“¡Pues vaya mierda de final!”: la prosa de Raymond Carver

«No», dijo rápidamente. «Eso no. ¿Quedarnos como amigos? ¿Sembrar una pequeña huerta sobre la lava de sentimientos apagados? No, esto no es para nosotros. Así sucede después de pequeños amoríos, y sale bastante falso. El amor no se mancha con la amistad. El fin es el fin» 

Erich María Remarque.

Estados Unidos es el país donde se ha fraguado eso que se conoce como “pensamiento positivo”. Cientos de escuelas, miles de personajes mediáticos, decenas de miles de libros y un millón de películas, series y spots tratan de eso mismo: si tienes dificultades, sonríe. Intenta ver el lado bueno de las cosas. No te han despedido, te han abierto nuevas puertas a tu futuro profesional, te han “liberado”-acordaos de la estupenda Up in the air: conozco una mujer de allí que realmente se dedica a eso. No te ha dejado tu pareja, te ha dado la oportunidad de conocer a otras personas. No vives en un sistema socioeconómico cruel, cuya imagen velada te ofrece la televisión de sobremesa a través de programas sobre la vida salvaje animal, lo que ocurre es que el problema lo tienes tú, que eres un negativo, un perdedor, que a todo le encuentras peros, que no luchas lo suficiente (fíjate en el gorila de la tele, o en las chulerías de Trump), que hasta un disminuido como Forrest Gump podría contigo. Tómate un antidepresivo, ve a un gimnasio, sométete a terapia, siéntete útil, pon buena cara, haz algo. La verdad es que, en este sentido, la ideología que acompaña al capitalismo reciente ha puesto sobre el tapete mundial el crimen perfecto, ya que ha conseguido que la víctima se declare culpable, mientras que el victimario estima las pruebas que hay en su contra como si fuera su juez. Estos días, en los que el caso del homicidio de George Floyd tiene contra las cuerdas la Administración Trump, desde Europa uno se pregunta si el racismo es todo lo que en esa enorme y avanzada nación es capaz de movilizar a la gente. ¿De verdad piensan que, tras el asesinato de Martin Luther King (más por potencial comunista que por líder de la negritud), la idolatría hacia Michael Jordan o Michael Jackson, o, pongamos por caso, los ocho años de presidencia de Barack Obama, el problema es el color? Yo diría que América está más que acostumbrada al color. John Updike escribió un estupendo libro erótico y viajero, Brasil, donde empezaba diciendo algo así como que en América todo es cuestión de matices más o menos claros u oscuros del marrón. A nadie le importa el color, es como cuando los afroamericanos volvieron a su hogar histórico, Liberia, y lo primero que hicieron fue esclavizar a los descendientes de aquellos que les habían esclavizado a ellos y enviado al otro lado del mar. El negro de los afro-africanos, por así decirlo, resultó ser más negro que el de los afroamericanos… Lo que importa, como siempre, es mirarse en el espejo y encontrarse graciosamente dotado de la cualidad que te otorga superioridad sobre algunos de tus conciudadanos, y si esta fuera una verruga purulenta en la nariz, todas las señoras y señores de Beverly Hills estarían operándose para lucirla…

Pero hay, o al menos hubo, grandes excepciones al imperio de la “chispa de la vida” y el “si no consigues lo que quieres es porque eres peor que un cubano”. Recuerdo, por ejemplo, grandes películas completamente extremas, donde la infelicidad y la frustración estallan como un grano maduro. Generalmente son adaptaciones teatrales, Quién teme a Virginia Woolf, Muerte de un viajante, American Buffalo, Glengarry Glen Ross o las basadas en textos de Eugene O´Neill, Philip Roth o Raymond Carver. Cuando en Estados Unidos se escribe una historia a la contra de la versión oficial del país que creen ser y del ejemplo que dan al resto del mundo, siempre se hace a lo bestia, pasándose tres villorrios. Oliver Stone es un buen ejemplo. Es o el enfoque idílico o el de “somos una basura”. Tanto uno como otro, en el fondo, convergen, puesto que el crítico del statu quo norteamericano es tan patriota como el apologeta, y lo único que busca es, igualmente, make América great, sólo que at last. Yo creo que el escritor de cuentos más exitoso de la segunda mitad del s. XX, Raymond Carver, estaba también entre estos. Su fe en el destino planetario de los USA era tan inquebrantable como la del resto, y el problema nunca era para él el American Way Of Life, sino los individuos particulares, la especie humana en general, dos maneras opuestas pero finalmente complementarias de salirse por la tangente. El sueño americano está bien, no hay proyecto mejor en el mundo, lo que pasa es que las personas lo arruinan todo con su maldita insatisfacción. No he leído todo Carver -que no es mucho…-, pero sí lo suficiente como para afirmar que nunca fue un crítico de la potencia hegemónica de los setenta/ochenta, ni siquiera un reformista bienintencionado, sino que únicamente expuso el mismo truco del que hablaba antes, eso que ya dijo Kennedy: “no te preguntes que puede hacer tu país por ti, pregúntate qué puedes hacer tú por país”. Imaginad que le soltáis eso mismo a vuestro hijo cuando os pide que le ayudéis con los deberes o que le deis una paga: “hijo, no te preguntes lo que tu familia puede hacer por ti, pregúntate lo que tú puedes hacer por tu familia…” Y eso que podríamos hacer mejor, en opinión de Carver, es cultivar el amor, más específicamente el amor de pareja. En los mismos años de la obra de Kate Millet, su famosa máxima vuelta del revés: lo político es lo personal, cuida tu relación de pareja y cuidarás el mundo…

De manera que yo no creo que Carver sea un escritor pesimista, o deprimente, o lúcido, o todas esas cosas que se han dicho de él para vender sus libros. Como era alcohólico, como murió de tabaquismo, es que le dolía su percepción de la realidad desnuda de la condición humana, o algo así. Tampoco creo en las etiquetas de “minimalista” o “realismo sucio”, no porque tenga poca ley a las etiquetas en general, sino porque esas eran cosas de Gordon Lish, su editor, el hombre que retocaba sus narraciones para que parecieran más carverianas, el verdadero artífice de lo que podríamos llamar “toque Carver”. Tan minimalista, o tan realista sucio, mucho más en realidad, era ya Dashiell Hammett antes, en la primera mitad del XX, sólo que Hammett nunca hubiera encontrado interés narrativo alguno en lo que ocurre en el interior de un hogar de clase media. Si te quedas en casa, entendía Hammett, no hay novela. Los personajes de Carver tienen típicos oficios arrastrados norteamericanos, son vendedores, comerciantes o parte del sector servicios. Su vida profesional habitualmente tiene nula gracia o excitación, el panorama público tan sólo aporta crónicas de sucesos o crisis del petróleo, y por eso se vuelven hacia su nido como si en él cupiese algo de gozo, la posibilidad de un renacer existencial. Naturalmente, lo que te aguarda en casa, lejos de la realización personal es más bien un batacazo descomunal, y de eso trata, a mi parecer. toda la literatura de Raymond Carver. Pongamos que quieres mucho a tu marido/mujer legítimo/a, eso en el mejor de los casos, ahora dime qué demonios hacer con eso después. Tener hijos, claro, y ya. ¿Qué tareas, qué planes puede tener ante sí una pareja convencional una vez que ha procreado y los niños ya saben vestirse, comer con tenedor y decir palabrotas únicamente fuera de casa? Pues, como mucho, estar muy a gustito, tenerse cariño, gastar dinero, algún viaje plúmbeo y cultivar a unas amistades tan fenecidas como tú mismo. Eso en el supuesto bonito, en el feo cometer adulterio, hacer prácticas de tiro, refugiarse en el beisbol y la cerveza, Avon llama a tu puerta o coleccionar cosas ridículas. No es que Carver sea minimalista ni chorradas de ese estilo, es que lo que cuenta es tan totalmente familiar a sus lectores, es tan homogéneo y homologado en una enorme extensión del globo, que pocas palabras bastan para establecer una complicidad lectora suficiente de la que partir. Unas cuantas pinceladas escuetas conducen desde Carver hasta su lector, como un puente directo de “ya sabes” o “tú ya me entiendes” que cualquiera puede franquear porque es como un blues, que quien ha oído uno ya ha oído todos, por más que les siga encontrando su encanto…

Exactamente lo mismo, por cierto, sucedía con la literatura Beat. Uno lee el célebre On the road, de Kerouac, y descubre que no es lo que se imaginaba. Esperabas rebeldía, acción, juventud, drogas y sexo, y es todo eso, en efecto, pero encaminado a una glorificación de los Estados Unidos de América. On the road es una novela mística, como las demás de Jack, y el objeto de su veneración es la Tierra de las Libertad. Sin embargo, nos hacen creer que EEUU es el país de la autocrítica, la sociedad abierta, el lugar de todas las vanguardias políticas y artísticas, pero a la hora de la verdad lo que obtienes es o una loa indirecta de sí mismos o un bodrio abstracto de Willem de Kooning que no significa nada. O ellos o la nada, pues. Toda la visión carveriana de la vida consiste en una pregunta como esta: si los superhéroes de Marvel o DC se parten la cara por salvar a la humanidad, qué es lo que salvan exactamente. Lo que salvan, según Carver, son personas a las que la vida desgasta, roe, y ya apenas saben compartir ni dar amor. Se ha comparado a Carver con Chéjov, por humillar a los rusos (y por iniciativa del propio Carver, en Tres rosas amarillas), pero Chéjov es mucho más rico y profundo, además de ser médico de profesión, en vez de buscarse malamente la vida. La dramaturgia, y la obra cuentística de Chéjov, sí que inspiran verdadera lástima e indignación por la situación de Rusia, y no en vano justo después de morir el autor tuvo lugar el primer alzamiento revolucionario. Con Carver eso no podría ocurrir, Carver es como Tormenta de hielo o Quemar antes de leer, lo máximo a lo que llega es a decirte que hay algo erróneo en tu interior que te impide amar a tu familia lo necesario, y que no cedas a la tentación del mundo exterior bajo la forma de adulterio, aficiones culturales o de dejar de encontrar tan carismático a Reagan. Es verdad que Carver es muy plural, y la conclusión que ofrecen sus cuentos a menudo es incongruente los unos con los otros o bifurcada en un amplio espectro de interpretaciones posibles. Pero ninguna, hasta donde yo sé, es ni antiamericana en ningún sentido, ni recelosa con ese ideal de felicidad jibarizada en que consiste el Home Sweet Home. En su primera recopilación, ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? hay un relato acerca de un chaval golfante que corre durante una jornada toda clase de aventuras muy americanas y de contacto con el mundo salvaje ese de la programación de sobremesa hasta que vuelve a su casa y trata de participárselas a sus padres. Por desgracia, ellos están demasiado ocupados con sus peleas matrimoniales, y le expulsan de su presencia con cajas destempladas. ¿Significa esto que Carver entiende que el mundo es un asco? Creo que no, creo que significa que Carver entiende que si los padres fuesen más receptivos y sensibles con sus hijos USA sería un país mejor, así de sencillo. Todos los personajes de Carver sobreviven, más que vivir, tanto emocional como económicamente. Están jodidos, y dan palos de ciego. El discurso que dice que esa desorientación es inherente al alma humana y que lo único que la puede subsanar es el amor doméstico suena demasiado a telepredicador barato. Raymond Carver es un buen escritor, pero no un filósofo del absurdo ni un autor protesta ni un jipi trasnochado ni nadie que pretenda trastocar el mundo, ni tan siquiera su mundo…

Si hubiese que transcribir a Carver a términos actuales yo diría que fue el escritor, seguido por muchos otros después, que intuyó que si la democracia oligárquica norteamericana es el Fin de la Historia que predicará más tarde Francis Fukuyama pues vaya final de mierda que nos hemos buscado para tanto esfuerzo invertido durante milenios en guerras, conflictos, mártires y dolor. Aquí sí es perspicaz Carver. Una vida de ir de empleo en empleo, de pareja en pareja, de modelo de coche a modelo de coche y de residencia en un estado a residencia idéntica en otro no es lo que nos había prometido la victoria en la Segunda Guerra Mundial. ¿Para eso hemos sacrificado a cientos de miles de ciudadanos americanos en Normandía y otros lugares de la vieja y consumida Europa? ¿Para terminar fracasando en Corea, en Vietnam, en el Dallas del magnicidio de Kennedy, en el embargo de crudo por parte de los países exportadores de la OPEP, etc., etc.? Carver era un hombre con muchos problemas personales, y esos eran precisamente los que le obsesionaban, porque fuera, en la calle, en la cultura, los negocios o la política, no hay esperanza ni aliciente alguno. Es un mensaje muy de Gandhi, pero muy coincidente con la propaganda del capitalismo norteamericano: comienza por cambiarte a ti mismo, intenta ver algo de luz hasta en el vacío (social, afectivo, urbanístico, como en el París Texas de Wenders), y luego ya hablaremos. Pero Raymond Carver no es un nihilista -como posiblemente si lo fuera Antón Chéjov-: dejó de beber, se dejó premiar y si hubiera sido capaz de dejar de fumar hasta habría escrito por fin una novela larga en la que no metiera la tijera Gordon Lish. Nihilista es esto, que encontré el otro día citado en Facebook, para que se vea que, como todo, depende de con quién te juntes, y que seguramente sea el primer testimonio sincero y radical de nihilismo antes de Dostoievsky, Nietzsche o Chéjov:

«Siento más que nunca la nada de todas las cosas, hasta qué punto todo promete y nada se cumple, hasta qué punto nuestras fuerzas están por encima de nuestros destinos y hasta qué punto esta desproporción debe hacernos desgraciados. Esta idea, que encuentro justa, no es mía, sino de un piamontés, hombre juicioso que conocí en La Haya, un caballero de Revel, enviado de Cerdeña. Pretende que Dios, creador nuestro y de todo lo que nos rodea, ha muerto antes de haber terminado su obra; que tenía los más bellos y vastos proyectos del mundo y los mayores medios; que había comenzado a utilizar varios de estos medios y que, a mitad del trabajo, murió; que en el momento presente todo se encuentra hecho para una finalidad que ha dejado de existir, y que nosotros en particular nos sentimos destinados a algo de lo que no nos hacemos la menor idea; somos como relojes que no tienen ningún punto en su esfera y cuyos engranajes, dotados de inteligencia, girarían hasta que fuesen usados sin saber la razón y que repetirían: Giro, luego tengo una finalidad»

Benjamin Constant, carta a Madame Charriére, 1790, en Gustave Rudler, La Jeunesse de Benjamín Constant, París, 1909, pp. 376-377. 

Frente a algo así, realmente demoledor, me parece que Carver, el autor de De qué hablamos cuando hablamos de amor, no es más que un hábil urdidor de situaciones penosas, extrañas, pocas veces trágicas, pero al que, a pesar de todo, siempre que fuera menester oirías clamar un ¡God bless América!

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