Clasicismo literario (II): La incorporación romana

El dios invadió al cisne, ebrio de urgencia

temblando de sentirle tan hermoso,

y en él se abandonó turbio, azaroso.

Más ya el dolo apremiaba a la inminencia

del acto, aún sin pulsar palpitaciones

del no estrenado ser. Y ya la abierta

recibía en el cisne a ciencia cierta

al Encarnado. Y supo. Últimos dones

él suplicaba, y viéndose perdida

nada pudo cubrir. Mano vencida

burlo el cuello a través, lazo tras lazo,

y el dios sin fin se desató en la amada.

Sólo entonces gozó pluma esponjada

y de verdad fue cisne en su regazo.    

     Rainer María Rilke, versión de Gerardo Diego.

 

 (Viene de Clasicismo literario (I): Orígenes griegos)

La cultura griega, en fin, es el verdadero “Rapto de Europa”, y la primera seducida fue inevitablemente la cultura y estilo de vida romanos, la cual en su primitiva etapa republicana ni siquiera conocía otra aplicación de las letras fuera de las requeridas por la Gramática y Jurisprudencia más elementales. No hay por qué llegar a los extremos de Heinrich von Treitschke -quién declaró que las letras romanas no son más que “literatura griega escrita en latín”- para reconocer la incuestionable deuda de magisterio y sensibilidad que éstas contrajeron con aquellas. Y lo incuestionable se expresó posteriormente en estas atinadas y francas palabras de Horacio: “Grecia fue tomada: pero ella, a su vez, se apoderó de los rudos vencedores y llevó las artes al rústico Lacio”. Fue este mismo Horacio, ¡hombre ejemplar![1], quién escribió la otra gran poética de la antigüedad tras la aristotélica, y la única romana que nos ha llegado completa: se trata de la Epistola ad Pisones, también conocida simplemente como Arte poética. La motivación declarada de Horacio al redactarla era poner coto a las tendencias que en Roma principiaban a confundir poética y retórica, de tal manera que el estilo comenzaba a interesar más que el contenido, tanto para hablar (dado que ya no hay democracia, hablar se había convertido en una práctica puramente ornamental), como para escribir. Demetrio, por ejemplo, había establecido en su tratado Sobre el estilo cuatro estilos de prosa, útiles todos ellos para hacer filigranas con el lenguaje, puesto que “en resumidas cuentas, el lenguaje es como una masa de cera con la que uno modela un perro, otro un buey, aquel un caballo…”. Con su opúsculo, Horacio asume sobre sí la tarea de corregir esta situación en el sentido de recomendar, por el bien sobre todo del auditorio, un sano equilibrio entre prodesse y delectare (“instruir” y “deleitar”), dos posturas posibles para la acometida del acto literario que quedarían así definidas polémicamente para la posteridad. En adelante, en efecto, el poeta consciente habrá de escoger en Occidente entre o bien la tríada “grave” ars-docere-res (arte para la edificación centrado en la enseñanza de la naturaleza de las cosas), o bien la tríada “ligera” ingenium-delectare-verba (el ingenio aplicado al deleite del estilo suministrado por la bella ordenación de las palabras), una dicotomía insalvable todavía hoy para nosotros.

Además de aconsejar, como decimos, una adecuada proporción entre ambas, Horacio propone en la Epistola una teoría de los géneros, como Demetrio, y una doctrina de lo que denomina la retractatio (y que es, nada más y nada menos que, una vez más, la práctica de una ascesis de renunciación en favor de la imitación de los clásicos). Y por si esto fuera poco, la admiración casi reverencial hacia los clásicos por parte de sus propios herederos -inmediatos, desde nuestro punto de vista actual-, adquiere tintes casi idolátricos en la obra de Quintiliano, quién, sobre la retractatio horaciana, añade la exigencia de una ¡mimesis sobre la mimesis de los clásicos!, es decir: una imitación en tercer grado a la que ya importa poco la naturaleza objeto de transfiguración poética. Esto mismo puede decirse, pese a la muy distinta dirección de sus intereses, de la corriente hermenéutica que, con fines moralizantes, comienza en el helenismo epigonal a hacer uso de la alegoría como clave interpretativa de los textos mitológicos o sapienciales. Pero, como dice a este respecto Borges, “para todos nosotros, la alegoría es un error estético (…)“. En la página 222 del libro de Croce La poesía (Bari, 1946), el tono es más hostil: “La alegoría no es un modo directo de manifestación espiritual, sino una suerte de escritura o de criptografía”. Alegorizar, en efecto, es utilizar un doble código -texto y sub/texto- para construir el texto literario, y en consecuencia una especie de la ventriloquía cuando lo que se hace es interpretar los dichos o narraciones de autores difuntos como si hubieran estado poseídos de la secreta intención de escribir, como los implicados en una guerra o los altos cargos amenazados de conjuras, en lenguaje cifrado –Julio César, de hecho, fue el primero en utilizar de la criptografía en sus misivas-. En realidad, lo que malamente encubre la interpretación alegorizante es, además de su obvia y primaria vocación sermoneadora[2], ante todo y sobre todo la pérdida del sentido histórico, con el consiguiente “ruido” interpretativo a la hora de intentar revivir palabras, conceptos, mitemas y filosofemas relativos a formas de vida muertas ya de un modo casi definitivo para la contemporaneidad correspondiente[3].

Por último, no puede dejarse en el olvido aunque sea la mera mención de la doctrina estética del neoplatonismo de Plotino en el s. III d.C., tan decisiva en el renacimiento, y donde “por primera vez en la historia de las ideas estéticas (según J. Plazada), encontramos referida la belleza artística a lo que más tarde se llamará expresión” –“expresión”, se entiende, no del hombre finito individual, como veremos que predicará el romanticismo europeo siglos más tarde, sino de la totalidad del mundo natural mismo presidido por la unidad trascendente, de la cual la Belleza es uno de sus atributos dominantes-. Con el neoplatonismo, en rigor, toca a su fin el clasicismo filosófico griego, y con él toda una era de pensamiento estético sin parangón en ninguna otra cultura antigua o primitiva -donde sencillamente, y que sepamos, no ha tenido lugar reflexión consciente alguna acerca del arte-. El cristianismo avanzado incorporará ávidamente sus ideas, por la simple razón de que apenas tiene otras distintas que aportar o desde las que oponerse a su influjo (la iconoclastía bizantina fue un fenómeno puntual de naturaleza más político-económica que propiamente artística o religiosa). Realmente, no puede decirse que fuera una mala carrera para una tradición puramente regional que dio sus primeros pasos con intuiciones míticas acerca del arte y la poesía que giraban en torno a temáticas como la disputa musical entre Apolo y Marsias -la lira contra la flauta-, o los relatos del argonauta Orfeo, el cantor que con su lira hechizaba a hombres y dioses e incluso hacía bailar a su alrededor a animales y a las mismas piedras.

Justamente ha sido el agudo sentido histórico del romanticismo, rival acérrimo del clasicismo normativo del s. XVIII, como indicaré más adelante, el que nos ha permitido u obligado a comprender mejor (aunque solo fuere por la necesidad de superar sus puntos de vista críticos, lo cual incluye al Nietzche de El nacimiento de la tragedia), ese clasicismo tácito o inconsciente -al menos, enteramente- de sí mismo que es el gran clasicismo antiguo. Tentativamente, diré que el clasicismo en general puede ser descrito como descuido del hombre tomado aisladamente (“Conócete a ti mismo”, reza la primera máxima délfica, en indirecta admonición a reconocerse como inferior al dios), para atender a la reglamentación del mundo natural en la cual queda integrado el hombre como su custodio esencial así como responsable único de velar por el orden y medida de sus manifestaciones –tan solo en tanto involucrado en esta tarea ontológica quedaría, según esta lectura heideggeriana, el hombre distinguido de los animales. De este modo, el metrón -la “medida” en griego-, clave de bóveda del clasicismo antiguo, implica ambivalentemente tanto al hombre como a la naturaleza, por cuanto que el orden y la medida inherentes a la praxis artística pertenecen para el griego, desde luego, de suyo a la naturaleza, pero tampoco entendida aisladamente -de manera tal que solo podríamos hablar del caos indiferente, de la fuerza ciega de la phýsis-, sino bajo la condición de su inspección por el hombre así definido relativamente a ella (“De nada demasiado”, reza la segunda inscripción délfica). “Clasicismo” sería, si no estoy muy equivocado, una inteligencia del arte como mediación entre hombre y naturaleza a través no de la historia, o del genio, o de la producción tecnológica, sino de la naturaleza de la palabra –logos-, la cual procura la dignificación de ambos en el acontecer de la verdad en el arte (o igualmente en el discurso). Algo, en cualquier caso, muy alejado de una mera cuestión estética, lo cual es producto de un enfoque muy posterior y ya enteramente moderno -consagrado por Baumgarten en el s. XVIII-.

Los Juegos Olímpicos antiguos, en fin, se cerraron definitivamente en 393 d.C. Su clausura después de un milenio de regularidad sea lo que quiera (guerras, catástrofes naturales, invasiones, etc…) que conmoviese al mundo clásico, marca el cierre simbólico de la antigüedad greco/latina. Pero eso no afectó demasiado a la determinación inconmovible de la literatura occidental por la preeminencia de las letras clásicas. Ejemplo autóctono de ello lo tenemos en 1481, momento en que Pedro Antonio de Nebrija, autor de la primera Gramática del castellano, a la hora de dedicar a su alta patrona Isabel la Católica sus Introducciones Latinae, manual de lengua latina clave en la implantación de una educación humanista en la península ibérica, escribe estas palabras: “Todos los libros en que están escritas las artes dignas de todo hombre libre yacen en tinieblas sepultados”. A criterio de Nebrija, pues, conocer el instrumento del latín es el medio más directo de redescubrimiento de aquellas obras modélicas capaces de humanizar al hombre; por esta razón, aunque en una oscilación periódica de muerte y resurrección (sepultura y exhumación), las letras clásicas, como el Cid Campeador, es justamente después de su fin cuando más guerra comienzan a dar -y cantos a justificar, que no otra cosa es en resumidas cuentas la historia de nuestra literatura: un canto más o menos explícito, más o menos nostálgico o aquiescente, a la aurora (por supuesto, de rosados dedos, como adjetiva una y otra vez la Ilíada) de la tradición grecolatina-.

 


[1] Esta expresión, que extraemos de los diálogos platónicos, no solo la aplicamos jocosamente, sino también en justicia, puesto que Horacio consiguió que la poesía adquiriera una nueva categoría en la sociedad romana y gozara de un prestigio sin precedentes. Debió de ser un señor bajito y obeso, si damos fe a la anécdota que refiere que el emperador Augusto, al recibir una nota muy corta de Horacio, le preguntó irónicamente si acaso tenía miedo de escribir libros que fueran mayores de talla que él. Séneca, en cambio, a quién la historia ha consagrado como modelo de hombre virtuoso y efectivamente ejemplar, distaba mucho de ser ese hombre totalmente intachable que asegura la tradición: Tácito, por ejemplo, se preguntaba cómo había logrado Séneca reunir 300 millones de sestercios en tan sólo cuatro años, dada además su sospechosa proximidad al venal emperador Nerón. (Tomó la cicuta, por cierto, junto a su sobrino Lucano, hábil poeta, según parece, cuyos versos fueron prohibidos como consecuencia de haber vencido en una ocasión al más que “enchufado” Nerón en un concurso de poesía; su resentimiento le llevó a participar de la conspiración por la que fue condenado).

[2] Entre los griegos, Diógenes Laercio, por ejemplo, dice en el Libro VIII de sus Vidas de los más ilustres filósofos griegos: “Jerónimo escribe que habiendo descendido al infierno -se refiere al sabio Pitágoras-, vio el alma de Hesíodo atada a una columna de bronce, y rechinaba; y a la de Homero, colgada de un árbol y cercada de culebras, por lo que había dicho de los dioses”. Con la aparición de las religiones helenísticas y del cristianismo, ni que decirlo tiente, la tendencia aleccionadora de la alegoría se extendió hasta el infinito.

[3] Las formas de vida de las polis griega y aún antes, naturalmente. Puesto que nada quedaba fuera de la esfera de la vida pública en el periodo clásico del mundo antiguo, ciertamente hubo momentos en que una cierta censura trato de canalizar políticamente las producciones artísticas. A este respecto, Arnold Hauser nos propone un significativo ejemplo relativo al teatro, sin duda la más importante y popular de las manifestaciones culturales en Grecia, allí donde el pueblo heleno escenifica sus más hondas convicciones morales, religiosas y antropológicas: “Según se nos cuenta, Frínico fue castigado por convertir la toma de Mileto en tema de una pieza; esto sucedió porque su manera de tratar el tema no correspondía a la opinión oficial y no, desde luego, porque él hubiera faltado al principio de el arte por el arte o algo así”.

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