Todos los pelmazos de izquierdas vamos últimamente por el mundo dando la plasta con que la meritocracia no existe, que es un invento de la derecha para mantener la ilusión en la legitimidad de su chiringuito, y desde luego eso tiene mucho de verdad. Me cuenta mi amigo Israel, sin ir más lejos, que Thomas Piketty, en uno de sus famosos tochos recientes, sostiene que el capitalismo prestigioso de los Años Dorados, como los denominó Hobsbawn, tras la Segunda Guerra Mundial, en realidad jamás fueron capitalismo, puesto que estuvieron dopados por Keynes y por tanto por el Estado. En cambio, esto que estamos viviendo ahora tras las últimas crisis sí que es capitalismo genuino, el capitalismo que, al margen de las grandes fortunas, consiste en la protección legal de una clase rentista que vive sobre todo de la tierra trabajada por otros o de los alquileres de inmuebles urbanos, asunto que no puede ser más controvertido en la España actual. No obstante, yo sí creo que sigue existiendo una cierta meritocracia residual y un ascensor social en sectores como el trabajo sexual, el fútbol, las propias izquierdas, el mundo de la moda, la tontuna de los chefs, la Fórmula 1, el Arte Contemporáneo, los presuntos expertos en “relaciones tóxicas”, los coachs de todo tipo, el mercado de la cultura elevada para niños, la química de los nuevos refrescos “energéticos”, las drogas de diseño, el chollo del reguetón, los youtubers, las celebrities que lo son porque han pernoctado con una celebrity anterior y, sobre todo, la música popular. Kris Kristofferson, que murió ayer a hitleriana edad (ya se sabe que los neonazis se tatúan un 88 en el cuerpo porque la octava letra del alfabeto es la H, o sea: “Heil Hitler”: va en serio), era de estos, ese tipo de personas que ascienden en lo suyo de modo totalmente inesperado en su familia a base de puro talento. Ayudaba, también, que Kristofferson poseía ese tipo de rostro duro y acartonado pero finalmente bondadoso que es tan fotogénico que terminas lo quieras o no haciendo cine, como Michel Madsen, Russell Crowe (que tocó Bobby McGee con Kris hace un tiempo), o el tío que hace de The Punisher en la serie de Marvel. Porque si has nacido con la cara de Paul Simon o de Ed Sheeran, más vale que seas un verdadero genio de la música, como sin duda lo es Paul Simon…
A mí Kristofferson me evoca esos bares de carretera gringos en los que las marcas de cerveza se anuncian con neón, el camarero o la camarera de la barra ha vivido más que tú, está oscuro y a cierta hora la gente se ponen a bailar country con un sombrero de vaquero -ellas también- y te enseña el número de pie de sus botas cada pocos segundos, tal vez con la insinuación de que les compres otras cuando estas se le gasten de tanto hollar los caminos de polvo. Y me evoca también, y mucho, esa Norteamérica profunda en la que el fucking sol es una estufa cruel, la fucking luna es un gajo congelado, cada giro de la carretera es un cactus espinado, y del Estado no se sabe ya apenas nada, porque el Estado, como en el concierto de la prisión Folsom de Johnny Cash, tan sólo culpa de crímenes y encarcela a pobres hombres que no hicieron más que lo que pudieron o entendieron que podían hacer -está muy bien, al respecto, la película Winter´s Bone, con Jennifer Lawrence, 2010. A estos hombres desgraciados pero recios, la música les inventa un alma, todos queremos solazarnos en nuestra propia alma, de vez en cuando, por lo menos, y no únicamente en la de los demás, que igual no tienen ni a fuerza de buena y tristona música. Eso es, creo, lo que Kristofferson, como Cash, que fueron amigos, dieron a tanta gente, nada menos que un alma doliente con la que emborracharse, como si tu alma fuese tu más comprensivo amigo íntimo. Kristofferson, además, era, como Bruce Dickinson, el cantante de Iron Maiden: sabía pilotar avionetas y helicópteros. Muy, de nuevo, mística gringa de la carretera sin fin, a la manera de Kerouac, Easy riders, Lynch y todavía McCarthy -Cormac-. Traigamos ahora aquí, en recuerdo de Kristofferson, su tema más famoso, y luego, la bestialidad que hizo con él Janis Joplin (que tenía respaldándola, todo hay que decirlo, una banda como la copa de un pino):