Ha querido el calendario otoñal que vengan a coincidir dos acontecimientos: el cincuentenario del estreno de la primera obra del director vasco, El espíritu de la colmena, con el estreno de su última película Cerrar los ojos, tras un paréntesis de otros treinta años sin realizar un largometraje de explotación comercial. Esta idea –de un parón de tres décadas– es rechazada por el mismo Erice, en la media que no han sido años de inactividad como pudiera parecer, sino años de otras tareas y de otras búsquedas, que van del campo del cortometraje –Alumbramiento (2002), La morte rouge (2006) y Vidrios partidos (2012)– a la video correspondencia con Abbas Kiarostami (2005-2006) por no hablar de sus video instalaciones como Piedra y cielo (2021). Lo cuenta el director en la entrevista de El Cultural del 15-21 de septiembre, realizada por Felipe Vega. Y lo contaba el mismo Erice, en la presentación del trabajo Erice-Kiarostami. Correspondencia, antes de su exhibición el Centro Pompidou (El País, 30 septiembre de 2006), con la reflexión sobre las relaciones del cine en las nuevas realidades. “El ingreso en el museo fuerza a repensar la noción de espectador”. Y eso dicho en 2006, nos forzaría a prolongar en 2023, la pregunta sobre el espectador del cine actual y su posición con relación al cine clásico e histórico. Y de rebote, a preguntarnos por el sentido del cine en un presente sofocado de múltiples imágenes, como han denunciado tanto Román Gubern como Joan Fontcuberta. Un hilo conductor del cine histórico, su lenguaje estructurado y las relaciones con las imágenes codificadas; frente a las nuevas realidades derivadas de las transformaciones del universo audiovisual, que van desde la extinción de las grandes salas a los cambios de soportes, desde la velocidad del consumo de imágenes a la creciente banalización de los códigos visuales. Visible toda esa problemática, de forma anticipada en el trabajo de 1986, realizado por Víctor Erice y Jos Oliver para la Filmoteca Española, sobre Nicholas Ray y su tiempo. Donde queda claro el papel de Ray como hombre de transición entre el clasicismo y la modernidad del cine, con los problemas añadidos de las relaciones industriales de los grandes estudios y el salto cualitativo experimentado en la producción cinematográfica tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Un papel, el de Ray, que el mismo Erice ha situado en comentarios posteriores a caballo de experiencias nucleares, como fueran las de Rosellini y, luego, las de Godard.
Viene todo ello a cuento, merced a las confrontaciones críticas experimentadas con el estreno de Cerrar los ojos, confrontaciones que no dejan de expresar la dualidad de los acontecimientos mismos que representa el cine y la dualidad de valores que representa el cinematógrafo en la actualidad. Donde hemos encontrado desde la indiferencia plana de Boyero en El País –que se declara “inmune a esta poética” la ericiana, por supuesto–, hasta la adoración de Luís Martínez, en El Mundo, que establece: “Hay razones para la ausencia, pero quizá no es el momento. Como en el caso del director ruso [Tarkovski], también el cine entero de Erice se antoja ahora, por fin, circular y perfecto. El plano de los ojos completamente abiertos y sorprendidos de la niña Ana cuando descubre el rostro del monstruo sobre la pantalla en El espíritu de la colmena recibe ahora, medio siglo más tarde, su réplica en los ojos de un José Coronado roto que se cierran…”. Incluso, desarrolla el crítico, la idea de rompecabezas, con piezas que pueden ajustar o no: “George Pérec, el mejor amante de los puzles, decía que el puzle es una ficción de totalidad, un artefacto cuyo sentido es tranquilizarnos, encerrarnos en un orden. Pero también advertía de que el puzle, en su radicalidad, es una trampa: nos muestra una imagen ordenada, una unidad aparente, detrás de la cual se oculta el caos, la multiplicidad, la infinitud de opciones. Y es ahí, en una apelación constante a la ficción como bálsamo que organiza y ordena el desorden de la realidad, donde habita el prodigio mesmérico, digámoslo así, de Cerrar los ojos. Lo que se dilucida son asuntos tales como la memoria, la identidad y el propio tiempo…Cerrar los ojos arranca con un fragmento de esa película sin terminar que por su textura y modales bien podría ser un pecio de la adaptación de El embrujo de Shanghái de Juan Marsé que acabó en naufragio cuando el productor arrancó el proyecto de las manos al propio Erice a finales de los 90. Y ahí, en la proyección de la película dentro de la película, en el cine que devora cine, se planta la primera semilla de, digámoslo así, el primer espejo. Todo se refleja en todo. La vida en el cine, la fabulación en el pedernal de lo real, el pasado en el presente. La espera de tres décadas ha dado por resultado una película que se hace y deshace en cada plano, que oculta lo que deja a la vista, que desanda los caminos de la realidad desde la ficción; una película que hace coincidir el primer plano con el último. Cuenta Erice que la imagen de Ana delante de la pantalla en El espíritu de la colmena vale por una filmografía entera; que es imposible poner en un guion el milagro de la vida. Unos ojos que se abren y otros que se cierran. Desde cualquier punto de vista, Cerrar los ojos es desde ya una película memorable. Es cine y es memoria, la de todos”.
Una memoria que queda sintetizada con la reseña de Eugenio Trías, retomada por Sergi Sánchez, en el diario La Razón. “Hay que cerrar mucho los ojos para llegar a desaparecer y, sobre todo, hay que perseverar así horas y años. Hay que arriesgar muchas cosas para mantener esa pertinaz perseverancia”. En su hermosa crítica de El espíritu de la colmena, el filósofo Eugenio Trías ejercía de vidente, hasta el punto de que toda la obra de Erice, y su última película, que le toma prestado el título a ese texto, parece desplegarse bajo el influjo de esas palabras.
¿Cuántas sugerencias veladas propone Erice en su historia rodada? Como un juego de muñecas rusas que esconde una dentro de otra, dentro de otra, dentro de la segunda. Como esas cajas preciosas que materializan recuerdos en pequeños objetos que aparecen por ensalmo. Ya lo hizo en El Sur y ahora lo repite en Cerrar los ojos. Cajas conservadas después de muchos años, donde anida un recuerdo polvoriento del pasado inexistente. Cajas cerradas y abiertas mucho tiempo después, como un ejercicio de salvación y de rememoración. Cajas que se cierra como se cierran los ojos. Y cuando cerramos los ojos, es que estamos en vísperas del sueño anhelado, de la ensoñación recuperadora y del dolor matizado. Por no citar el otro campo de los párpados cerrados: la muerte, esperada o no.
Por demás, la cadena de consecuencias y de sugerencias abiertas desde la imágenes parpadeantes a la luz matizada del tiempo que vuelve al principio desde un final que traza cierta circularidad. Y así, la escultura de Jano bifronte, dispuesto sobre el pedestal del jardín al principio y al final de la película. Un Jano bifronte, que habla de las dos miradas: la del pasado y la del futuro; un Jano y el pedestal pétreo, sobre la finca nombrada como Triste le roi, que retoma el citado por Borges en su cuento La muerte y la brújula. También el nombre de la película que se rueda dentro de Cerrar los ojos y que aparece como La mirada del adiós; el libro escrito por Mikel Garay, denominado Ruinas; la cita reiterada a Marsé, pidiendo un ejemplar de Caligrafía de los sueños y el probable rodaje de su adaptación de El embrujo de Shanghái con el nombre alterado de La promesa de Shanghái: un pecio de si mismo y un homenaje a Joseph von Sternberg. También el homenaje directo de Max, montador escéptico, a Carl Dreyer; o la canción entonada en Almería –rememorando a Dean Martin–, procedente de Rio Bravo, otro homenaje a Hawks. Y, sobre todo, el ejercicio sobre la memoria y el olvido, sobre el misterio y el enigma.