Paraísos secretos

Estoy estos días refugiada en un pequeñito pueblo costero que tiene un efecto mágico sobre mi: me calma, hace que me encuentre conmigo sin artificios, prisas o enormes prioridades. Me paso el día chorreando, con una sonrisa boba, y me sorprendo mucho mirando alta mar como si fuese Babia.

Buceo con botella a veces, con aletas y tuba, más. Me escapo mientras todos duermen a un bar de barrio a desayunar una tostada con mucha mantequilla y mermelada de la que siempre me dejo un pico sin comer, y vuelta al agua a buscar animales que no se esconden cuando me ven. Estarán acostumbrados a la gente, o les pareceré poco peligrosa, vaya usted a saber.

Me envuelvo en colores imposibles donde vivo, y trato mentalmente de hacer las mezclas que luego seguro no me saldrán exactas en acuarela.

Charlo con la dueña de un chiringuito acogedor sobre casi cualquier cosa, y me sorprendo de sus ojos profundamente verdes y su larga melena pelirroja: es una sirena, seguro. Ayer me dejé invitar a una caña por un francés que estaba celebrando feliz su llegada a este pequeño Macondo, solo porque estaba tan contento y a la próxima invito yo.

Acaricio las olas cuando nadie me mira. Mis músculos del cuello pierden esa tensión que no me había dado cuenta que sentía. Encuentro perseidas nada más levantar la cabeza, sin buscarlas, y pido un deseo que no contaré para que se cumpla. Hablo mucho con las personas a las que quiero, de tonterías, les beso y les acaricio de pasada. A mi perra, también. No les extraña, de tan acostumbrados. Me hace mucha gracia que ni se giren, perra incluida. Mi medio naranjo sí, y me mira como solo me mira él.

Como helado de corte, bien gordo, de fresa y nata, igual que cuando era pequeña y medía el mío con el de mis hermanos. Mando vídeos de las olas sonando contra las piedras a mis amigas y les digo que ojalá estuviesen aquí. Reenfoco el mundo, mi pequeño mundo, para dar importancia a las cosas que la tienen. Dejo fuera de aquí lo que no se merece este espacio.

Y sonrío mucho. Y respiro profundamente. Y me leo ese libro que compré por la portada y ha resultado ser una novela rosa con muchas escenas tórridas, señor, qué pesadez. Y leo otro que escribió una amiga y aún estaba en el montón de pendientes. Y la imagino escribiéndolo. Y vuelvo a tener ganas de escribir. Y organizo una excursión con a una garita desde donde se ve tanto mar que hay que girar mucho la cabeza para abarcarlo, haciendo panorámica con el cuello. Y pierdo el móvil, otra vez, que a ver dónde lo habré dejado ahora. Y miro a ese señor que está pescando cangrejos aliviada porque no está pescando los pulpos con los que he buceado. Y mi pelo está tieso de tanta sal acumulada, y me encanta. Y escucho retazos de conversaciones ajenas que dan para escribir cuentos. Y me rasco las picaduras de mosquito mientras mi familia me explica que como le gusto a los animales, me aguanto: a los mosquitos también. Y canto, mal, canciones tontas. Y me esponjo pasando la mano por la posidonia. Me tiene que durar todo un año.

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