En el mes de marzo habían nacido los primeros brotes. Diminutos collares verdes apenas perceptibles desde la distancia. Hacía tiempo que, después de verlos crecer una y otra vez, marzo tras marzo, ya no atendía a su increíble transformación, y mientras los otros jóvenes jugaban con las ramas secas y las amapolas de las lindes, ella pasaba las horas junto al pozo del camino viejo, aquél que los ancianos con el orgullo sepia que la edad sabe conceder a sus vástagos recordaban con cierta melancolía. Le atraía su aspecto cavernoso, las rudas raíces entretejidas en su muro rocoso, la penumbra tras la cual se ocultaba el agua y algunos insectos que entraban y salían con celeridad.
De vez en cuando, asomada al viejo pozo, recordaba alguna de las historias que de él se relataban, y las iba componiendo despacio en su cabeza, como una dulce melodía, mientras contemplaba el hipnótico centelleo del agua profunda. Cambió los árboles y los prados, las lindes, los caminos y las amapolas que dan paso a las margaritas por el viejo y derruido pozo, y cada vez que podía escaparse unos minutos de la casa acudía para observar el lejano brillo acuoso del fondo.
Descubrió un momento de la tarde, justo aquel en que el sol yace lo suficientemente próximo al horizonte como para que sus rayos impacten oblicuos sobre el mundo, en el que al mirar al fondo de la oquedad podía reflejarse tenuemente durante el breve instante que duraba el efecto, y aquel reflejo le impactó tanto que, a partir de entonces, dejó de ir cada mañana para acercarse cada tarde a la misma hora, dilatando el instante según el paso de las estaciones, y así los árboles abandonaron los brotes, llenaron sus copas de frutos y dejaron morir sus hojas.
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Un mes antes del invierno habían llegado una serie de cartas que iba almacenando en el baúl del vestíbulo. Interceptaba al cartero a la entrada del pueblo cada mañana, junto al puente de piedra que cruza el río seco, y éste le entregaba la carta a la hora precisa. Paseaba entre las piedras y los juncos sin abrirla, pasaba un buen rato tumbada en la orilla, volvía a casa para guardarla en el baúl. A principios de agosto, el fajo de cartas que le habían sido enviadas era tal que la manta en cuyo interior las escondía delataba la presencia del bulto. Sacó el fardo y descubrió cada uno de los sobres. Caminó junto a la ribera, el chirrido del grillo entre las espigas, el ruiseñor que revoloteaba entre las ramas, observaba las copas de los árboles rebosantes de vida, y se subió a la colina que hay más allá de los trigales. Desató la cinta roja que mantenía atado el fajo y, tomando los sobres con las dos manos los lazó al aire, permitiendo que el cierzo los arrastrara hacia la llanura.
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Ninguno de aquellos sobres llegó jamás a su destino. El mismo día que decidió esparcirlos en la infinidad de la tierra dejaron de llegar nuevas cartas. Las hojas de los árboles amarilleaban en lo alto de sus copas esperando el regreso del cartero, y la mirada del grillo, y el revoloteo del ruiseñor entre las ramas. Los árboles llenaron su vida de hielo, las casas se cubrieron de nieve y los caminos se volvieron intransitables. Una carta entre los juncos helados. Decidió cogerla rompiendo el hielo. Había olvidado el sentido de la primavera.
*La primera y la tercera imagen son de Guillermo González Granda. Más fotografías en su blog, La Mirada Precisa. La segunda fotografía es de Ramón González Correales.