Somos solitarios.
Tenemos que aceptar nuestra existencia
tan ampliamente como sea posible.
Todo, aun lo inaudito,
debe ser posible en ella.
Pues sólo quien está apercibido para todo,
quien nada excluye, ni aun lo más enigmático,
sentirá las relaciones con otro ser como algo vivo.
Todos los dragones de nuestra vida tal vez sean
princesas que sólo esperan
vernos un día hermosos y atrevidos.
Rainer María Rilke
La ciencia-ficción puede no ser una escuela de gran literatura, pero desde luego lo es de gran imaginación. Por eso casi desde el principio se despega de la literatura propiamente dicha y se trasplanta al cine, al cómic, a la revista pulp e incluso a la radio, como una plaga. Y por eso tan a menudo da lugar a morralla, ya que debe no sólo reinventarse el mundo, como cualquier obra artística, sino también las reglas que rigen en ese mismo mundo, lo cual a veces puede parecer un capricho demasiado idiosincrásico, ridículamente personal. Pero cuando acierta, cuando la ciencia-ficción es buena, es muy buena, y no sólo fruto de las obsesiones escapistas de su autor. Después de todo, la perspectiva de un futuro distinto a lo que conocemos, y en el que queden implicadas dimensiones siderales y cambios tecnológicos, se nos impone a los pueblos de la Tierra por igual, y creo que ya no tiene vuelta atrás. Se trata, por tanto, en la sci-fi, de afrontar eso, de ponerse la mano de visera a resguardo del sol de la actualidad y otear el pavoroso abismo del porvenir, a ver si es verdad que, como señalaba Nietzsche, el abismo va y nos devuelve retadoramente la mirada…
Entré en contacto con la saga de Ender fortuitamente, en una Feria del Libro. Hace ya tanto, que hasta me parece recordar que volvía de una manifestación contra la OTAN, o algo así, pero igual me lo he inventado. Siempre me han producido un miedo difuso las manifestaciones, en lo que tienen de demasiada gente junta metiendo ruido, y terminar una de ellas comprando un libro me parece ahora toda una declaración de intenciones vital a tan temprana edad. Yo iba para lector solitario y para cobarde de realidad, y acababa de escoger precisamente y sin saberlo la novela de un niño solitario, pero singularmente épico. El juego de Ender, en efecto, es, en sí, una historia casi inverosímil, porque trata de la forja de un líder que sin embargo tiene escrúpulos. Quien haya visto la película que le dedicaron casi veinte años después puede hacerse una idea, y aunque le hayan estropeado el final, no perderá en absoluto su tiempo si acude a la obra original. Porque esa primera parte, y las dos siguientes (La voz de los muertos, Ender el Xenocida) están repletas de una humanidad[1] y una ternura que en la película se pierde en gran parte a base de intentar potenciar el espectáculo de la épica castrense. De lo que se trataba, en realidad, en la saga de Ender -aunque se pierda a partir de la cuarta entrega, Hijos de la mente, que ya no pasa de entretenida-, me parece a mí, era de la coexistencia entre extraños. Orson Scott Card, su autor, fue capaz de sacarse de la cabeza varias especies alienígenas inteligentes sumamente complejas (incluida una de miembro único, como los ángeles de Santo Tomás), y ponerlas en danza por una cuestión de elemental supervivencia. Lo grande del argumento reside no en que tengan que luchar entre ellas, física o dialécticamente, sino en que, al contrario, deben aprender a ser compatibles en un mismo universo, una vez que se han encontrado. Los problemas vendrán de ahí, de entenderse, y no de aniquilarse mutuamente. El protagonista, Ender -apodo de Andrew Wiggin, de lo que se olvidan en el film- aprende con la edad y la experiencia a ser el árbitro de este diálogo y el artífice del encaje entre seres y formas de vida diversas, puesto que él, más que nadie, sufrió las consecuencias en sus carnes morales, si se puede decir así, de equivocarse, prejuzgar, fiarse de las apariencias y terminar por odiar y aniquilar lo desconocido sin el conocimiento suficiente. En La voz de los muertos, además -que seguramente sea la más sutil sentimental y narrativamente de todas, y de la que esperemos que no hagan versión cinematográfica alguna- tiene que esmerarse a hacer eso mismo también entre humanos de su propia especie, lo cual resuelve implicándose personalmente, comprometiéndose hasta el tuétano, en un giro genial que honra al autor de estas ficciones y que confiere espesor y autenticidad a su héroe.
Orson Scott Card debe su fama principalmente a esas tres novelas, aunque ha escrito muchas otras. Yo he leído unas cuantas más, y son también estupendas (Maestro Cantor, la saga de Alvin Maker, El hacedor, Esperanza del venado, La gente del margen…) El dato que siempre sorprende acerca de él es que es de religión mormona, además de descendiente de varias generaciones de esta atípica confesión. Esto explica las pocas veces que ha saltado a la actualidad por sus declaraciones en contra del matrimonio gay o de este o aquel político. Hay una cierta paradoja -semejante a la que él introduce de que el Xenocida y la Voz de los Muertos sean la misma persona- en que Card inste al lector a comprender y hasta amar en su diferencia a sus alienígenas de ficción y sin embargo él no entienda individualmente las motivaciones y deseos de sus congéneres reales. Pienso que son cosas raras que sólo tienen lugar en cabezas de índole religiosa, máxime cuando tienen que obedecer a una determinada organización que anula en buena medida su propio criterio. Es como lo de las manifestaciones o protestas callejeras, que si uno no se entrega ciegamente a la causa descubre que no siempre tiene por qué coincidir con todas y cada una de las proclamas que se realizan en ellas. Lo curioso es que propio Card escribió sobre ello indirectamente en Ender el Xenocida, donde una niña china (se diría que Card es especialista en emociones infantiles extremas) sufre un condicionamiento fuerte a partir de lo que hoy llamaríamos “lavado de cerebro” cultural. En cualquier caso, en aquellas tres novelas Card concibió una verdadera epopeya de la convivencia totalmente imaginaria, que calienta el corazón y estimula el cerebro leer. El juego de Ender, en particular, es una Bildungsroman y una educación sentimental, una novela de estrategia y el sueño de cualquier chaval a la vez (los versos de Rilke arriba transcritos me parece que le van como anillo al dedo). La voz de los muertos, por su parte, amplia los problemas de la trama pero también los hace madurar, es abrasiva emocionalmente y transcurre toda ella en un ambiente pseudo-portugués/brasileño que le aporta un gran encanto. Por último, Ender el Xenocida remata el relato consiguiendo que tres de las especies extraterrestres se comuniquen entre ellas, al margen de la intercesión de Ender, y presenta algunos de los personajes humanos más queridos por el lector en su vejez, lo cual requiere de no pequeña habilidad y empatía literaria por parte de Card.
A mí me gustaron mucho en su momento, creo que eso ha quedado claro. Por entonces, además, no albergaba prejuicios contra los escritores vivos, “infame turba” que la posteridad aún no ha ayudado a cribar. En estos libros, por cierto, se hace también una cierta reflexión acerca de la posteridad, puesto que el mismo crío que fue entrenado para matar eficazmente y ahogar su parte sensible -y su parte sensible es su hermana Valentine…- sufrirá luego con los siglos el desprecio de aquellos mismos a los que salvó. La posteridad es realmente así, muy a menudo traidora y canalla, además de incontrolable, y pocas veces quien brega duramente por ella sale tan bien parado como Aquiles el de ligeros pies. El género de la ciencia ficción consiste es algo parecido a eso: tematizar cómo por muy alto que nos creamos que hemos llegado, el futuro puede cambiar las tornas enteramente, que el Tiempo es en cierto modo el horno en que se cuecen las sorpresas. La saga de Ender, que, según leo, ha alcanzado hasta las 11 novelas y algunos relatos cortos, no es una excepción. Una vez globalizada la Tierra, con todas las dificultades que quedan todavía por delante para cohesionar eso, se plantea cual sería el paso siguiente, la conquista siguiente, la sorpresa siguiente. Lo que Card trató de mostrar a través de la gran imaginación futurista propia del género de la ciencia ficción es que la xenofobia no es ni puede ser nunca una opción. Y, también, eso tan bonito y fantasioso (Rilke lo reproducirá en prosa en Cartas a un joven poeta) de que “todos los dragones de nuestra vida tal vez sean princesas que sólo esperan vernos un día hermosos y valientes”.
[1] Utilizo esta palabra, “humanidad”, en el sentido “humanitario” en que lo hacen los informativos o las asociaciones de ayuda a los refugiados y tantas otras, pero me temo que habría que admitir que tan humana es la solidaridad como la crueldad. Que la primera nos sea esencial, y la segunda accidental en nuestra común condición humanoide, o más bien al revés, son conjeturas sobre la que los datos empíricos no nos informan ni poco ni mucho, puesto que tantos hay en un sentido como en el otro, y por tanto se trata, me parece, de una decisión que cada uno debe tomar por su propia cuenta.
Aunque escribí esto hace un tiempo, casualmente esta semana he vuelto a ver la adaptación al cine con mis alumnos. Hasta en la película, tan amputada, se adivina la grandeza épica y moral de la historia. El desenlace es realmente tremendo, habida cuenta además de que provoca esa bestial conmoción trágica en un niño pequeño. La comparación que se hace en el film, de la mano de Harrison Ford, entre Ender y Napoleón o Julio César en realidad dejaría pequeños a estos dos últimos, siendo como son históricos y reales. No porque Card nos haga creer que la pericia estratégica de su personaje es superior a la de aquellos genios, sino porque la amargura de su victoria está a la altura de la imaginación de un Sófocles. Pero lo bueno es no acaba ahí, luego viene un epílogo tanto más bello, edificante y emotivo en proporciones cósmicas cuanto más necesario para cerrar la conclusión moral del relato. Y esa conclusión apunta a la convivencia, sí, pero también al altísimo valor de toda vida en un universo inmenso y frío -aunque esa vida nos resulte repugnante a primera vista, un soplamocos altamente alusivo contra nuestros prejuicios más rudos con el que ya había jugado el gran Arthur C. Clarke en El fin de la infancia, aprovechando la idea mucho peor que Card, a mi juicio.