(Córdoba, Argentina), envío por télex. “El 14 de noviembre, nueve días antes de cumplir setenta años, fallecía el ilustre músico y compositor español Manuel de Falla en su chalé de ‘Los Espinillos’ a causa de una parada cardiaca mientras duerme”. El mismo día de la muerte de Falla, ese 14 de noviembre de 1946, como cuenta el remitido cordobés, con ese inefable tiempo presente de ‘mientras duerme’ para dar cuenta de un pasado cerrado y ya inamovible, celebraron mis padres su matrimonio –a más de 10.000 kilómetros de distancia del óbito de Falla– en la iglesia de Jesús del municipio de Almadén, al sur de la provincia de Ciudad Real. En horario vespertino, según oí contar. De todo ello, va a hacer ahora 75 años, tres cuartos de siglo.
Manuel María de los Dolores Falla y Matheu, más conocido como Manuel de Falla nació en Cádiz el 23 de noviembre de 1876, concretamente en la Plaza de Mina nº 3. La pasión por la música la recogió de su madre que era interprete de piano y de su abuelo. En 1904 compuso la ópera La vida breve, el cual ganó el primer premio de un concurso convocado por la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. El ganador debía representarla en el Teatro Real de Madrid, pero tuvo que representarla ocho años después en Niza.
Afincado en París desde 1907, por consejo de Joaquín Turina y Víctor Mirecki, entró en relación con Claude Debussy donde influye en obras como Noches en los jardines de España. En París también conoció y trabó amistad con Pablo Picasso. En 1914 vuelve a Madrid y compone sus obras más célebres: la pantomima El amor brujo y el ballet El sombrero de tres picos. Su estilo fue evolucionando a través de estas composiciones desde el folklore, inspiradas en temas andaluces o castellanos, hasta un nacionalismo inspirado en el plano musical del Siglo de Oro español. En 1919 se trasladó a Granada viviendo en a callejuela de la Antequeruela Alta, en la ladera de la Alhambra donde ya vivía retirado rodeado de un grupo de amigos donde uno de ellos era el poeta Federico García Lorca. En 1936, Falla intentó por todos los medios salvar a Lorca del fusilamiento, aunque no llegó a conseguirlo. En sus últimas obras como Concierto su estilo fue haciéndose más austero y conciso. Los últimos veinte años de su vida, Manuel de Falla los pasó trabajando en la que consideraba que debía de ser la obra de su vida, La Atlántida. El 28 de septiembre de 1939 es invitado a Buenos Aires por la celebración del 25 aniversario de la Institución Cultural Española de Buenos Aires. Fue un exilio disimulado saliendo de los problemas de la guerra Civil española y los que vendrían después, como fuera la 2º Guerra Mundial en Europa. Vivió su exilio gracias a las ayudas económicas de su mecenas, Cambó. Más tarde se retira a vivir a las montañas en la región de Córdoba, concretamente en Alta Gracia. Muere el 14 de Noviembre de 1946 sin haber podido culminar su gran obra, La Atlántida. Fue trasladado en 1947 desde el Cabo Buena Esperanza hasta la islas Canarias y allí tomo el barco hasta Cádiz en donde lo esperaban para su funeral aparte de su familia, José María Pemán, Raimundo Fernández Cuesta (Ministro de Justicia en representación del Estado) y amigos. El papa Pío XII dio el visto bueno para que su cuerpo fuera enterrado en la Catedral de Cádiz, actualmente al lado de Pemán.
El funeral de Falla se celebró en la Catedral de Córdoba, el 18 de noviembre, cuatro días después del óbito y merced a la intervención del consulado español de Buenos Aires. El 22 de diciembre sus restos son embarcados, en el atracadero de buques de Puerto Madero de la capital federal, rumbo a España y, acompañados de su hermana María del Carmen, arriban al puerto de Cádiz el 9 de enero de 1947, tras la escala de Las Islas Canarias. Navidades de travesía atlántica y brumas vespertinas son los señuelos de la navegación. Incluso el paso del año 46 al 47, celebrado en la soledad del camarote, sin ánimos de bajar al cotillón que celebra la tripulación, mientras los restos de don Manuel ocupan en la bodega el espacio reservado para estos traslados excepcionales, pero no infrecuentes Su cuerpo será depositado, definitivamente, en la cripta de la catedral de su ciudad natal.
La trayectoria en barco, desde Buenos Aires a Cádiz dura nada menos que 18 días. No unos días cualesquiera, sino justamente los que acontecen en torno a las Navidades de 1946. Ya es raro pasar esas fechas embarcados en alta mar, por muchas fiestas que se organicen a bordo para hacer más amena la travesía y más llevaderos los días que transcurren lentos y plagados de luces cortas. De esta forma se puede soportar el encierro que supone un camarote reducido y los paseos interminables por las galerías de babor y de estribor recorridas por la bruma de alta mar. Ahora mirar sobre la proa que avanza sobre las aguas interminables de un azul cada vez más grisáceo; ahora mirar sobre la popa que deja su estela blanca que se va confundiendo con las aguas interminables de un tono ceniciento. Aconsejan estos paseos para despertar el apetito, para reponerse del aire viciado y para flexibilizar el cuerpo con el movimiento. Pero llega un momento en que hay que parar y volver al salón o al camarote; interrumpir los ejercicios de paseos por las bandas de cubiertas y postrarse sobre el sofá de la cafetería para releer nuevamente esa revista gráfica argentina que ya se conoce uno de memoria. O volver al camastro del camarote, mal iluminado siempre por el ojo de buey que descubre solo un círculo gris de cielo abstracto. O ¿es agua igual de gris que el cielo grisáceo?
¡Qué viaje más triste el de María del Carmen Falla! Paseando por las cubiertas, merodeando por los corredores, tratando de dormir a veces, sin olvidar a su hermano Manolo. Sin olvidar que el cuerpo frío de su hermano Manolo reposa en la bodega ya citada. En un espacio acondicionado con temperatura inferior a la exterior en noviembre en el océano, con puerta especial bajo llave, que protege el traslado de los restos de otras mercancías que también se transportan.
¡Quien lo habría dicho! Un regreso a España de esta manera, en la humedad continua de la bodega y en el tiempo de las Navidades, sólo roto por el esporádico eco de la sirena; que en ocasiones disparan con propósitos desconocidos para el pasaje.
Mientras el barco avanza con parsimonia en su trayectoria acuática, con una lentitud que llega a exasperar a casi todos: tripulación en su conjunto y pasajeros en sus diversas categorías; mis padres –ya casados y oficializada la unión matrimonial– han comenzado su viaje de novios en ese noviembre de la larga posguerra europea que ya dura dieciocho meses y aún se reconoce por los escaparates escuálidos con vidrios rotos no repuestos, y por las calles poco iluminadas de las ciudades derrotadas y no recuperadas. Aunque en eso, en la tristeza urbana presentida, en España ya lleváramos ventaja de más años de larga posguerra. Desde la estación combinada, que une las poblaciones de Almadén y de Almadejenos –¡quién lo diría!, pese al trasiego de la carga ingente del mineral de cinabrio, Almadén no contó nunca con parada ferroviaria propia– cogieron el expreso de Extremadura hasta Madrid– en un viaje superior a seis horas de humo y hollín–, donde anduvieron unos días regalados y sonrientes en la consumación matrimonial y en el descubrimiento de las nuevas avenidas de la vida matrimonial. Todo ello junto a alguna visita a las primas Lily y Paquita y a la tía Pilar, en la calle de Atocha de Madrid. Hay fotos de ellos dos, con Lily, en días de frío temprano–se aprecian abrigos, pieles y sombreros–, que no se si corresponden a esa llamada Luna de miel de 1946 del año de la muerte del músico gaditano, o son ya de los años posteriores. Justamente otros viajes de aniversarios menores, hasta que naciera E. en 1949.
No sé si pararon esos días madrileños, en el Hotel Mediodía en la glorieta de Carlos V, por su proximidad a la casa familiar citada. Todo a la espera de continuar días después a Barcelona más tarde en el expreso catalán que saldría de la estación del Norte, aún no existía Chamartín. No se las razones por que optaron por el noreste catalán, cuando podían haber orientado sus pasos al Sur bonancible y su templanza otoñal. Donde me consta que mi madre había estado antes en viajes de soltera –según me contó en alguna ocasión– acompañada de su tutora, a la que llamaba tía: a Córdoba a completar el debido ajuar, viaje que prolongó a Sevilla con la tutora L., y con parada en el hotel Simón de la céntrica calle García de Vinuesa –junto a la catedral de la avenida de Queipo de Llano –antes de Los Genoveses y luego de La Constitución–. Unos días de un otoño aún suave, pese a las restricciones eléctricas habituales, recorrido por algunas lluvias tan sólo y por la ventisca ocasional que empuja desde el Guadarrama siempre inquieto. Unos días que no impidieron que se desplegara la ilusión con que nacen las cosas que empiezan.
Luego ya en Barcelona vivirían una suerte de exotismo. Como siempre lo sería para los de la Meseta, la ribera mediterránea de Barcelona. Invirtiendo el final de El Quijote en la ciudad condal, y ya para ellos, comenzando junto al mar su nueva vida matrimonial.