Los portugueses habían ganado la carrera hacia el este. Era un hecho al que la corona española se negaba a aceptar como una decisión inapelable del destino. Los navegantes españoles, una vez abrieron la ruta marítima a través del océano Pacífico mediante la expedición de Magallanes y Elcano, en busca de un acceso comercial libre hacia las Islas Molucas, descubrieron una suerte de territorios en los que poder expandirse. Aquella España del siglo XVI, convertida en cuanto a expansionismo en el nuevo Imperio Romano, ocupó el archipiélago de las Filipinas (llamado así en honor al rey Felipe II), áreas menores y disputó una importante pugna con chinos, japoneses, nativos y holandeses por la isla de Formosa, actual Taiwán, de la que los expedicionarios ibéricos terminaron siendo expulsados.
Los neerlandeses, en guerra en Europa contra el derecho de la corona española a gobernarlos, intentaron rivalizar en el mar con la firmeza que a duras penas podían oponer en su tierra patria contra los temibles soldados de los Tercios. Basta comprobar la resistencia suicida de los soldados españoles atrincherados en Castelnuovo, en la actual Herceg Novi, en Montenegro, donde apenas cuatro mil defensores detuvieron a cincuenta mil otomanos, bajo el mando del célebre almirante (no el pirata de parecida referencia al cabello del rostro) Barbarroja, provocando más de veinte mil muertos turcos, a pesar de la derrota naval cristiana en Préveza. El punto débil del imperio español fueron dos particularidades: la primera, su ambición universal y cosmopolita, por la cual en vez de discriminar a nativos frente a europeos se mantuvo en el tiempo la doctrina integradora aplicada desde la llegada a América en 1492 y el posterior debate intelectual sobre la ética de la esclavitud a través del legado de la última escolástica de la Escuela de Salamanca y que se materializó en las Leyes de Burgos (1512) y siguiente; la segunda, el complejo sistema de organización de los reinos españoles (España no se crea como tal, y bajo derecho de conquista, hasta que se materializa el triunfo del bando castellano-francés frente al austracista-aragonés durante la Guerra de Sucesión, con la capitulación de Aragón y Valencia en 1711).

Antes de continuar, explico este último punto. Por un lado, la existencia de varios países independientes entre sí con sus propias instituciones y fueros (leyes) diluyó la construcción de un protoestado español vertebrando las decisiones globales españolas según los derechos de la Corona. Mientras aventureros y encomendados reclamaban nuevos territorios para el rey, que se gobernaban con cierta autonomía, los sucesivos monarcas siguieron dedicando sus esfuerzos a la guerra en el viejo continente. Casi todo el movimiento económico y de riquezas que llegaban a la Península acabaron en manos de comerciantes, mercenarios, oportunistas locales y prostitutas de territorios enemigos del continente por el que se movían tropas hispánicas. Rota la balanza del poder, los países continentales emplearon el oro y la plata española en financiar ejércitos, filósofos y científicos. No es casual que el Renacimiento francés y el italiano constituyesen el núcleo del posterior movimiento ilustrado, mientras que el imperio español, a pesar de contar con universidades en los dos hemisferios, quedó atrasado en los aspectos del intelecto. También «a pesar» de que en los reinos peninsulares la Inquisición fue, datos en mano, menos violenta e intrusiva en la vida social de los habitantes que la que hubo en otros territorios, como en la Europa protestante y en la constante obsesión francesa con aniquilar cualquier rastro cristiano hereje en el sur (la persecución de los hugonotes, que alcanzó desde la Cruzada Albigense a inicios del siglo XIII hasta la época de Voltaire, motivo de un linchamiento y asesinato de Jean Calas y que motivó su Tratado sobre la tolerancia en 1763).
En ese juego de concesiones y de equilibrio, los territorios en ultramar eran gobernados con holgura y de una manera muy autónoma, comenzando por el funcionamiento de la caja español, es decir, cómo se movía el dinero entre los extensos territorios que constituían «las Españas». Por ejemplo, Filipinas era sostenida, fundamentalmente, desde la caja del Virreinato de Nueva España. Sólo una pequeña porción de las riquezas extraídas terminó en Europa, y la mayor parte de ese dinero terminó en manos francesas, alemanas, inglesas, holandesas o musulmanas a causa del continuo esfuerzo bélico. La «guerra contra todos» debilitó a un imperio español que no soportó su centralización, primero con la unión borbónica y centralista de los reinos constituyentes, y por último con la caída de la monarquía común como consecuencia de la invasión napoleónica y la Constitución de 1812: los criollos gobernantes y ricohombres de abolengo de ultramar no podían consentir que otros semejantes fuesen a tener derecho a meter las narices en sus asuntos. La solución fue la independencia apoyada por intereses sombríos a quienes pertenecían y a los intereses ingleses y franceses, deseosos los primeros de revancha por el determinante auxilio español a la independencia de las Trece Colonias, hoy los Estados Unidos de América. Las independencias americanas fueron, bien vistas, un fenómeno cultural muy ibérico: tribu contra tribu, aldea contra aldea, provincia contra provincia, cacique contra cacique en la obsesión eterna de gobernar el terruño y a sus habitantes.

Pero volvamos al siglo XVI. En aquel momento, la Corona española era la súper potencia, su poder parecía no tener límite y Felipe II había encargado sendos informes a la expedición enviada a China, como quedó recogido en Historia de las cosas más notables, ritos y costumbres del gran reino de la China, de Fray Juan González de Mendoza (1585): China era inmensa en riquezas, ejércitos, religiones y cultura y, por lo tanto, imposible de invadir. Menos aún de convertir al cristianismo, como demostraron los vanos esfuerzos de los misioneros portugueses y españoles, que con apoyo de los emisarios holandeses terminaron con las sublevaciones católicas en el sur de Japón y el cierre del comercio nipón a los países ibéricos durante doscientos años.
España invadió China de otra manera, hundiendo su economía. He de defender la maniobra española como «accidental» y no planificada, a diferencia de la posterior injerencia mediante el opio que practicó el Imperio Británico, destruyendo vidas, humillando en dos guerras a la orgullosa nación oriental y haciendo negocio del sufrimiento ajeno. China tenía un poder de producción por explotar que una miríada de comerciantes y funcionario asiáticos deseaban explotar. El problema es que China requería plata como moneda y no había una manera de mover su estancada economía. Hasta que llegaron los españoles a las Filipinas. En ese momento, la purísima plata del Potosí comenzó a tentar a los comerciantes chinos. Ciudad de México se convirtió durante casi dos siglos en la capital económica del mundo. Cuanto pudiera desear Europa (telas, seda, manufacturas exóticas, cerámica) podían exportarse desde China a través del puerto de Manila hacia el actual México y, de ahí, a Sevilla. Y cuanto deseasen los adinerados chinos de Europa podían conseguirlo en las Filipinas. El sostenido aluvión de plata devaluó la economía china, debilitó la estabilidad del país y la dinastía terminó sucumbiendo a una invasión bárbara. Pero esto es otra historia.
Mientras los españoles comerciaban con China y los japoneses se habían atrincherado en sus islas, otros misioneros y embajadores emitieron sus informes sobre el impenetrable sur de Asia, aquella tierra que para los chinos era sinónima de misterio y peligro. Camboya, Borneo y Siam, con su muy complejo entramado político-cultural. El sur de Asia era de influencia india hasta que expediciones musulmanas influyeron en numerosas áreas, creando regiones coloniales y tributaras, como fue Borneo en aquella época. En el continente, los reinos budistas mantenían rivalidades entre sí y el expansionismo musulmán. Los españoles, desde la Capitanía General de Filipinas, libraron una guerra contra Brunéi que terminó en tablas. Más allá de algunas intromisiones discretas, la Corona española entendió que las indias, las genuinas, no eran América. Las ambiciones españolas en Asia terminaron con esos efímeros intentos de expansión.
Un testimonio extenso y rico de aquella época es recogido en Conquistas prohibidas: españoles en Borneo y Camboya durante el siglo XVI, publicado por Biblioteca Castro. Tanto este libro como la Historia de China de Mendoza, ya mencionado, editado por la misma fundación, ofrecen al lector curioso y que aspira a construir una notable riqueza cultural de los aspectos claroscuros del fascinante siglo XVI, momento de cambio político e intelectual para toda Europa. Ambos libros ofrecen, además, una mirada directa y que descentraliza el escenario de aquel periodo al tablero oriental. Españoles prisioneros de guerra, invasiones frustradas, acuerdos diplomáticos caballerescos y el comercio como moneda de cambio son la constante de una serie de testimonios que reflejan la grandeza cultural y social de los países del extremo oriente. Ambos libros se ofrecen, en mi parecer, como una joya para los lectores hispanoparlantes. Es casi imposible que una editorial, en el contexto actual, se atreviese a publicar obras tan cuidadas y de tanto valor cultural, teniendo en cuenta el limitado segmento de lectores que, en un primer vistazo, y atendiendo a las estadísticas de ventas, podía estar interesada en comprar ensayos tan necesarios e interesantes, pero poco afines al canon comercial actual. En una magnífica labor divulgativa y editorial, Fundación Castro nos trae estos dos títulos. Si aman la cultura con mayúsculas, háganme caso y conquisten un ejemplar de ambas obras. Les prometo que quedarán entusiasmado.