Ayer se estrenó en España el Dune de Denis Villeneuve y es una gozada total. Nuestros críticos nos habían anticipado toda clase de malos pronósticos sobre la película, pero hoy entiendo que un crítico de cine es un individuo o individua que ni es cineasta, ni escritor ni tiene por qué ser persona de gusto, tan solo entra la sala de cine, bosteza estentóreamente en cuanto se apagan las luces y justo a continuación se dispone a aplicar su canon particular sobre eso que le ponen delante, y que en realidad en ningún momento ha tenido la menor oportunidad de salir airoso de su presunta afilada pluma. El propio Boyero pontificó ayer que se aburrió viendo Dune desde el primer minuto, sin aportar ninguna razón, sencillamente porque no era de Francis Ford Coppola, pongamos por caso, y ya está, juzgada y condenada al instante. Añadía, además, que Dune no era más que otra película de buenos y malos, “ese rollo”, sin percatarse de que eso es lo que es también Casablanca o Centauros del desierto, grandes películas que, entre otras cosas, integran una trama de buenos y malos. Esa pose tan vetusta ya de “yo en cine ya es que sólo me quedo con el existencialismo de Manchester frente al mar, Nomadland o Coldwar” les hace ciegos a cualquier otra cosa que se les ponga por delante, y si encima la cinta exhibe ostentación de presupuesto y de efectos especiales es que ni la miran, van directos a por la petaca de whisky de la sobaquera y se recuestan en su butaca a soñar con Jimmy Stewart en Historias de Philadelphia. Bien por ellos, pero no todos podemos ser unos profesionales de la nostalgia. Yo también acudí ayer a ver Dune con el revólver cargado, puesto que soy de esos frikis que a los 18 años se leyó las tres primeras novelas de Frank Herbert (de la segunda y tercera no me enteré de nada, todo hay que decirlo, vagas reminiscencias de sopas celulares de piel de gusano, colocones místicos y algo que se parecía demasiado a un incesto entre hermanos), pero salí encantado. Dune -este nombre solo se menciona una vez en el metraje, y lo hace Bardem- es una novela bien difícil, nada de ciencia-ficción para entretener adolescentes, que es lo que creen haber visto nuestros críticos. Se trata de una historia de presagios y transformaciones donde el protagonismo lo tiene no el chavalín que vimos ayer, con el que me muestro satisfecho, sino un viaje iniciático por el desierto, por el peor de los desiertos, en el que un hijo único y niño mimado tiene que aprender, como el de Capitanes intrépidos, que el título con el que nació hay que ganárselo, y que para gobernar a unos fanáticos hay que convertirse en uno de ellos. Hay mucho de T.E. Lawrence viviendo como los árabes para poder vencer a los turcos en Paul Atreides, y un poco también de un eternamente joven Alejandro Magno casándose con una princesa persa para cautivar al imperio persa. Tal vez si la crítica empezara a ver esta película así, con los referentes cultos que ellos creen que conocen, no la juzgarían tan duramente. Pero como se piensan que se enfrentan a un Star Wars más oscuro y fastidiosamente desdibujado de neblinas, viviendas macizas pero minimalistas y tormentas de arena pues ya no entienden nada y se pasan las casi tres horas del film echando de menos a R2D2…
Dune es una historia tan difícil que Herbert recibió veinte negativas de editoriales norteamericanas antes de publicar su obra maestra. Era demasiado extraña, demasiado solemne, y para colmo parecía ensalzar el uso de estupefacientes (ya se había sintetizado el LSD en los sesenta, pero la especia melange es capaz de cosas mucho más flipantes, como plegar el espacio/tiempo), y reivindicar a los beduinos poseedores de petróleo. Una de los interrogantes con los que iba yo al cine ayer era ver cómo habían resuelto el problema de que ahora los integristas árabes ya no son amigos nuestros, pero el espinoso asunto queda desplazado hasta la segunda parte –hay segunda parte, sí, y yo me temo que si la taquilla es favorable, la idea es exprimir la franquicia hasta las seis novelas de Herbert y más allá, aunque ya sin Villeneuve. Los Harkonnen, por su parte, son claramente los soviéticos de la época, aunque la guerra de la URSS contra los muyahidines armados y entrenados por EEUU no comenzaría hasta años más tarde. No es, desde luego, lo mismo la versión de David Lynch anterior al 11-S que esta posterior al 11-S, pese a que los talibanes hayan retornado a sus antiguos fueros con tan solo darse medio paseo de nada. No obstante, Dune no es eso, no es una vulgar trasposición de la política de los sesenta a un remoto futuro, es más bien una compleja reflexión acerca de las aspiraciones y los defectos de la humanidad en la hipótesis de que no nos extinguiéramos en los próximos miles de años, y de que en efecto hubiéramos conseguido extendernos como una plaga por el todo el universo. Si así fuera, lo que dijo Frank Herbert es que la corrupción reinaría en el imperio galáctico en proporciones colosales, y que únicamente el retorno a una vida dura, austera y sufrida podría regenerar a una cansada y ahíta humanidad. Eso es Arrakis, eso implica Dune: nada menos que un nuevo comienzo, en la más arrastrada de las existencias pero también en la más elemental e inocente de ellas. Y, como decía Rilke, no hay nada más hermoso que comenzar… (y más vale que lo sea, porque en esas nos vamos a ver en cuestión de pocas décadas).
Dune es una historia de presagios y transformaciones, como he señalado, y por eso es también absurdo que la crítica haya subrayado, por decir algo, que los personajes son muy planos y que no llegas a conocerlos bien en ningún momento. Primicia: en la novela sucedía igual. No es que sean planos, es que no tienen más personalidad que la que exigen las circunstancias, viven completamente absorbidos por la situación político/religiosa que condiciona sus actos bajo una presión casi insoportable, y que yo sepa nadie se ha preguntado jamás por la vida interior y los ratos libres de Lawrence de Arabia o de Alejandro Magno. Cuando no estaban en batalla pensaban en la siguiente batalla, punto. De hecho, las únicas cagadas de la película tienen lugar cuando los guionistas pretenden otorgar al protagonista, el cachorro de la casa Atreides, una personalidad de millennial aturdido y atormentado. No pega ni con cola, no está en la novela y no creo que vayan a atraer a más público adolescente (con la carita del actor protagonista y de Zendaya ya es suficiente) por ello. En la adaptación de Lynch no se corría ese riesgo, aunque sólo fuera porque Kyle MacLahlan tenía entonces el aspecto de ser el padre del actual Paul. Pero era estupenda, también, la versión de Lynch, aunque él reniegue ahora de ella. La atmósfera oscura, monumental y como presidida por un destino inexorable estaba tan bien captada como en esta, y aún tenía una ventaja añadida, que eran esos pensamientos en off que Villeneuve ha eliminado pero que estaban, tal cual, en la novela. Dune ha merecido dos adaptaciones cinematográficas tan dignas porque es una novela estadounidense, sobre eso no cabe engañarse, pero también porque es una novela de ciencia-ficción que se toma completamente en serio a sí misma, que no siente complejo alguno de ser lo que es y que es completamente ambiciosa –me parece que no se puede decir lo mismo de, por ejemplo, Philip K. Dick, coetáneo de Herbert. Dune es, para quien no lo haya leído, como si encargaran a Franz Kafka poner por escrito y en un formato tan poco kafkiano como son 800 páginas una idea de Alejandro Jodorowsky. Jodo, de hecho, fue el primero que intentó rodar Dune, pero lo que tenía en la cabeza era tan caro, tan faraónico y tan ridículo que ya no tenía nada de Dune y mucho de Jodorowsky bajo el picante influjo de la especia melange. Bastante tiene Paul Atreides con ser el Elegido, el Kwisatz Haderach, Muad’Dib -Herbert era un maestro inventando palabras nuevas- y toda la pesca, como para ser también el avatar de un Cristo hippy y búdico como le hubiera gustado a Jodorowsky (e interpretado por su hijo, por cierto).
Personalmente perdono, en fin, a Denis Villeneuve por Blade Runner 2049, esa película que, como El padrino III, jamás se filmó, nos la hemos imaginado nosotros en un mal sueño (por hacer también yo un poco de crítico apoltronado). Dune no es el Star Wars de la Generación Z, sencillamente porque Star Wars no es más que una Space Opera de mesa camilla al lado de la seriedad mística y la grandiosidad de Dune. Esta primera parte acaba justo cuando empieza lo mejor, que es la exploración del desierto, el inicio de las transformaciones… Que sean, cuanto poco, como en los versos de José Ángel Valente (en A modo de esperanza, 1954):
Cruzo un desierto y su secreta
desolación sin nombre.
El corazón
tiene la sequedad de la piedra
y los estallidos nocturnos
de su materia o de su nada.
Hay una luz remota, sin embargo,
y sé que no estoy solo;
aunque después de tanto y tanto no haya
ni un solo pensamiento
capaz contra la muerte,
no estoy solo.
Toco esta mano al fin que comparte mi vida
y en ella me confirmo
y tiento cuanto amo,
lo levanto hacia el cielo
y aunque sea ceniza lo proclamo: ceniza.
Aunque sea ceniza cuanto tengo hasta ahora,
cuanto se me ha tendido a modo de esperanza.
En portada, la imagen byroniana del héroe en Caladan…