Wislawa Szymborska, alta sensibilidad

Lo extraordinario de escribir es que un texto puede llegar a alguien muy lejano que, de pronto, se reconoce afín y que establece una intimidad desconocida con el autor, a veces de forma reiterada, durante mucho tiempo. Y el autor comienza a pertenecer a otra vida sin siquiera saberlo, como a la suya pertenecen algunos autores a los que lee con pasión y que, con frecuencia, siente más próximos a él que sus familiares mas cercanos, que sus amigos con los que bebe cerveza cada día.

 

 

En la escritura hay también este impulso, pertenecer a la intimidad de otros, lo que tiene algo que ver con cierta idea de inmortalidad o con el afán de reproducción que acompaña a la especie humana. Wislawa Szymborska (Prowent, actual Kórnik, 1923 – Cracovia, 1 de febrero de 2012) se encuentra esta mañana de domingo, mientras escribo estas líneas, tomando el sol conmigo, compartiendo mi zumo de naranja, mi café con leche, mi tostada con mantequilla, participando en lo que se me pasa por la cabeza o en las emociones que siento ahora mismo. Está viva y ella nunca lo sabrá. Pero sí sabía, hasta el momento en que murió, que estaban vivos los autores de los textos que ella amaba. Y quizá por eso escribía. Para atravesar el tiempo y la edad y el espacio. Y aparecer en hyperbole cualquier noche o cualquier domingo con sol.

 

 

Por eso queremos presentarla a nuestros lectores. Porque era muy importante y tenía un premio Nobel, pero nosotros no la conocíamos y, desde que lo hicimos, a través de este artículo de Fernando Savater, ha formado parte del clima gozoso del nacimiento de la revista, ha contribuido a hacer el aire más trasparente y las ideas más claras y ya es casi una vieja amiga con la que nos podemos fumar un cigarrillo o tomar una taza de café o una copa de licor, actividades que parece que le gustaban bastante. Al menos, para hacerse fotos en las que simulaba estar poseída por algo parecido a la alegría de vivir.

 

 

Elegimos un poema, pero aquí se pueden leerse varios más y, desde allí, se puede saltar a sus libros y leer más y aprender de memoria algunos y ya tratar inútilmente de olvidarlos, porque sería como tratar de olvidar verdades esenciales que nos conforman, sin las que no podríamos vivir y seguir siendo los mismos o, simplemente, estar auténticamente vivos.

 

 

Amor a primera vista

Ambos están convencidos
de que los ha unido un sentimiento repentino.
Es hermosa esa seguridad,
pero la inseguridad es más hermosa.

Imaginan que como antes no se conocían
no había sucedido nada entre ellos.
Pero ¿qué decir de las calles, las escaleras, los pasillos
en los que hace tiempo podrían haberse cruzado?

Me gustaría preguntarles
si no recuerdan
-quizá un encuentro frente a frente
alguna vez en una puerta giratoria,
o algún “lo siento”
o el sonido de “se ha equivocado” en el teléfono-,
pero conozco su respuesta.
No recuerdan.

Se sorprenderían
de saber que ya hace mucho tiempo
que la casualidad juega con ellos,

una casualidad no del todo preparada
para convertirse en su destino,

que los acercaba y alejaba,
que se interponía en su camino
y que conteniendo la risa
se apartaba a un lado.

Hubo signos, señales,
pero qué hacer si no eran comprensibles.
¿No habrá revoloteado
una hoja de un hombro a otro
hace tres años
o incluso el último martes?

Hubo algo perdido y encontrado.
Quién sabe si alguna pelota
en los matorrales de la infancia.

Hubo picaportes y timbres
en los que un tacto
se sobrepuso a otro tacto.
Maletas, una junto a otra, en una consigna.
Quizá una cierta noche el mismo sueño
desaparecido inmediatamente después de despertar.

Todo principio
no es mas que una continuación,
y el libro de los acontecimientos
se encuentra siempre abierto a la mitad.

De “Fin y principio” 1993      
Versión de Abel A. Murcia

 

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