Tengo un alumno en Primero de Bachillerato que es friki del modo más friki que cabe ser friki. Quiero decir que no es que le pegue a los mangas, o a los videojuegos, o al cosplay, o que grabe para el TikTok, nada de eso. A él, y a su hermano, lo que les va son los trenes de cercanías. Pasan los fines de semana metidos en un tren, sin destino, cual útero materno, a veces incluso se duermen, y otras veces sacan video del trayecto, siempre el mismo y monótono. El resto de la semana el chaval saca sobresalientes, y el otro día me confesó su secreto. Me dijo que es que él viene al instituto a escuchar, eso es a lo que se dedica. Me quedé estupefacto: eso es exactamente lo que yo siempre espero del alumnado. Si todos viniesen a escuchar, no necesitaríamos hacerles exámenes, al menos yo. Por eso se me ocurrió, y así se lo dije, que habría que denominarlo “escuchanza pública”, en vez de “enseñanza pública”, y así nos evitaríamos que los buitres de la pedagogía se echaran sobre nosotros cada vez que ven cadáver de fracaso escolar. G. K. Chesterton dijo que los chicos no sólo van a los colegios a aprender, sobre todo van a tratar con adultos que no sean de su familia. Yo me tomo esa observación al pie de la letra, como por lo demás la mayoría de lo que elucubró el gordo genial. No tengo nada que ocultar y en cualquier momento de Valores éticos o Filosofía de Primero de Bachillerato puedo contar todo lo que se me pregunte, sea íntimo o personal o sea acerca de mi elección electoral habitual, por ejemplo. Y aún más: he descubierto que si a tus adolescentes les das tu email, tu WhatsApp o incluso te haces fotos con ellos no pasa absolutamente nada. No solamente no abusan de ello, es que ni lo usan. Todo lo más, te lloran un poco el día antes de los exámenes importantes, y ya. Eso mis compañeros no lo saben, porque no lo han intentado, pero tampoco los padres mojigatos, entre los que me cuento, que se piensan, los de derechas, que toda relación estrecha con un profesor no puede traer nada bueno que no sean mejores calificaciones, o que se piensan, los progres, que sólo ellos tienen la potestad de señalar el buen camino, que es justamente el mismo que les llevó a ellos hasta donde están, y que es mejor no valorar. A este respecto, tengo contra ellos un párrafo de un genio del pensamiento del siglo pasado, Hannah Arendt, ese tipo de intelectual al que el Señor ha proporcionado el enorme don de elucidar el sentido común, y que en 1961 escribió, como pudiera haberlo escrito mañana mismo:
“Pero incluso a los niños a quienes se pretende educar para que sean ciudadanos de un utópico mañana, se les niega de hecho su propio papel futuro en el cuerpo político, pues, desde el punto de vista de los nuevos, por muy nuevo que el mundo adulto pueda presentarse, este es necesariamente más viejo que ellos. Está en la naturaleza misma de la condición humana el que cada generación crezca en un mundo viejo, de manera que preparar una nueva generación para un mundo nuevo sólo puede significar que se pretende quitar de las manos a los recién llegados sus propias oportunidades de novedad.”
Es decir, que esperemos a que, hoy, las llamadas “nuevas tecnologías” muestren todo su potencial antes de condenar a los niños por zambullirse a ellas a todas horas, porque en realidad no tenemos ni idea de adonde nos van a llevar, y para colmo se las hemos impuesto nosotros. Igualmente, Arendt criticó, con gran lucidez, ese empeño que tienen tantos por desvirtuar la enseñanza -la “escuchancia”…- bajo formas lúdicas de presuntas prácticas de grupo o trabajo en proyectos que nada tienen que ver con lo que apuntó Chesterton, es decir, con ese alumno atento a un magister al que se le presupone saber y experiencia. Así, dice Arendt hace más de sesenta años, pero de una manera a mi juicio intemporal que
“Bajo la influencia de la psicología moderna y de los principios del pragmatismo, la pedagogía ha evolucionado hacia una ciencia de la enseñanza en general, de tal manera que se ha liberado por completo de las materias que en realidad se vayan a enseñar. Un profesor, se pensaba, es simplemente una persona capaz de enseñar alguna cosa; su formación está en el propio enseñar, no en el dominio de algún tema en particular. Como veremos, esta actitud, naturalmente, está muy estrechamente ligada a un supuesto básico acerca del aprendizaje. Además, ha tenido como resultado, en las últimas décadas, el más grave descuido en la formación de los profesores en sus propias disciplinas, especialmente en los institutos públicos. Puesto que el profesor no necesita conocer su propia materia, no es infrecuente que sepa poco más que sus alumnos. Lo que a su vez significa, no sólo que de hecho se deja a los estudiantes abandonados a sus propios recursos, sino, además, que ya no es efectiva lo que era la fuente más legítima de la autoridad del profesor, en cuanto persona que, por muchas vueltas que le demos, sigue sabiendo más y haciéndolo mejor que uno. De manera que ya no pueda existir el profesor no autoritario, aquel que, al ser capaz de contar con su propia autoridad en su materia, querrá abstenerse de todo método coercitivo.
Mas el que la pedagogía y las escuelas de profesorado están jugando este papel pernicioso en la presente crisis, sólo ha sido posible a causa de una teoría moderna acerca del aprendizaje. Teoría que consista simplemente en la aplicación lógica, en nuestro contexto, del tercer supuesto básico, un supuesto que el mundo moderno ha defendido durante siglos y que encontró su expresión conceptual sintética en el pragmatismo. Este supuesto básico consiste en que uno sólo puede conocer y entender lo que uno mismo ha hecho, y su aplicación a la educación es tan elemental como obvia: sustituir, hasta donde sea posible, el aprender por el hacer. La razón de que no se concediese importancia al dominio de su propia materia por parte del profesor era que se le quería obligar al ejercicio de la actividad continua del aprendizaje, de modo que no transmitiera, como se decía (un saber muerto), sino que, en lugar de esto, demostrará constantemente cómo se produce este saber. La intención consciente de esto no era enseñar un saber, sino inculcar una destreza, y el resultado fue una suerte de trasformación de las instituciones de enseñanza en institutos profesionales, los cuales, si tuvieron éxito cuando se trataba de enseñar a conducir o a escribir a máquina, o -lo que es aún más importante para el “arte de vivir”- llevarse bien con los demás y a ser popular, fueron en cambio incapaces de hacer que los muchachos aprendieran los conocimientos normales de un currículum medio.“
De todas formas, esta descripción no sólo peca de obviamente exagerada con el fin de traer la cuestión, sino que además no tiene en cuenta cómo, en este proceso, se concedió especial importancia a borrar en lo posible la distinción entre trabajo y juego, en favor de este. Se consideró el juego como la manera más apropiada y viva de comportarse el niño en el mundo, como el único tipo de actividad que se desarrolla espontáneamente a partir de su existencia como niño: sólo lo que puede aprenderse por medio del juego hace justicia a esta vivacidad. La actividad más característica del niño -se pensaba- es el juego; el aprender en el viejo sentido, al forzar al muchacho a una actitud de pasividad, le obliga a renunciar a su propia iniciativa, expresada en el juego.
El objetivo de la escuela no puede ser prolongar la infantilidad del infante, sino acercarle gradualmente al mundo del adulto. Pero no de cualquier adulto, no de uno cuya máxima capacidad de hacerse oir sea trasmitir cómo se hacen raíces cuadradas, sino aquellos en los que, como dice Arendt en tanto condición negativa, y mostrándose sumamente severa: cualquiera que rechace asumir una responsabilidad compartida hacia el mundo no debería tener hijos, y no se le debe permitir que tome parte en su educación. O eso, o habrá que terminar por darle la razón a Isaac Asimov cuando decía que no hay en el fondo otra educación válida posible que el autodidactismo –Jacques Rancière opinaba igual en su disparatado El maestro ignorante: si el maestro es ignorante no es maestro, obviamente. No obstante, no se deja de bombardear a la Enseñanza Pública con los esloganes de Bolonia y en general de cualquier oportunista que pretenda hacer negocio con la frustración de los padres. Que si para qué sirve aprender materias que no se van a aplicar en la “vida real”, que si “yo nunca aprendí algebra y aquí me ve”, o que si “los métodos de nuestros antepasados están obsoletos para el mundo digital y aquí le proponemos otro, a módico precio, que va a conseguir que su hijo o discente aprenda como quien ve una película de Marvel”. Todo mentiras, todo negocio. Si el chaval o chavala no hace un esfuerzo para aprender es que les están engañando, y si “educarse es hacer” entones los niños africanos a los que los señores de la guerra ponen un fusil en la mano también se están educando. Hay que escuchar, tan sólo hay que escuchar. De hecho, no es tan descabellado: la gran mayoría de nuestros adolescentes se pasan horas escuchando con intensa concentración, pero no a nosotros, sino a los youtubers, tiktokers, reguetoneros y vendedores de marcas de calzado deportivo, cuyo discurso os puedo jurar que se aprenden de memoria, esa memoria tan denostada por los pedagogos progres que no han dado una clase en su vida. De nuevo contra ellos, y contra los padres timoratos como yo que estamos perdiendo a nuestros hijos en favor de la mercadotecnia y la cultura digital, estas últimas palabras de Hannah Arendt, en nombre del sentido común, en nombre de la construcción de un futuro compartido y no únicamente en nombre de saber lo mínimo imprescindible y de la derrota cultural esa de “estudiar con vistas al desempeño laboral ulterior”…
En la práctica, la primera consecuencia de esto sería comprender claramente que la función de la escuela es enseñar a los muchachos cómo es el mundo y no instruirles en el arte de vivir.