“Erase una vez en Hoollywood”: dos miradas sobre la última de Tarantino

Once upon a time in Quentinwood

por Oscar Sánchez Vadillo

Si no recuerdo mal, lo primero que vemos en la última película de Tarantino en su propio nombre en caracteres grandes y amarillos. Que quede muy claro: lo que has ido a ver es la novena de Quentin Tarantino, ese tipo de saliente quijada y verbo sin tapujos que te lo hizo pasar de muerte en los años noventa. Tarantino es la estrella, aunque ahora lleve el pelo teñido, lo que veas después es totalmente indiferente. Es todo un alarde difícil de creer, de hecho, proclamar al mundo que vas a proporcionarle diez obras maestras, como lo fue, por ejemplo, que los Led Zeppelin editasen su cuarto álbum sin nombre de autor ni título específico, para que sus fans buscasen… Ambos envites son de una chulería colosal, no seré yo, que estos días soy madrileño en las fiestas de la Paloma, quien hable mal de la chulería si está bien fundamentada. Lo malo es cuando la chulería no está tan bien fundamentada, o cuando tu público te la puede devolver con creces: “¿que vas a hacer justo diez películas como tu contribución a la humanidad? ¿y a mí qué? John Ford rodó muchas más con un solo ojo y no se daba tantos aires”. Tarantino, en efecto, se los da, no se puede negar: contrata a dos actores cotizadísimos, se permite falsos cameos, escribe un guión desestructurado, se gasta una pasta en ambientación y decorados, vomita aquí y allá sus filias y fobias y finalmente y para rematar nos cambia los libros de historia. Pero, bueno: doy fe de que la gente en la sala de cine, y me refiero a público español al que la nostalgia de los sesenta domésticos gringos ni le va ni le viene, se ríe en numerosas ocasiones porque interpreta que de eso se trata la cosa, de reírse. O sea, Tarantino es como Blake Edwards o Mel Brooks pero con sangre. Bien pudiera ser…

A mí en cambio me parece un película tonta, sin demasiado interés, que de no venir firmada por quien viene no sería más que un reportaje caro, caro y raro. DiCaprio y Pitt están bien, porque se meten en papeles que les vienen como anillo al dedo: son dos actores, si lo pensáis, bastante histriónicos, a los que pocas veces se les ha ofrecido un papel de verdad dramático (es decir, donde haya que ser un humano real que expone y se juega su corazón), con un gran dominio de su físico y que se comen fácilmente la pantalla. Ninguno de los dos le regatea a Tarantino sus caprichos, y hay caprichos realmente divertidos, donde aún permanece una ascua semiencendida del genio de Tarantino, como escenificar la caída de la comida de un perro como si fuera pura ñorda, reírse del actor y luchador chino más consagrado del mundo, hacer que Kurt Russel envidie secretamente a Pitt o sacarnos una rubia preciosa roncando entre sabanas de satén.

Pero eso es, creo, todo lo que es Once upon a time in Hollywood: una sarta de caprichos personales consecutivos no demasiado bien hilvanados. Cuanto la historia por fin parece adquirir cierta consistencia, ya ha avanzado mucho el metraje, entonces Tarantino se transforma en Martín Scorsese. Pues bueno, pues vale, pues me alegro. Yo qué sé, hay quien podría decir algo similar del Ulises de Joyce -es decir, que es “una sarta de caprichos personales consecutivos no demasiado bien hilvanados”-, igual es que Tarantino ha ascendido a genio de proporciones escolares (quiero decir con esto ese tipo de genios tan relevantes que los pobres chavales tienen que estudiarlos en sus colegios les guste o no) y se escapa a mis terrenales poderes de cinéfilo vulgar. Yo, de hecho, no me aburrí en ningún momento, pero tampoco me emocioné especialmente. Quizá a uno de esos chavales a los que me he referido incluso le gustase más que a mí, puesto que hay drogas, misoginia, violencia, gente gritando fuera de quicio y todo eso. Quentin Tarantino, después de todo, quizá sea un director para adolescentes, tal vez el mejor de ellos…

O quizá es, sencillamente, que el hambre es más ingeniosa que la gloria. Cuando Tarantino era empleado de un videoclub, seguro que tenía ideas espléndidamente soeces. Eso tan marginal que se veía en sus ratos libres le gustaba tanto que adivinaba cómo mejorarlo. Y con el tiempo lo consiguió: Tarantino nos ha blanqueado o ennoblecido mucho cine malo. Con “malo” quiero decir no de poca calidad y bobo, estilo cine español en general, sino dirigido a las más bajas y poco elaboradas pasiones. Elevar esas bajas pasiones a una luz más cruda y más intensa es lo que debemos a la primera filmografía de Tarantino, la que pasará con toda justicia a los anales del cine. Ahora, en cambio, tengo la impresión de que lo que quiere comunicarnos no es más que su deseo de tener la pinta de Brad Pitt (no sé él, pero la cámara de Quentin está locamente enamorada de Brad y del torso de Brad…) para dar de hostias a los putos jipis. Exactamente lo que ya hizo en Malditos Bastardos con los nazis. Lo que ocurre es que no sé si Tarantino se ha percatado de su propia esquizofrenia o desdoblamiento ideológico, dado que el tipo de gente que mataría nazis no suele ser el mismo tipo de gente que machacaría jipis –un anhelo, por cierto, este último, cantado en los ochenta en España tanto por Siniestro total (Matar hippies en las Cies, ¡ah!) como por Los Ilegales (¡Heil Hitler!): lástima que Tarantino no los conozca y nos los pinche de banda sonora…

En fin, sugiero que quien no la haya visto aún haga una prueba. Que no se vaya del cine con los títulos de crédito, que se espere un momento que luego hay un monólogo sorpresa con el bueno de Leo que quiere ser Tarantino químicamente puro. Si también ahí te ríes, o por lo menos se te humedecen los ojos por afecto histórico y sentimental a tu viejo coleguita el cabronazo del Tarantino, ve sin duda a ver sin duda la siguiente, décima y última. Yo ya me he parado, buscadme en casa repasando Reservoir fiction o Pulp dogs con una cerveza en la mano y los pies sobre la mesa, indolente como Tarantino en sus tiempos de empleado “clerks” de videoclub. Desde Kill Bill, y haciendo excepción de Death Proof, todas las que han venido después, incluyendo la de la rubísima Uma Thurman, son demasiado buenas, exquisitas y hollywoodienses para mí. Ya soy, como el sargento Murtaugh de Arma Letal, “demasiado viejo para esta mierda”. Pero, oye, que ustedes las disfruten con salud y con mi bendición… (¡Ancha es Quentinwood!)

“Érasé una vez en Hoollywood”: todo lo que pudo haber sido

por Ramón González Correales

Reconozco que fui al cine queriendo que me gustara la película, quizá porque tengo la sensación de que a Tarantino lo tienen enfilado y que le queda poco para que le encuentren algo, en algún recoveco de su pasado probablemente lleno de fiestas y lujuriosas compañías, que sirva para quitarlo de en medio o, también, porque otros muchos antiguos admiradores consideran que se ha subido a la parra y ya se han posicionado en la nostalgia de sus primeras películas, cuando era puro y duro, y acariciaba sin pudor los bajos instintos de los adolescentes que nunca terminan de crecer y se pasaron la vida viendo tele y películas de la serie B en el vídeo club del barrio. También había leído críticas que oscilaban entre la obra maestra y la oportunidad perdida, lo que me parecía de una polarización innecesaria.

Al final una película, para alguien que no es un cinefilo lleno de razonamientos complejos y oscuros, de sus gustos y pasiones, es como el vino. Uno puede no entender demasiado pero sí frecuentarlo y gustarlo mucho y distinguir de inmediato cuando está bebiendo un tinto especial o simplemente uno de la casa, aunque esté envuelto en una botella muy bien diseñada. Y debo reconocer que esa es la sensación que tengo después de ver la película. No me aburrí a pesar de su largo metraje, disfruté de la magnífica recreación de la época en la que no falta un detalle, de esos espléndidos coches deslizándose por las colinas de los Ángeles, que de inmediato me refieren a “El largo adiós” de  Chandler; de la solvencia de Brad Pritt, que se come literalmente la pantalla cada vez que aparece; de la belleza ingenua y feliz de Margot Robbie, en el papel de Sharon Tate disfrutando de ser una actriz primeriza con éxito en esos cines legendarios de entonces, con las carteleras pintadas en el frontal y las luces de neón; de la sucesión de planos cortos memorables que aparecen por sorpresa y transforman la realidad más cotidiana haciéndola fascinante; de la posibilidad de jugar con que la historia pudiera ser de otra manera y explorar azares y ajustar cuentas incluso de forma estrambótica. 

Pero algo falla en el guion, algo queda romo de forma casi continua, deslavazado, como si tuviera cortadas las alas. Se notan mucho las diferencias con “Malditos Bastardos”, por ejemplo, una película con la que tiene evidentes concomitancias. Hay un abismo en la brillantez de sus diálogos, en la tensión y  complejidad de sus secuencias, en la profundidad de sus personajes, incluso en su sentido del humor. Quizá el actor mediocre que interpreta Leonardo de Caprio tenga que ser así, quizá la gente que había por esos estudios entonces era así y es eso lo que trata de reflejar el directo, pero el resultado termina pareciendo demasiado banal, esquemático, previsible y algunas veces casi patético, como de cartón piedra, incluso cuando trata de darle una dimensión existencial y el personaje trata de reivindicarse en su oficio, tratar de justificar su vida. 

Incluso la exploración de la familia Mason queda a medias, también banalizada en la importancia que tuvo para romper una época que fue mucho más que eso, luminosa y trágica, y que no aparece reflejada de ninguna manera. Se habla continuamente de hippies pero no aparecen por ninguna parte, solo se ven psicópatas en un rancho o haciendo autostop en las esquinas, no aparecen los hippies reales, ni su espíritu contracultural o el mundo que crearon y cómo influyeron en la California de esa época (también en el mundo del cine), que hubiera sido fácil unir a la redención que se pretende con el personaje principal y el giro posible de la historia. Lo que hace que la película se torne estúpidamente reaccionaria de forma incomprensible. 

Aunque tendré que verla otra vez, porque también estoy seguro de que se me han escapado muchos detalles y habrá que ver cómo le afecta el tiempo. Cosa fundamental en las películas de este director, que en algún caso me comenzaron gustando mucho menos que lo que me gustaron luego o fui incapaz de apreciar dimensiones que luego me resultaron fundamentales.  Y donde es posible disfrutar solo de su capacidad técnica, de ocurrencias aisladas que se enlazan silenciosamente con la memoria cinéfila de la que tanto se puede disfrutar

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