El fuego original

A Carlos

Días de incendio nos abrumaron y afligieron, pero también nos convocaron y concernieron. Se activaron las tres aes de los bomberos: alerta, alarma, acción. Nosotros las tres de la voluntariedad: acudimos, apagamos y aprendimos. Ahora vendría repetirlo, para -aristotélicos- consolidarlo y perfeccionarlo, pero ¿quién quiere que haya más incendios?

Sin embargo, que habrá más es una evidencia que no requiere demostración. Que sean menos, o menores, o breves, depende de que hayamos aprendido algo. Mas, como tozudos que somos, duros de mollera y escasos de previsión, es difícil que lo hagamos. Vendrán más y serán peores. Lo siento señores bomberos, trabajo no les va a faltar, a los voluntarios tampoco.  

El fuego. El fuego.

Las campanas ya no doblaron, pero la web del pueblo sí: alerta roja. La radio, la tele, el móvil, todo al rojo, y a ver si hay suerte con el viento, con la lluvia. No la hubo.   

Muchas personas, pueblos, animales, haciendas sufrieron las consecuencias de su furiosa liberación. En las sierras y los bosques se extendió un agosto ardiente, en las laderas tostadas y las llanuras sin límite se enseñoreó como un dios, veloz, vertical, potente. Desencadenado, o provocado, poco importa si luego resulta imprevisible e incontrolable.

Nos obligó a mirarlo con ojos dilatados, inyectados, fascinados. Acabamos deslumbrados, agotados, resecos. Sufrimos cansancio, miedo, impotencia. Subimos laderas, bajamos barrancos, tropezamos, caímos, nos tiznamos, nos quemamos, pero eso apenas dolía, lo que dolía era algo mucho más profundo. Algo nuestro.

La duración, la extensión, la fiereza se convirtieron en magnitudes inconcebibles, incomprensibles. Duró demasiado. Abrasó inmensidades, se resistió a apagarse.. Aquí un brote, allá un rebrote, por la noche las llamas violando el sueño de los montes, por el día el humo asfixiando los valles. ¡Fue desmesurado!

Esparcimos agua sofocante, acudimos a la ayuda del propio fuego, “controlado” eso sí. Trazamos lindes, delineamos efímeros cortafuegos, más fue imposible levantar fronteras. El fuego no necesita pasaporte.

Se alarmaron las conciencias y se azuzaron los vocabularios: injusticia, abandono, desidia, inequidad, ¡política!, ¡políticos! Puede que fueran epítetos excesivos, pero no impropios ni descaminados: “La culpa es de…”.

Siempre que esto sucede hay un mirar hacia atrás, hacia las causas, se buscan culpables. Mas de nada sirve, pues, la gran pregunta, ¿quién?, es demasiado simple. ¿Por qué?, ¿cómo?, ¿para qué?, ¿hasta cuándo?… son sus enigmas corolarios, pero nunca serán suficientes las preguntas, ni encontrarán certeras respuestas si no son bien hechas. Y no lo son.

Las preguntas y respuestas están en la propia naturaleza del fuego y en su complejísima relación con los seres humanos. Indaguemos en ellas, a ver si encontramos una chispa de luz que sirva para algo, que ilumine a alguien.

El arma del fuego

En el origen fue el fuego y el agua, con su ayuda la tierra engendró y maduró la vida. Luego vino nuestra especie, su expansión, su cultura. Desde el principio, la humanidad mantuvo con ellos una vieja pendencia: ¡someter su voluntad escapista! 

Es una larga historia que empezó hace mucho, mucho tiempo… Necesitaremos algunos minutos para relatar esa bella y terrible peripecia.

Nadie sabe cuándo se inició la pendencia del agua, pero la del fuego empezó hace un millón y medio de años, cuando un titán llamado Prometeo, “el que ve antes que los demás”, le robó el fuego a los dioses que moran en los cielos para entregárselo a sus primos humanos, que, todo sea dicho, eran bastante brutos y andaban de acá para allá, a la que caía. 

Eso sucedió en un ardiente continente llamado África, “el sin-frío”, pero el mito asegura que fue en Grecia, aunque bien podría haber sucedido en Atapuerca o Extremadura, dos territorios soleados en los que casi nunca llovía. 

El jefe de los dioses, un tal Zeus, “el que brilla”, que se divertía lanzando rayos a su antojo, se enfadó severamente e hizo tres cosas. La primera castigar al ladrón a permanecer de por vida encadenado a una roca enorme y sufrir una especie de hepatitis crónica muy dolorosa. La segunda, prohibir el uso libre del fuego, “el que quema los fresnos”, limitar su inmenso poder a los hogares, bajo el control de su hermana Hestia, o las fraguas, bajo custodia de su sobrino Hefesto, donde al menos no haría más daño que chamuscar las chuletas o quemarle el mandil al herrero divino. 

Quienes sabían de eso, los dioses del cielo y del subsuelo, dictaminaron que el fuego libre de los rayos o los volcanes era una cosa demasiado seria para dejarla en manos de esos homínidos ansiosos y voraces que caminaban erguidos y fatuos. ¡Demasiado riesgo! Que se contenten con el fuego de Prometeo, el encadenado.

Pero dejemos los mitos fecundos y horneemos nuestro pan de cada día. 

Lo cierto es que los primitivos humanos enseguida se beneficiaron del fuego, aprendieron a usarlo para iluminarse, calentarse, cocinar y divertirse. Es más, como tenían luz y calor habitaron las cuevas, las convirtieron en moradas con una llama votiva siempre encendida; así empezaron a trasnochar, a chismorrear, a inventar ideas y herramientas y compartirlas, de esa manera progresaron mucho, tanto que acabaron generando la técnica, las artes y la cultura, entre ellas la gastronomía y la pirotecnia. Se comprende que el fuego fuera adorado, atesorado, custodiado, que se ingeniaran todo tipo de artilugios para prenderlo, conservarlo y apagarlo. 

Pero el fuego descendiente del celeste rayo, del volcánico ardor, aun domesticado, mantuvo siempre algo de su libérrima condición, de su voluntad escapista, en eso se parece mucho a la otra gran fuente de vida, el agua. Los dos tienden a fugarse a nada que nos descuidemos, de ahí que pronto tuviéramos que inventar dos profesiones, las de fontanero y bombero, a cuál más estimada y cada vez más necesarias.

En resumen, que los humanos le debemos al fuego casi todo lo que somos, el progreso, la ciencia, la cultura, el lenguaje de los cuentos, la belleza de las artes, el orgullo de la especie, pero también el engreimiento y el endiosamiento. Todas las virtudes y todos los defectos nos engordaron a la luz del fuego y el calor del hogar. La inteligencia y la destreza, la colaboración y la familia, pero también la envidia, el odio, la agresividad, la violencia, la guerra… y los incendios, esos dragones flamígeros que se vengan de sus propios dueños porque los tienen apresados.

El fuego en nuestras manos fue una “provisión” cargada de futuro, una herramienta prodigiosa, pero también un arma peligrosa, no en vano las más dañinas se llaman “armas de fuego”, esas que empleamos para aniquilarnos sin tiznarnos las manos. 

Cuando el fuego escapa, se encabrita y resopla, penachos de ardientes amapolas coronan las florestas y asolan las praderas. Su fuerza y belleza es tal, que a unos les estimula el lirismo y a otros les despierta el bruto arcaico que lleva dentro.

Pero todo eso dura poco, pues tan violenta es su iracundia que ni los dioses pueden estar seguros en sus tronos del cielo, en sus grutas abismales. Tal es su titánica fogosidad.

Pero, si ha leído con atención, debería preguntarse cuál fue la tercera cosa que hizo Zeus. 

La tercera es más difícil de explicar. Fue entregarles, a través de la cuñada de Prometeo, la famosa Pandora, una caja llena con todos los dones, virtudes, vicios y tentaciones, y prohibirles que la abrieran. Como se puede comprender, entre tentar e intentar solo hay una minúscula “in” de inquietud, de insensatez, y los inteligentes humanos poco tardaron en adivinar la contraseña, la abrieron y salieron todos los dones y males menos uno, la esperanza, la peor de todas las virtudes, o el menor de todos los vicios, según se quiera, pues el sabido que el que espera desespera y el que desespera desatina. 

Esperar de nuestra estirpe orgullosa que sea previsora, como Prometeo, que aprenda y se modere, como los griegos sabios recomiendan, es demasiado esperar, pues somos esclavos de la genética de monos pirómanos que aún nos domina. 

Seguiremos jugando con el fuego como niños fascinados, esgrimiéndolo como rayo fulgente en las fiestas, como arma vengativa en las contiendas. Se escapará de nuestras manos, o lo liberaremos incendiarios. Y matará, y moriremos. 

Pero el fuego primigenio seguirá ardiendo para siempre, incluso después de nuestra especie. Y nosotros, mientras existamos, seguiremos “jugando con fuego”, cayendo una y otra vez en la trampa ingenua de pretender dominarlo, de liberarlo y apresarlo a nuestro antojo, como si fuéramos titanes o dioses.

Pero no lo somos y tenemos las manos tiznadas.

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