Suavemente, Roberta

Con un nombre cercano a heroínas del comic –como Barbarella o como Valentina– Roberta Cleopatra Flack (Black Mountain, Carolina del Norte; 10 de febrero de 1937-Manhattan, Nueva York; 24 de febrero de 2025), compone la muestra de, al menos, dos cosas. Roberta Cleopatra Flack bebió desde niña de las fuentes del góspel y la religión, ya que su madre era organista en una iglesia. Fue una pianista precoz y superdotada que con apenas 18 años ya se había graduado en la Universidad de Howard y fantaseaba con dedicarse al bel canto, aunque el futuro le deparara otras avenidas musicales. 

Por todo ello Flack compone la muestra de dos cosas no siempre referidas.   En primer lugar, el valor obvio de la música negra en mujeres sobresalientes, desde Aretha Franklin a Sade Adu; por no hablar de las blancas con alma negra, como Amy Winehause y Diana Krall. Eso mismo –las influencias recibidas y las aportadas– reconocía Roberta Flack, en una famosa entrevista para The New York Times de 1970, cuando todavía era casi una principiante, y no había roto las aguas del reconocimiento. Lo cuenta muy bien Fernando Neira en El País, al citar ese pasado desconocido de lo que comienza a ser, pero aún no es. “Roberta Flack dejó sentadas las bases de su personalidad artística con una clarividencia sorprendente. “Me han dicho que me parezco a Nina Simone, Nancy Wilson, Odetta, Barbra Streisand, Dionne Warwick y hasta Mahalia Jackson”, enumeró, “y eso me deja muy tranquila”. Si me comparasen con una sola persona me preocuparía. Si tienen que mencionar tantos nombres, eso significa que tengo mi propio estilo”. Ahí, en efecto, radicaba la clave: solo Roberta sonaba como Roberta”. La tranquilidad del hilo continuo.

La segunda cuestión tiene que ver con la permanencia indescifrable de ciertas canciones por encima del tiempo. Eso ha tratado de explicarlo Peter Gabriel, cuando hablaba de las narrativas profundas en las letras de las canciones pop-rock. A propósito de ese valor  ponía como ejemplo de esa cualidad, la canción del álbum Graceland, The boy in the bubble. “Una de las letras más extraordinarias jamás escritas en el rock”.  Canciones que, como Killing me softly with his song, que ya tiene la friolera de 52 años y que, con unos pasados dificultosos, dan para una historia propia y dan para qué pensar sobre el valor de lo que permanece en el galopante y cambiante mundo de la música pop. Killing me softly with his song es el gran éxito de Roberta Flack, pero la canción ha tenido unas cuantas vidas y un destino imparable. La primera, tal vez la más desconocida, es la de la grabación original, a cargo de la cantautora norteamericana Lori Lieberman en 1972, en su primer disco homónimo. Pasó sin pena ni gloria, con la autoría acreditada por Charles Fox –música– y Norman Gimbel –letra–, pero Lieberman ha reivindicado una y otra vez que el origen de la letra era un poema propio que ella había escrito en 1971, al volver emocionada de un concierto de Don McLean, artista que la había apoyado. Pero resulta que el éxito lo acapara Roberta Flack en 1973. Todo ello, coincide con el proceso de ottos de sus éxitos como The First Time Ever I Saw Your Face cuando fue incluida en la banda sonora de Play Misty for Me. Lo demás son rememoraciones como los álbumes de 1978, Roberta, de 1995 Roberta Flack, y el homenaje no velado de 2012 Let it be Roberta.

La otra cuestión no tratada, sobre el pasado que no cesa, es la posible relación del mundo de Roberta Falck con el desarrollado en el próximo Black Mountain College, –tan cerca de su casa desde 1933 hasta 1956–, como escuela experimental de Artes, con nombres propios relevantes como Josef Albers, Anni Albers,  John Cage, , Merce Cunningham, Max Dehn, Willem de Kooning, Elaine de Kooning, Richard Buckminster Fuller, Walter Gropius,  Franz Kline,  y Robert Motherwell.

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