia en la influencia de los dioses en la enfermedad y dedicándose a investigar la naturaleza del hombre. Un siglo más tarde Empédocles de Agrigento señaló que la raíz de todas las cosas buenas o malas que le podían pasar al hombre, estaba en que participaba de la misma composición que el universo ya que estaba compuesto por los mismos elementos básicos: fuego, tierra, agua y aire y con las cualidades de estos elementos que son: sequedad, humedad, frio y calor. Del equilibrio de la cantidad de estos elementos y la intensidad de sus cualidades dependerá la salud y la aparición de enfermedades en las personas. San Isidoro de Sevilla en sus Etimologías nos dice textualmente que “la carne está integrada por los cuatro elementos: es tierra en cuanto a la carne, aire en la respiración, líquido en la sangre y fuego en el calor vital”.

Fue Hipócrates de Cos el que sacó la medicina de los templos con gran disgusto y oposición por parte de los sacerdotes y la sometió al método científico de la observación y el estudio de los datos, indicando la necesidad de explorar al enfermo “utilizando los cinco sentidos”, acercándose a él con el propósito de curarle. Para él también, el cuerpo humano, en su composición, era una copia del universo y por lo tanto tenía que existir una relación entre lo que ocurriera en el universo y lo que sucediera en el organismo, y por ello se debían tener en cuenta factores como los ciclos de la naturaleza como por ejemplo los ciclos estacionales, además de las condiciones meteorológicas, las zonas geográficas, etc.

Hay que recordar que nunca antes se había llevado a cabo la disección de los cadáveres por ser una práctica rechazada por los griegos debido al respeto que tenían a los muertos, que siguió estando prohibida durante la Edad Media, y que aunque Hipócrates solo había disecado monos y cerdos, introdujo en la medicina el concepto de los humores corporales y su asociación con los elementos y cualidades antes citados, así como con los órganos en los que se producían y/o asentaban: Bilis amarilla e hígado asociados al fuego, Bilis negra y bazo asociados a la tierra, Flema o Pituita o Linfa y cerebro asociados al agua y Sangre y corazón asociados al aire.

Los humores son elementos constitutivos del cuerpo que por su fluidez circulan por el interior del organismo y se mezclan entre sí, lo que va a producir unos efectos que se pueden predecir e identificar. Como la sangre es caliente y húmeda, la flema fría y húmeda, la bilis amarilla caliente y seca y la bilis negra fría y seca, dependiendo de la cantidad de cada humor existente en cada persona se va a configurar su temperamento. En caso de existir un desequilibrio humoral acusado, el temperamento será sanguíneo si predomina la sangre, colérico si es la bilis amarilla, melancólico cuando es la bilis negra o flemático en caso de ser la linfa. Esto tiene importancia a la hora de la ingestión de alimentos que, tras ser introducidos en el organismo, “pasan al vientre donde son sometidos a un proceso de cocción regulado por el calor que procede del corazón y del frio que procede del aire que entra en el organismo por sus aberturas” y, dependiendo del tipo de alimentos y el proceso del organismo para su digestión, puede mejorar o empeorar la salud de las personas. Una persona caliente y húmeda, como es el de temperamento sanguíneo digerirá mejor un alimento cálido y húmedo y peor el que sea frio y seco. Ramón Lull, aunque no fue médico, indicó que los sarracenos no envejecían tanto como los cristianos porque comían dulces, que son alimentos cálidos y húmedos, y bebían mucha agua, mientras que los cristianos bebían mucho vino, que es cálido y seco y consumían mucha carne que perjudicaba el cerebro que es frio y húmedo; por ello recomendaba echar agua al vino para aminorar el efecto pernicioso de su sequedad y reducir el consumo de carne Todos estos conceptos provenientes de otras medicinas más antiguas fueron recogidos por Hipócrates y en ellos fundamentó la tipología temperamental que fue la base de toda la medicina medieval y que perduró mucho tiempo después, hasta varios siglos después del fin de la Edad Media.

Ib Sina, conocido entre los latinos como Avicena fue un científico persa que vivió entre el siglo X y el XI condensó en su libro más conocido, “El Canon de la Medicina”, todo el saber médico de su tiempo, siendo esta obra la primera sistematización del saber de los griegos y de los árabes, y en él compiló todas las teorías expresadas por los filósofos Aristóteles, Hipócrates, Galeno y también de los conocimientos de los médicos árabes y judíos. En esta obra empezamos a encontrar los primeros datos concretos de lo que aquí queremos estudiar: Ciencia, Cerebro y Sexualidad. Siguiendo las teorías hipocráticas, nos dice Avicena que en el temperamento del hombre predominan el calor y la sequedad y en la mujer el frio y la humedad lo que, lógicamente, como veremos más adelante, va a tener una gran importancia en todo lo concerniente al sexo. Asimismo nos informa del papel del cerebro en estos menesteres, ya que en sus ventrículos están situadas las potencias del alma todas ellas necesarias para llevar a cabo el acto sexual: la fantasía o potencia imaginativa estaría en el ventrículo anterior, el entendimiento o potencia cogitativa en el ventrículo medio y la memoria en el ventrículo posterior; en las circunvoluciones cerebrales sitúa los tres espíritus, el natural, el animal y el vital, cada uno con sus características propias, que les convierte en el centro de las sensaciones, de los impulsos y de la reflexión. Los vapores que se producen en el organismo por un desequilibrio de los humores son los responsables de muchas enfermedades y por ello deben de ser evacuados para prevenirlas. Vemos por ejemplo, cómo Avicena recomienda el coito para evacuar los vapores espermáticos que se producen a causa de la retención del esperma y que se acumula en el cerebro de los melancólicos.

Moshen ben Maimon, conocido como Maimónides era un sabio judío, médico, rabino y teólogo que nació en Córdoba en 1135 y que a pesar de profesar la religión judía, había estudiado con los árabes cordobeses. Cuando llegaron los almohades, que se caracterizaban por su fanatismo que les llevaba a obligar a todo el mundo a convertirse al Islam bajo la pena de muerte, él y su familia se trasladaron primero a Marruecos y posteriormente a Egipto, donde los gobernantes eran mucho más tolerantes. Se caracterizó por su sentido práctico y ecléctico no solo en el campo de la filosofía sino también en el de la medicina, en el diagnóstico y tratamiento de las enfermedades. Incluso se permitió enmendar al mismo Hipócrates cuando éste dice que “en la locura, es bueno el caso que se manifiesta con risas y malo el que se manifiesta con tristeza”; Maimónides dice que no hay nada en la locura que sea “bueno”. Además de otras muchas obras escribió un “Tratado sobre el coito” que se sumó a otros que trataban el mismo tema de otros autores, como por ejemplo el de Constantino el Africano, Rhazes, otro de varios autores pertenecientes a la famosa e importante Escuela de Salerno, otro de Arnau de Vilanova y algunos más que presentan algunas diferencias en sus conceptos y recomendaciones. Constantino el Africano se limita a explicar los problemas con que puede tropezar el hombre si su actividad sexual no es la adecuada, mientras que en otros, como en el del propio Maimónides, se tratan también los problemas que puede encontrar la mujer. Todos ellos explican los órganos de la reproducción y sus funciones y dan recomendaciones para evitar los excesos venéreos, ya sea por actividad sexual por el coito o por la masturbación, porque llevan consigo una pérdida del calor y de la humedad natural, lo que favorece la aparición de enfermedades como la tuberculosis, debilidad de la vista, caída de pelo, enfermedades renales, etc.

Según estos tratados, la tipología tiene una gran importancia a la hora de llevar a cabo una actividad sexual: el coito es malo para los delgados por su escasez de sangre y de semen, a no ser que el color de su piel sea oscuro y rojizo en cuyo caso ya no es tan malo; los que tienen exceso de peso, si tienen la piel de color blanco, su complexión es húmeda y fría y, aunque tienen semen en abundancia no tienen el suficiente apetito sexual; solo en el caso de los gruesos velludos y rosáceos que por tener una complexión cálida y húmeda están repletos de semen, necesitan de forma imperativa el coito para no enfermar, y así podríamos ir repasando los distintos temperamentos y su relación con el sexo. Del siglo XIII procede el siguiente esquema, que puede ayudar a sistematizar estas correlaciones según los temperamentos:

Los sanguíneos (cálidos y húmedos) desean mucho y pueden mucho.
Los coléricos (cálidos y secos) desean mucho y pueden poco.
Los flemáticos (fríos y húmedos) desean poco y pueden mucho.
Los melancólicos (fríos y secos) desean poco y pueden poco.

Naturalmente cada hombre tiene que adecuar su actividad sexual a las características de su propia complexión o temperamento, pero también debe tener en cuenta otros factores como la época del año, la edad, el momento del día y el ritmo de la alimentación. En estos tratados se explicaba pormenorizadamente los mejores momentos del año, según el ciclo estacional, los ciclos nictamerales y las digestiones de las comidas, etc., para realizar el coito, ya que éste no aprovecha lo mismo con el cuerpo repleto de alimento que vacío, o con la luna llena o en cuarto menguante. También es importante resaltar que un coito que sea respuesta a la solicitación del organismo va a volver a la persona vivaz y alegre, mientras que si se hace de forma forzada o sin ganas va a producir fatiga, preocupación y depresión. Vemos hasta qué punto estaba todo reglamentado comprobando las recomendaciones precisas de la escuela salernitana “cuando Virgo ve pasar la luna, no te cases, durante el reinado de Libra deja en paz tus órganos genésicos y cuando la luna cruza el signo de Piscis, si concibes un embrión, éste será epiléptico”.

La ya citada prohibición de la práctica de la disección de cadáveres humanos llevó a grandes errores en la descripción de las estructuras anatómicas como, por ejemplo, la de Aristóteles que, como solo había diseccionado monos, a la hora de hablar del pene, que era el encargado de llevar el semen a la vulva de la mujer, concluyó que el pene del hombre, como el de los simios, presentaba un hueso llamado “báculo” con tendones y cartílagos que le permitían alargarse y acortarse: El peso de este autor, sobre todo entre los eclesiásticos y los médicos cristianos, que como ya se ha dicho eran también religiosos en su mayor parte, hizo que en toda esta época medieval nadie lo contradijera y por ello se mantuvo esta idea durante varios siglos: “Aristoteles dixit” era la fórmula que evitaba seguir con la discusión de un tema ya que lo dicho por Aristóteles era axiomático, indiscutible.

Solo en siglo XIII, San Alberto Magno, cuya función como escolástico que era, fue la de conciliar las enseñanzas de Aristóteles con la doctrina cristiana, solucionó el problema del “hueso peneano”, evitando la discusión, diciendo que no es propiamente ni un hueso ni un cartílago, sino un grupo de ligamentos de una dureza parecida a la de un cartílago “o una sustancia relacionada de alguna manera, por su dureza, con el hueso o el cartílago” y así concluía que: “el deseo hace aparecer el cartílago”. De hecho, los encendidos debates entre los seguidores de Aristóteles y sus detractores solo terminaron cuando se practicaron las primeras disecciones humanas y se vió que el hueso peneano no existía. Los partidarios de Aristóteles en este asunto, como ya hemos visto anteriormente, solo lo aceptaron a regañadientes, concluyendo que no había habido ningún error por parte de Aristóteles, sino que estaba claro que “era la naturaleza humana la que había cambiado con el tiempo”.

En los tratados médicos de esta época medieval los órganos no eran descritos anatómicamente por su forma y textura sino que se explicaban únicamente por la función para la que Dios los había creado, buscando en todo cuanto existía una prueba más de la perfección de la intención divina. Pero a veces encuentran contradicciones que les dejan perplejos como es el hecho de que un acto impúdico y perverso sea necesario para la procreación y que además se acompañe de una sensación de placer tan intenso que se tenía como algo de origen diabólico y claramente innecesario para el fin generativo.

La gran importancia que se daba a la generación de niños en la pareja a través de las relaciones sexuales se manifiesta por la publicación de tratados en los que se incluían estudios que describían una enorme cantidad de pruebas diagnósticas y de remedios para solucionar los problemas de esterilidad. Arib Ibn Said, médico cordobés del siglo X, describe un método para saber si alguien es o no estéril que consiste en poner orina en una lechuga a la puesta del sol; si a la mañana siguiente la lechuga está seca la persona de quien sea la orina es estéril. El origen del uso de la lechuga para esta prueba no se debió al azar, sino que fue elegida por ser considerada esta planta por los egipcios como afrodisiaca, porque al partir sus tronchos, destila un líquido blanquecino y espeso semejante al esperma. Entre los numerosos remedios aportados por los autores para solucionar la esterilidad, habida cuenta que este problema tenía un claro origen demoníaco, encontramos las más variadas y extravagantes recetas que solo podían ser aceptadas, por un lado por la mentalidad mágica medieval y por otro por el sentimiento de desesperación que invadía al estéril en aquella época. Repasaremos algunos: el primero que encontramos era de origen romano y consistía en ingerir miel en las primeras semanas tras la boda porque la miel, unida a los ardores del inicio de la vida marital, era un remedio seguro para tener descendencia; de ahí viene y se ha mantenido el nombre de luna de miel con el que ha llegado hasta nuestros días el periodo del inicio de la vida conyugal. El “Codex Vindobonensis”, que fue un manuscrito que contenía la obra de Dioscórides al que se le fueron añadiendo los nuevos avances y descubrimientos medievales, recomienda, para que la mujer quede preñada, varios remedios: frotarse los genitales con sangre de la vulva de una liebre muerta, o envolver grasa de la oreja de una mula en un trozo de piel de ciervo y llevarla sujeta al brazo al finalizar la menstruación, o llevar como amuleto un hueso extraído del corazón de un ciervo, y si no tuviéramos un corazón de ciervo se podría utilizar un trocito de vulva de leona con lo que conseguiríamos el mismo efecto. Si este hueso en lugar de llevarlo colgado lo atamos al brazo conseguiremos el efecto contrario y evitaremos la fecundación.

En la antigüedad se planteó un debate muy encendido sobre dónde se formaba el esperma, porque era evidente que un líquido al que está encomendada la misión de generar nuevos seres no podía proceder de los bajos del cuerpo sino de un órgano más noble y, dada la similitud de la masa del cerebro con el líquido espermático, solamente podía ser formado en el cerebro o en el cerebro y la médula, idea apoyada por Alcmeón de Crotona (siglo VI a. C.) y los pitagóricos, y posteriormente por Diógenes Laercio (siglo III a. C.) que incluso llegó a decir que el semen era una gota del cerebro. De esta teoría surge la idea de la debilitación del cerebro y de la médula en caso de un incremento excesivo de sus emisiones hecho que, según Alberto Magno, venía confirmado por el caso de un monje que murió tras haber “deseado” sesenta y seis veces a una hermosa dama antes de la llamada a maitines, y se comprobó al hacerle la autopsia, que fue hecha en este caso por tratarse de un personaje de una familia principal, que su cerebro se había reducido al tamaño de una granada: “esto es señal de que el coito vacía el cerebro”, concluyó.

Por otro lado Anaxágoras, Demócrito e Hipócrates defendieron la teoría de la pangénesis del esperma según la cual el semen se forma en todo el cuerpo y luego se concentra en el cerebro de donde pasará a los riñones, médula y testículos a través de unas venas que pasan por detrás de las orejas. La pangénesis fue defendida con argumentos de peso como los siguientes: dado que el placer que produce la emisión del semen se difunde por todo el cuerpo y que una gota de semen genera un ser humano completo, con todo su cuerpo íntegro, la producción de esperma lógicamente debía de provenir de todo el cuerpo. Aristóteles estableció que el semen si bien se producía en todo el cuerpo, era generado en mayor cantidad por algunos órganos que por otros, como es el caso de los ojos y que por ello los que abusan de su actividad sexual presentan un hundimiento de los ojos muy notable con disminución de su agudeza visual o incluso ceguera. En su paso por los riñones y sobre todo al llegar a los testículos va a adquirir su color blanco característico y toda su capacidad generativa merced a que se produce allí una cocción intensa. Platón dijo que el semen tiene neuma o alma y que su fuerza generativa o deseo vital le obligaba a salir al exterior desde la médula con la intención de engendrar nueva vida y no por el placer sexual y esta idea, como es natural, fue muy bien acogida por los Santos Padres de la Iglesia Católica.

Isidoro de Sevilla en su obra “Las Etimologías” llega a la conclusión de que el semen se genera en los riñones a partir de una sustancia que procede de la médula espinal y por ésto asegura que el deseo deshonesto del hombre proviene de los lomos o riñones y el de la mujer del ombligo. A través de estos conceptos encuentra las palabras que van a nombrarlos, por ejemplo: al hombre, se le llama “homo” porque fue creado del barro cuyo nombre en latín es “humus”. Otro ejemplo más complicado sería el siguiente: “Umbus” es la parte central del escudo, “umbus iliorum”, sería la parte central del vientre y de ahí se deriva a la palabra “umbilicus” u ombligo de donde a la mujer le nace el deseo deshonesto y le añade después la letra ele que le convierte en “lumbus” o el lomo, o los riñones, que es de donde parte el deseo libidinoso en el varón. No debemos olvidar que etimología deriva de dos palabras: “etymos” que significa real, verdadero y “logos” que significa palabra. De la misma manera San Isidoro fue buscando palabras que se ajustasen etimológicamente a lo que quería dar nombre, es decir que realiza una labor contraria a los psicoanalistas lacanianos que, desde los significantes expresados por los pacientes, a través de la deriva metafórica, buscan significados que les aclaren los conflictos internos de estos pacientes, mientras que San Isidoro está en constante búsqueda de significantes para los significados que se le presentan y lo hace gracias al estudio de raíces etimológicas, analogías, vecindades y otros nexos de unión entre las palabras y el órgano o la función a la que quiere dar nombre, a través de lo que podríamos llamar una “deriva etimológica” hecha por el santo, al que Lacan y sus seguidores nunca le van a poder estar suficientemente agradecidos.

De esta manera nombra a los hombres, que son los seres completos, como varón o “vir” palabra que deriva de “vis” que significa fuerza y a la mujer, “mulier” palabra que deriva de blandura o “mollities”. Esto tiene enorme importancia además de para los lacanianos, para el resto de la población, sobre todo femenina, por el establecimiento de roles sociales, que suponen la asignación de unas funciones y papeles que son de origen divino (“nomen est omen” de los romanos, el nombre es destino, ya que creían que el nombre determinaba el destino de quien lo llevaba) y por ejemplo, presuponen que la mujer es físicamente más débil para que no pueda rechazar el deseo del hombre, y por tanto debe siempre someterse al varón: “las hembras están más sometidas al deseo que los machos, tanto entre los seres humanos como entre los animales”, y debido a que la mujer muchas veces es la que provoca el deseo del varón, aparece en éste el miedo a la insaciable actividad sexual de la mujer que es el origen del mito de la vagina dentada. En el siglo II, Clemente de Alejandría, uno de los teólogos más cultos y libres de espíritu, excepto en el tema del deseo sexual de las mujeres, dijo que: “Toda mujer debería ponerse roja de vergüenza tan solo con pensar que es mujer”. Igualmente “genitalia” son el conjunto de las partes del cuerpo que tienen la función de la generación de los hijos, que también son llamadas “pudenda” o pudendas porque son feas y producen vergüenza y pudor y por ello están recubiertas por el pelo, “pubes” que crece en la pubertad, y así va San Isidoro procediendo con los nombres, no solo de la anatomía, sino de todas las cosas. En sus “Etimologías” nos dice San Isidoro de Sevilla, resaltando la importancia de los nombres y de su labor, que “en cuanto sabes de dónde procede un nombre, enseguida comprendes su fuerza”.

Constantino el Africano en su ya citado “Libro sobre el coito” da una explicación que engloba lo dicho por diferentes autores: para que el mundo animal perdurase, Dios dotó a sus componentes con los miembros adecuados para su función y les infundió tan agradable delectación que les animara a ello ya que “no hay animal alguno que no se deleite con la cópula”. San Alberto Magno resalta el pudor de la especie humana al realizar el coito, con poco ruido y mucha soledad aduciendo el adagio latino “Quanto occultius, tanto dulcius” (cuanto más oculto, mas dulce).

Dice Constantino en su libro que para que se produzca el coito intervienen tres elementos: el deseo, producto de la fantasía imaginativa, que según este autor tiene su origen en el hígado, el neuma, que se produce en el corazón y el humor que nace del cerebro. En el coito entre dos animales uno eyacula el semen y el otro se acopla para recibirlo de forma que no se pierda nada de este líquido precioso. Los movimientos placenteros del coito calientan los miembros del cuerpo y ese calor licúa el humor del cerebro que es arrastrado y baja por unas venas que pasan, como ya se ha dicho, por detrás de las orejas dirigiéndose a la médula espinal y de ahí pasa a los riñones y a los testículos, siendo allí donde el pene lo recoge y se encarga de introducirlo por medio de la eyaculación en la vagina de la hembra. El hecho de que el semen sea, según Avicena, un recurso finito e irreemplazable, fundamenta y refuerza la prohibición de la Iglesia de derramarlo a capricho, condenando el coitus interruptus, la masturbación y el coito contra natura. A pesar de la idea fija de la Iglesia que pone como único fin del coito la procreación y la propagación de la especie, Avenzoar, medico sevillano del siglo XII, opinaba que “casi todos los hombres desean el coito debido al placer y muy pocos por la esperanza de engendrar hijos”.

Sigue Constantino el Africano haciendo un repaso a los trastornos de la eyaculación tanto de la precoz como de la retardada dando una explicación para cada una: el deseo surge en el hígado y esto pone en marcha el neuma que, partiendo del corazón, llega al pene por las arterias y rellena el nervio hueco peneano produciendo así la erección; si falta la necesaria humedad seminal en el cerebro no será posible eyacular dando lugar a lo que se llama la eyaculación retardada. Si hay exceso de humedad en el cerebro pero escasea el neuma del corazón se puede llegar a eyacular sin erección, o sin voluntariedad lo que daría lugar a la eyaculación precoz. Si faltan tanto la humedad cerebral como el neuma del corazón no habrá erección ni eyaculación que es lo que se llamaba impotencia coeundi y hoy día disfunción eréctil. Nos da un método pronóstico para los casos de impotencia sin erección ni eyaculación que consiste en meter al paciente en agua fría y observar si se contrae su pene: si lo hace, se puede curar con el tratamiento adecuado y si no se contrae, es que la cosa no tiene cura.

Tras sus descripciones fisiopatológicas propone los tratamientos adecuados basados en regímenes dietéticos aconsejando una alimentación que produzca más humedad o calor, sequedad o frío, según convenga al paciente por sus características. Los alimentos que ayudan a la formación de semen son aquellos que presentan o aportan las cualidades del mismo que son el humor que disuelve y licúa, el soplo o espíritu que proporciona el impulso y el calor que vivifica y estas tres cualidades están presentes en el garbanzo ya que alimenta mucho, genera ventosidad o neuma y es de cualidad cálida y húmeda, siendo por si solo capaz de producir el semen. “Todo alimento cálido y húmedo favorecerá la capacidad sexual del macho” rezaba el aforismo. Si fueran precisos habría que utilizar además remedios farmacológicos a base hierbas y preparaciones magistrales como por ejemplo esta fórmula para estimular el coito que sería una especie de viagra de la época: “machacar en un recipiente de cristal treinta sesadas de gorriones machos y añadir la misma cantidad del sebo que rodea los riñones de un cabrón recién muerto; después de machacarlo todo muy bien la mezcla se derrite al fuego y se le agrega miel y se hierve hasta que solidifique; una vez sólido se hacen con esto píldoras del tamaño de una avellana y se toma una antes del coito”.

En cuanto al semen y sus cualidades también nos ilustra Constantino el Africano al explicarnos que cuando llega a los testículos sufre un proceso de cocción que le va a proporcionar unas características diferentes según los casos, y así, el semen puede convertirse en cálido y húmedo, frío y húmedo, cálido y seco y frío y seco. La cualidad cálida produce un semen ralo y acuoso por la acción disolutiva del calor, la fría lo hace denso y grueso por la acción del frío que condensa, la seca produce un semen escaso y la húmeda abundante y así, el semen se vuelve ralo por el calor, denso por el frío, escaso por la sequedad y abundante por la humedad. Si esto se une a que existen hombres con diferentes cualidades el problema se va complicando: lo ideal es un hombre de complexión cálida y húmeda que tendrá vello abundante, gran apetito sexual, semen abundante por lo que podrá realizar numerosos coitos sin problema para su salud y engendrará hijos varones. Si su complexión es cálida y seca tendrá hijos varones, aunque presentará escaso semen, poco deseo sexual si bien con orgasmos muy intensos, por lo que saciará enseguida y si repite el coito con frecuencia dañará su organismo. Si la complexión es fría y seca el hombre será afeminado, con escaso vello púbico, poco deseo sexual y muy escaso semen. Si es fría y húmeda tendrá mucho semen, con poco deseo sexual, vello suave y engendrará más hijas que hijos; la humedad tiende a hacer salir el semen aunque con escaso placer.

Aunque el semen es algo precioso, si se estanca en el organismo se corrompe y puede ser muy perjudicial, produciendo al decir de Galeno, pesadez de cabeza, anorexia y fiebre, vértigos, asma y afecciones cardiacas, por lo que hay que evacuarlo en la medida precisa según las características de cada individuo y en el momento adecuado. Como regla general para Galeno, el coito disipa el malestar y calma la ira en las personas normales, es beneficioso para los melancólicos, “vuelve a los dementes la razón” y desvanece el deseo del enamorado incluso si lleva a cabo el coito con una mujer distinta de la amada. Maimónides llega a establecer un nexo de unión entre psiquismo y funcionamiento sexual del cuerpo cuando afirma que, si el coito es deseado, el hombre consigue una erección perfecta, lo que no ocurre si se hace sin desearlo. At-Tifashi, en el siglo XIII, da consejos para realizar el acto sexual de la mejor forma diciendo que “si quieres excitar a una muchacha juega con sus senos y experimentarás una verdadera maravilla, pues su flujo seminal se encuentra bajo las clavículas, relacionadas con el pecho como los testículos con el pene. La mujer se siente incitada al comercio sexual cuando se juega con sus pechos…”. Expone que también la mujer debe presentar unas características para el ejercicio de las relaciones sexuales, llegando a decir que si la mujer no reúne las tres condiciones necesarias para el coito, que para él son estrechez, calor y sequedad, “es preferible para el varón la autosatisfacción que, además, conduce a una eyaculación más grata”.

Basándose en los conocimientos de la época sobre la generación de hijos o hijas según las características tanto del padre y de la madre como de los factores externos se llega a través de razonamientos lógicos a conclusiones que llegan a ser muy complicadas, además de interminables. Hipócrates afirmó que el hombre es cálido y seco porque participa del fuego y la mujer es fría y húmeda porque participa del agua; Aristóteles apoya esta ideas y nos dice además que hay factores externos que pueden influir como los vientos del norte, secos, que facilitan la generación de varones y los del sur, húmedos, la generación de hembras. Por ello se puede concluir que con un régimen de vida cálido y seco se obtendrán varones y con uno húmedo nacerán mujeres. También se puede afirmar que como la parte derecha del cuerpo es la que contiene el hígado, que es la fuente de calor, el resto de los órganos de la derecha son cálidos y los de la izquierda fríos, por lo tanto si el semen proviene del testículo de la derecha será varón el embrión que se genere; claro que si este semen cálido es recibido en la parte izquierda de la matriz, que es fría, se van a generar hombres, pero serán afeminados, etc.…Si se produce el coito en el plenilunio, que es cuando el varón está más agresivo, como van a trasmitirse las características del más fuerte, se engendrará un varón.

Y llegamos ahora a una de las discusiones más enconadas que los distintos autores y escuelas han protagonizado en la Edad Media: la existencia del esperma femenino. Isidoro de Sevilla en la obra citada de “Las Etimologías” explica la anatomía femenina como “un conjunto de órganos bien organizados para el fin para el que la mujer fue creada por Dios, la procreación”, y dada la dificultad de conocer exactamente la anatomía y la función de estos órganos, durante muchos siglos prevaleció la idea de que la mujer no era más que un varón imperfecto, cuya anatomía y fisiología son una copia en espejo de la anatomía y fisiología del hombre. Los genitales femeninos serían la imagen opuesta a los masculinos y por ello la matriz es similar a la verga y “lo que la acompaña”, pero con la diferencia de que en el varón todo ello está dirigido hacia el exterior, que es lo perfecto. No hay que olvidar que la mujer fue creada a partir de una costilla del hombre y hecha a imitación de él, como su complemento y su ayuda, y que su naturaleza fría le ha impedido llegar a la perfección de la que goza el hombre al faltarle, por la misma frialdad, más cocción. Ya dijimos que la palabra varón venía, según Isidoro de Sevilla, de “vir” o fuerza porque el hombre es más fuerte que la mujer por designio de Dios, para que ella no tenga más remedio que someterse a él y aceptar su deseo ya que si la mujer tuviera más fuerza, podría rechazarle y él, llevado por su lujuria, podría caer en la homosexualidad. Por otro lado los filósofos medievales cristianos creían que el placer que el hombre siente en el coito es lo que le ayuda a superar el gran desagrado que supone para él tener que utilizar órganos tan sumamente impúdicos.

Las escuelas griegas se dividieron ante la idea de si la mujer aportaba su esperma y si éste era necesario para poder ser fecundada por el del hombre: Hipócrates, Galeno y Avicena apoyaban la existencia de este esperma femenino y Aristóteles negaba que la mujer produjese esperma, ya que según su opinión no era un verdadero esperma sino una secreción local que la mujer genera durante el coito, aportando ésta exclusivamente la materia de que se formará el feto, que es como veremos más adelante la sangre menstrual. Como no había datos objetivos que pudieran inclinar hacia ningún lado la balanza, sino que solo se podían guiar de la especulación y los razonamientos del tipo del sofisma o del silogismo propio de los filósofos, esta discusión perduró durante toda la Edad Media y sólo se pudo resolver en el siglo XVIII con la aparición del microscopio.

Los seguidores de Aristóteles que negaban su existencia se basaron en argumentos como que la mujer no podía tener a la vez los dos humores susceptibles de participar en la generación que serían: para la materia, la sangre menstrual y para la forma el semen, porque si no se fecundaría a sí misma, por lo que el semen femenino no puede ser completo y perfecto y ha sido comparado a una segunda secreción masculina, el humor prostático. El anatomista Mondino de Luzzi nos dice: “los testículos de la mujer no son auténticos testículos como los del hombre, son más bien como los de la liebre y su fin es generar una humedad semejante a la saliva, que es la causa del placer femenino”, refiriéndose seguramente a las glándulas de Bartolino. Hubo algunos que pensaban que, dado que el semen es la sustancia universal del alma y que, según algunas culturas orientales, las mujeres no tienen alma, la mujer no puede generar ningún tipo de semen siendo únicamente receptoras del semen masculino y proporcionando solo el lugar en el que el embrión se va a desarrollar, que es el útero y la sangre menstrual, que es la materia.

Constantino el Africano intenta una solución para el acercamiento de las dos posturas diciendo que la falta de calor en la mujer ha impedido que se desarrollasen y saliesen al exterior los testículos, por lo que son más pequeños que en el varón, tienen una forma más aplanada y están situados en el interior de la vulva; debido a este menor tamaño de los testículos femeninos su esperma no puede ser tan fecundo y poderoso como el masculino, pero es muy necesario. Esto fue apoyado y explicado con más detalle por el médico y político cordobés del siglo X, Arib Ibn Saib, diciendo que el semen masculino es demasiado espeso para extenderse adecuadamente en la matriz para la fecundación y gracias a que se mezcla con el semen femenino, que es más claro, lo diluye, lo alimenta y lo distribuye por los lugares en los que se produce dicha fecundación, lugares a los que no llegaría por su alta densidad. Galeno cuenta una utilidad más del esperma femenino empleando una analogía de la gestación con la cocción de un pastel en el horno, ya que gracias a este esperma, al recubrir al embrión formando una capa externa, puede el feto, como el pastel, separarse del molde en el que ha sido hecho al llegar el momento del nacimiento.
Otro argumento para demostrar la existencia del esperma femenino se basa en que en las mujeres violadas y en las prostitutas no se producen embarazos porque al no haber placer que es el que hace que se emita el esperma, no puede haber fecundación. Solo cuando la prostituta se enamora puede, al sentir el placer, volver a ser fecunda; en el caso de las violaciones que acaban en embarazo, en opinión de Guillermo de Conches, ocurre que “aunque el acto empieza siendo desagradable, finalmente, dada la debilidad de la carne, encuentra consentimiento”. Ali ibn-al-Abbâs en su libro Pantegni ante la pregunta de por qué la mujer, que es de naturaleza más fría que el hombre, experimenta un deseo tan ardiente, responde afirmando que ella disfruta con la emisión de su propio semen y con la recepción del esperma masculino más cálido y la describe como una criatura siempre dispuesta al coito “semper parata ad coitum”, que tras la realización del acto se queda, según Juvenal, cansada pero no saciada, “lassata sed non saciata”, si bien el placer que experimenta es mayor en cantidad pero más débil en calidad e intensidad. Su deseo y placer se comportarían como la leña mojada que a la hora de arder tarda más en inflamarse pero dura más tiempo. Dado que la mujer puede quedar embarazada sin sentir el orgasmo, casi sin sentirlo y sin saberlo, se constituye en la antítesis perfecta del macho que es el protagonista consciente y responsable del acto sexual.

Aunque la mezcla de los dos espermas es lo que hace que el hijo herede cualidades tanto del padre como de la madre, si uno de los miembros de la pareja supera durante el coito en deseo al otro, será él quien aporte mayor cantidad de características al embrión, ya que a mayor deseo, mayor cantidad y calidad de semen.

Una vez fecundada una mujer casada sólo el marido podía decidir sobre la interrupción de la gestación por ser éste el amo del cuerpo de su esposa, pero en las mujeres solteras, según el derecho romano, el aborto no era considerado delito. Llevaron a efectos los abortos durante el medioevo, a pesar de estar prohibido, las llamadas “hacedoras de ángeles”, llamadas así porque tenían buen cuidado en bautizar al feto en el vientre materno y por lo tanto iba al cielo directamente. En el siglo IV la Iglesia Católica equipara el aborto a un infanticidio, pero sin embargo el delito y la pena que aplicaba en estos casos en el Derecho Canónico era diferente según se tratara de un feto con alma o sin ella, y esto se podía saber haciendo un cálculo del tiempo transcurrido desde la fecundación: según los teólogos el alma aparecía a los cuarenta días si el feto era varón y a los ochenta días si el feto era mujer, lo que significa que un aborto a los sesenta días sería un delito de homicidio si se trataba de un feto varón pero no había delito si el feto era de una hembra.

El semen, según Santo Tomás de Aquino, recibe su poder directamente de Dios y por tanto es partícipe de su divinidad, gracias a lo cual tiene las propiedades y virtudes necesarias para la generación de seres humanos con su cuerpo y su alma, y es tal su capacidad que siempre debería generar varones y cuando ésto no ocurre es porque se da alguna de las tres causas siguientes: o bien que por alguna razón se debilite la virtud activa del semen, o bien que el lugar o la materia que lo recibe tenga una mala disposición o, finalmente, porque intervenga algún agente externo, como por ejemplo que se presente un viento austral húmedo, ya que por un lado la humedad es la cualidad predominante en la mujer y por otro lado el viento austral es femenino (de la misma manera que el boreal es masculino). “Respecto a la naturaleza individual, la mujer es incompleta y mal dispuesta; la fuerza activa contenida en la semilla masculina tiende a la producción de una semejanza perfecta en el sexo masculino; mientras la producción de la mujer proviene de un defecto en la fuerza activa o de alguna indisposición material, o incluso de una cierta influencia externa.” Añade Santo Tomás de Aquino un cuarto factor que es el esfuerzo que voluntariamente ponen los padres para tener niñas para así garantizar la continuidad de la especie, esfuerzo que tuvieron que hacer Adán y Eva ya que si no lo hubieran hecho la especie humana no habría podido reproducirse ni perpetuarse y habría desaparecido de la tierra. El mismo Santo Tomás, en su “Summa Theologiae” o Suma Teológica advierte que, dado que el semen del diablo es frio, a veces, debido a su unión con las moribundas y algunas mujeres, da lugar a nacimientos de monstruos, entre los que incluía los semidioses de la antigüedad, los cismáticos y los herejes que no son más que reencarnaciones satánicas.

Debemos hacer aquí una revisión de lo que era para los médicos de la Edad Media la sangre menstrual. Esta palabra que deriva del latín “mens-mensis” por su ciclo mensual lunar y se la conocía con el nombre de “la flor”, porque de la misma manera que los árboles, las mujeres si no tienen la flor no son aptas para concebir ningún fruto. A esta sangre menstrual se le atribuían varias funciones de vital importancia entre las que destacaremos tres: era necesaria para la limpieza del cuerpo de la mujer, para la gestación y para la lactancia.

En cuanto a la primera función, para los médicos medievales la menstruación de la mujer era un método de eliminar residuos; si tenemos en cuenta que la mujer es fría y húmeda, su organismo es incapaz de llevar a cabo una cocción completa de los residuos corruptos procedentes de su organismo y la naturaleza la ha dotado de este mecanismo purificador para poder expulsarlos y que no sean nocivos para ella, “la humedad excesiva de la mujer es purgada por las menstruaciones” escribe Trótula, que en el siglo XI, fue la única mujer admitida como profesora en la prestigiosa Escuela de Salerno, médico que se hizo famosa por sus estudios médicos sobre la menstruación, el parto y las enfermedades propias de las mujeres. El hombre, por sus cualidades de calidez y sequedad sí puede realizar una cocción completa por lo que van a quedar muy pocos residuos y, según Aristóteles, los elimina en forma de pelos corporales y barba de los que carece la mujer porque por su frialdad y humedad los poros no pueden abrirse… hasta que deja de menstruar momento en el que puede presentar un crecimiento de pelos en la barba y el bigote.

La segunda función de la sangre menstrual es la de unirse a los dos espermas, masculino y femenino y ayudar a formar el embrión, siendo utilizada esta sangre durante la gestación como alimento y materia para la generación de la carne y la grasa del feto. Parte de esta sangre menstrual no se utiliza y quedan pequeñas cantidades de ella retenidas en la madre y en el hijo; la parte que se retiene en la mujer es expulsada durante varios días después del parto y la que se retiene en el feto durante la gestación, en sus partes porosas, es eliminada tras su nacimiento en forma de enfermedades que producen erupciones rojas en el niño, como por ejemplo la viruela, la varicela y el sarampión. Así pues el esperma daría lugar a las partes blancas del embrión como el cerebro, los huesos y los nervios, la sangre menstrual formaría el hígado, bazo y la carne y por último la sangre de las arterias, más pura que la menstrual, daría lugar al corazón. Santo Tomás de Aquino en su citada Suma Teológica da una explicación sobre la sangre menstrual que alimenta al embrión que en un principio es pura, pero solo se mantuvo con esta pureza durante toda la gestación en el caso de la Virgen María. En las demás mujeres el deseo sexual que las lleva al coito, lleno de concupiscencia, hace que dicha sangre quede corrompida. Hay autores como Avenzoar, medico andalusí del siglo XII, que niegan la posibilidad de que la sangre menstrual, que por definición es muy tóxica, pueda servir como alimento del embrión porque, si esto fuera verdad, el feto moriría al recibirla de forma fulminante.

La última función de la sangre menstrual es la de convertirse en leche para la lactancia, con lo que se conseguiría una fuente de alimentos similar a la que había venido recibiendo el feto durante la gestación, pero este proceso solo se puede conseguir si se cuenta con una fuente de calor que la transforme y, según se creía, las mayores fuentes de calor del organismo eran el corazón y el hígado y por ello la naturaleza ha colocado las mamas muy cerca de ellos para que allí se pueda llevar a cabo este proceso. Por esta razón durante el embarazo y la lactancia no hay emisión de sangre menstrual.

A pesar de la creencia en todas estas funciones positivas de la sangre menstrual, por el hecho de expulsar a través de ella un gran número de productos tóxicos, venenosos y según algunos autores incluso mortales y por las indicaciones muy negativas que sobre la mujer menstruante se dan en las tres Religiones del Libro, tanto en la Biblia, (“Cuando una mujer tenga flujo, si el flujo en su cuerpo es sangre, ella permanecerá en su impureza menstrual por siete días; y cualquiera que la toque quedará inmundo hasta el atardecer”. “También todo aquello sobre lo que ella se acueste durante su impureza menstrual quedará inmundo, y todo aquello sobre lo que ella se siente quedará inmundo, etc.” Levítico15:19-33), como el Corán aunque este es algo más tolerante, (“a la mujer casada no se le permite tener relaciones sexuales durante el período de menstruación. Cualquier otro contacto físico entre los esposos está permitido. La mujer menstruante está exenta de algunas obligaciones rituales como las oraciones diarias y el ayuno mientras dura su período”), como en el Talmud judío, que considera a la mujer menstruante como fatal incluso sin que se produzca ningún contacto físico (“Nuestros Rabinos nos enseñaron: si una mujer menstruante pasa entre dos hombres, si es al principio de su menstruo, ella (con su presencia) matará a uno de ellos, y si está al final de su menstruo causará disputa entre ellos.” y “la mujer menstruante es impura por siete días”), que como vemos recomiendan alejarse de las mujeres con la menstruación, la tradición ha ido generando toda una serie de prejuicios y desgracias asociados a ella como por ejemplo, que la sangre menstrual impide germinar los cereales, agria el mosto, mata las plantas, deja a los árboles sin fruto, oxida los metales, provoca la aparición de la rabia en los perros que la ingieren y si la mujer que está menstruando, se bañase o se lavase el pelo, se cortaría la salida de sangre y ésta con sus productos venenosos se subiría al cerebro con lo que lógicamente enloquecería y, por último, si quedase encinta durante la menstruación tendrá un monstruo o un hijo pelirrojo (con las connotaciones negativas que los pelirrojos tenían en aquella época).

Además una mujer menstruante, incluso sin ningún tipo de contacto físico, tan solo por su presencia cercana, empaña los espejos, corta la mayonesa y puede hacer morir a niños pequeños con la mirada, como los basiliscos. En este sentido los Santos Padres de la Iglesia eran muy claros cuando comparaban a la mujer con la adelfa, una planta de vistosas flores pero cuya ingesta es venenosa e incluso mortal debido por un lado a que la mujer tenía dentro de ella el veneno de sus residuos putrefactos y por otro el veneno de su naturaleza femenina que es maligna porque en ella prevalece el engaño y la concupiscencia. Lo cierto es que una gran parte de estas ideas y prejuicios se han mantenido hasta hace muy pocos años y algunas aún se mantienen en la actualidad (incluso en otras culturas como en el Nepal, hay sitios en que la mujer menstruante tiene que salir del poblado, no pueden ir a los templos y les está prohibido beber en las fuentes o tocar arboles o alimentos).

Llegamos ahora a un tema sobre el que ha habido menos discusiones durante la Edad Media porque estuvieron de acuerdo los grandes filósofos y médicos e incluso la Iglesia Católica y, quizás por ello ha perdurado casi hasta el siglo pasado, tanto entre los científicos como entre la gente del pueblo, siendo la base y el origen de algunos remedios populares: se trata de una idea muy antigua que recoge Platón en sus escritos sobre la creencia de que la matriz era un animal vivo dotado con dos cuernos, alojado en el interior de la mujer que está reclamando constantemente semen masculino para concebir: si no lo obtiene se enfurece (furor uterino) y se desplaza por dentro del cuerpo de la mujer oprimiendo el diafragma y los pulmones, golpeando el corazón, cerrando la garganta, etc. produciendo ahogos, sofocos, taquicardias, desmayos y la famosa bola histérica. Este es el origen de la desmesura del deseo femenino de la cópula y de las artimañas que utiliza la mujer para conseguir sus propósitos. Los que no aceptaron que el útero fuera un animal, creyeron en la existencia de un útero móvil, que era el que comprimía el resto de los órganos de la mujer produciendo los síntomas descritos. La diferencia entre las dos formas de pensar era tan pequeña que la discusión generada fue más bien escasa. La idea ya estaba presente en el Papiro de Ebers del siglo XVI antes de Cristo en el que se recomienda hacerle volver al útero a su sitio con paños perfumados colocados en la vulva y/o ahumando la vagina con humos procedentes de la combustión de incienso con un poco de excremento seco de hombre y en ese fuego debe añadirse la figura de un dios con forma fálica ya que esto atraerá a su sitio al útero. Los que creían en la condición animal de la matriz, también recomendaban acompañar las fumigaciones con la producción ruidos estridentes cerca de la cabeza y del pecho con la intención de asustar al animal para que se fuera a su sitio.

El hecho de que el animal reclame la maternidad y no la lujuria, hizo que fuese aceptada esta teoría por los Santos Padres y por la Iglesia Católica y gracias a esta se redime en parte la mujer a los ojos de la Iglesia al no ser ya un ser lúbrico y desenfrenado, sino que sólo intenta ser madre con todas sus fuerzas. Constantino el Africano añade que el desplazamiento del útero también está producido por la acumulación del esperma femenino, que debido a la ausencia de coito, se corrompe en el interior de la mujer sobre todo en viudas y jóvenes. Hipócrates, además de las fumigaciones agradablemente perfumadas para la vagina recomienda fumigaciones nauseabundas y olores desagradables para la nariz con la seguridad de que el útero, que se ha desplazado hacia arriba, huiría de ellos y se iría a su sitio. De esta idea deriva el hábito de las mujeres que duró hasta finales del siglo XIX, de usar un frasco con sales, de olor desagradable, para conseguir que el útero se retirase de la garganta y las dejase respirar cuando eran víctimas de un desmayo o soponcio.

Los remedios en forma de fumigaciones se siguieron aplicando hasta los siglos XVII y XVIII a través de un instrumental que incluía espéculos especialmente preparados para introducir el humo en la vagina e instrumentos para masajear la vulva y la vagina que dieron excelentes resultados entre la población femenina de esa época. Este remedio, que se parece sospechosamente a una masturbación asistida, era utilizado para la evacuación del esperma sobrante y ya había sido propuesto por Galeno y Avicena, naturalmente evitando este nombre, siendo prescrito como “masaje con ungüentos”. Médicos medievales como Arnau de Vilanova en el siglo XIII, recomendaban a las viudas y vírgenes introducirse objetos en la vagina para apaciguar el malestar que sentían y, dada la negativa de la Iglesia Católica al placer sexual sin procreación, Alberto Magno, de nuevo como en el caso del hueso peneano y otros muchos, encuentra una solución filosófica ante este problema que consiste en diferenciar la “mano que mancha”, provocadora de pecados muy graves como la masturbación, la sodomía y el afeminamiento, de la “mano que cura” que no corrompe ni peca y devuelve el útero a su lugar.

Naturalmente estos remedios no deben hacernos perder de vista que lo más importante de todo para devolver el útero a su sitio es alimentarlo con abundante esperma y para ello había que recomendar a las mujeres mantener sexo si estaban casadas y si no lo estaban aconsejarlas casarse, pero mientras esto no lo pudieran poner en práctica, necesitaban los remedios olorosos descritos y se las recomendaba evitar los perfumes en el pelo que podían atraer al útero hacia arriba. También es cierto que si a la mujer, por una excesiva actividad sexual, se le proporciona mucho semen, éste tapizaría las pilosidades del útero de forma que no podría retenerlo, ya que sus paredes se harían resbaladizas y por tanto sería imposible el embarazo. Este, como ya hemos visto, era el motivo por el que se creía que las prostitutas no podían quedar embarazadas.

Gracias a algunos escritos como el “Breviarium practice”, escrito en el siglo XIII en el monasterio cisterciense de Casanova por Arnoldo de Villa Nova, nos podemos acercar al problema de los problemas que el sexo provocaba en los conventos, pero desde un punto de vista médico. Constantino el Africano había afirmado que “una vida ascética excesivamente rigurosa amenaza con generar la enfermedad melancólica”. Tras constatar que en los monasterios y en los lugares de religión hay muchos hombres con los votos de castidad que a menudo son tentados por el diablo, encuentra que la causa principal de estas tentaciones era una alimentación en la que abundaran nutrientes que generan ventosidad y esto “hace aumentar el deseo de coito y tensa el miembro con la aparición de un padecimiento llamado satiriasis” que se traduce entre otras cosas en poluciones más o menos involuntarias. Propone un régimen que elimine la ventosidad y disminuya la cantidad de esperma producido, como por ejemplo la lechuga y la adormidera, así como remedios para disminuir el calor como los baños fríos, sentarse en una piedra fría y aconseja andar descalzo para conseguir el mismo objetivo, lo que muy probablemente ha dado origen a aparición de algunas órdenes religiosas “descalzas”. Propone también la ingestión de alimentos refrigerantes como las lentejas al vinagre, lechuga y pescados salados.

Todas estas consideraciones nos hacen atisbar los problemas y dificultades que tenían los monjes para mantener la castidad en los conventos a pesar de sus votos y de su buena voluntad, lo que podía llegar a ser imposible de conseguir para los que, por su constitución y temperamento, fueran de carácter cálido y seco. En general, aunque poseían un conocimiento exhaustivo de sus vivencias y de las del resto de los mortales en cuanto al sexo y las tentaciones del diablo, la conservación de la castidad fue una muy grave dificultad en la vida diaria de los que abrazaban la vida monacal. Los monjes detentaban los conocimientos médicos suficientes para enfrentarla y sin embargo veían que, a pesar de sus esfuerzos, difícilmente podían controlarla. También eran los que administraban el sacramento de la confesión, que constituía otra de las grandes fuentes de información sobre los problemas sexuales de los fieles cristianos y de tentaciones para ellos ante la cercanía con las mujeres, lo que provocó que se idearan y se instauraran los confesonarios con celosías que les aislaran de las feligresas. Esto trajo consigo dos consecuencias importantes, la primera fue la proyección de los problemas sexuales de los monjes, con sus votos de castidad, a la población cristiana laica, que no había hecho el voto de castidad y la segunda que se estudió con mucho detenimiento en los monasterios la responsabilidad del sujeto, desde un punto de vista moral en las conductas sexuales, para poder comprender, valorar y juzgar el pecado cometido y administrar la penitencia oportuna. Para ello echaron mano de toda la capacidad de la retórica para analizar los casos que se les presentaban y poder elaborar las argumentaciones necesarias en cada caso concreto, para llegar a las conclusiones correctas desde el punto de vista de la Ética.

Como ejemplo podemos citar a Gerardo de Bourges, médico del siglo XIII, que define el coito como un acto compuesto de cuatro elementos: “una fuerte imaginación, una complexión cálida y seca que estimula el miembro, una ventosidad que provoca la erección y una materia espermática”, no existiendo verdadero coito ni pecado si falta alguna de ellas. Para que un sujeto sea responsable del acto es necesario, pues, que haya emisión de esperma, que esta emisión esté provocada, no solo por la ventosidad y el temperamento, sino por la potencia imaginativa acompañada de la potencia desiderativa o volitiva, es decir que exista intención, ya que de otra manera no habría pecado. Propone como remedio que en los momentos en que el pensamiento se pone a imaginar la belleza de las mujeres, hay que cortar de raíz estos pensamientos porque de lo contrario se harán cada vez más fuertes y menos controlables y llevarán más a la lujuria. Para ello, la mejor manera es imaginar cosas que no sean bellas ni agradables. Opinaba también que los sujetos que dejaban correr en la imaginación esos pensamientos lujuriosos y presentan poluciones durante el sueño, pueden tener en algunos casos responsabilidad cometiendo pecado por no prevenirlo porque “las percepciones recogidas en estado de vigilia pasan en la ensoñación al estado de imágenes”. Luego se analiza la alimentación que debería estar prescrita por el médico de acuerdo a la generalidad de la comunidad monacal con las excepciones que sean menester en monjes con una determinada complexión, sobre todo si ésta es de las que tienden a la excitación. Estudia, por último, la emisión de esperma a la que llamaban gonorrea (refiriéndose realmente a una espermatorrea o a las poluciones que eran frecuentes entre los monjes y no a la gonococia) diciendo que ellas solas tampoco eran constitutivas de pecado si no iban unidas y eran resultado de pensamientos sobre el coito, en cuyo caso se produciría incluso una pérdida de la virginidad.

El teólogo del siglo XV Juan de Wesel decía, y ésto le valió numerosos conflictos con la autoridad eclesiástica, que la emisión de semen no constituía pecado si se producía por necesidad física y no había intención concupiscente, como en el caso de muchos monjes que hacían sus votos de castidad desconociendo su complexión y caían enfermos por la abstinencia. En estos casos recomendaba la expulsión del semen para purgar los riñones, sede de la libido masculina, ya que si la emisión está provocada por razones de salud, el alma permanece casta. Alberto Magno, como confesor de monjas y mujeres piadosas, va más allá en los consejos a la mujer, demostrando un conocimiento de sus intimidades difícil de explicar para un dominico: “Hacia los catorce años y debido a la bajada de la sangre menstrual y del humor espermático, los muslos comienzan a robustecerse, la fisura de la vulva se cierra, los labios se ablandan y se espesan y crece el pelo en torno: son las señales de la pubertad. La muchacha comienza entonces a desear el coito, pero al desearlo y no tener emisiones, crece más el calor y como el cuerpo de la mujer es frío y sus poros están cerrados, le cuesta emitir el semen del coito. Si no tienen pareja imaginan el coito o el miembro viril o se entregan a prácticas con los dedos u otros instrumentos hasta que los conductos se distienden por el calor del frotamiento y sale un humor espermático junto con el calor concomitante. En ese momento sus ingles se atemperan y ellas se vuelven más castas”. Triple salto mortal con tirabuzones en la línea más pura de la escolástica por el que llega a la siguiente conclusión: “en la muchacha, la masturbación es a menudo una necesidad fisiológica e incluso le ayuda a adquirir y mantener la castidad”.

Hemos visto cómo la medicina griega, la romana, la árabe y por lo tanto la medieval estuvieron en manos de los filósofos y por lo tanto es muy destacable la coherencia interna de su doctrina que, aunque basada en ideas y creencias erróneas, presentó siempre unos razonamientos correctos y argumentaciones impecables desde sus puntos de partida. Es sabido que en muchos casos la ciencia ha tenido la necesidad de hacer concesiones por motivos religiosos. A lo largo de la historia, la medicina y la teología no han tenido más remedio que mantener unas relaciones estrechas, muchas veces no deseadas; siempre que ha habido conflicto la razón se ha decantado a favor de la segunda. Salvo estas concesiones, las dos fueron desarrollando sus conocimientos siguiendo las enseñanzas de la filosofía de la que habían partido en sus inicios, delimitando muy cuidadosa y precisamente sus campos respectivos.

La religión nos advierte, en boca del teólogo alemán Diepgen, que “en la medida que el alma es más preciosa que el cuerpo tanto más honor se deberá al sacerdote que al médico”, y además deja muy claro que no podemos olvidar que la curación siempre se produce por la gracia de Dios. La medicina siempre ha procurado hallar un principio explicativo de la realidad de los enfermos con la que se enfrentaba a diario pero, sin embargo, y sobre todo en los temas en los que estaba presente la sexualidad, su práctica o las vivencias de la misma por parte de la población general, en algunos aspectos, todavía hoy, la confrontación de la medicina y la Iglesia está a la orden del día a pesar de los avances y la adquisición de nuevos conocimientos científicos, a los que con alguna frecuencia se oponen los principios morales de la doctrina católica.

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