Edmundo Paz Soldán, a ambos lados de la frontera
porEdmundo Paz Soldán (Cochabamba, Bolivia, 1967) consolidó su impulso hacia la escritura ante la efervescencia literaria bonaerense de su juventud universitaria. Entre los 19…
Recomendaciones
Edmundo Paz Soldán (Cochabamba, Bolivia, 1967) consolidó su impulso hacia la escritura ante la efervescencia literaria bonaerense de su juventud universitaria. Entre los 19…
Miro a estribor. Millones y millones de litros de aguas negras que se pierden en un horizonte brumoso e infinito. Contemplo la inmensidad en la que tantos hombres han creído ver a Dios. Pero, lejos de ser el dios amable, íntimo y personal que pregona el Cristianismo, yo no veo rastro de sentimiento humano. Sólo contemplo una grandiosidad informe y desalmada, un universo exorbitante y hostil que me recuerda mi pequeñez, mi insignificante finitud.
Había una vez un lugar llamado Paraíso en el que los seres prehumanos disponían de todo lo bueno y virtuoso sin tener que esforzarse….
España miraba al cielo aquel mes de julio de 1992. Concretamente, al cielo de Barcelona, por el que volaba la flecha lanzada por Antonio Rebollo desde el centro del estadio olímpico, camino del pebetero que anunciaba el inicio de los que fueron llamados los mejores Juegos Olímpicos de la historia moderna. Aquello sucedió en la noche del 25 de julio. Cuatro días antes, el protagonista fue el azul de Madrid. El 21 de julio de 1992, un cuerpo volaba cielo abajo el madrileño verano en el barrio del Pilar.
Incluso en ese paraíso artificial que es el mundo del fútbol, nada te golpea tan fuerte como la vida. Lo sabía muy bien Manolo Preciado, que escondía bajo una mirada abierta de par en par la tristeza de tres pérdidas consecutivas, las tres prácticamente irreparables. El destino fue deshojando a Manolo Preciado con una crueldad que abruma, arrancándole, primero, el pétalo de su mujer con la garra siempre zafia del cáncer. Después, estiró de la flor el nombre de su hijo Raúl, al que se llevó un accidente de moto. Preciado siguió en pie. “La vida me ha golpeado fuerte. Cuando murieron mi mujer y mi hijo podría haberme pegado un tiro, o mirar al cielo y crecer. Decidí lo segundo”, decía.
La grandeza de una historia de amor estriba en la facilidad con la que ocurren cosas maravillosas. Por eso molesta tanto el tono grandilocuente en la narración de un romance, que no necesita énfasis alguno. El narrador tiene que hacernos creer en la naturalidad de la historia como los amantes creen, de hecho, en lo necesario de su amor. Éste es el fatum en un cuento romántico: si el amor entre los protagonistas no parece inevitable, el fatum no tiene potencia; en consecuencia, no nos creemos la historia y el relato se queda en hipócrita o cursi.
—Nunca he sido supersticiosa, aunque ahora he leído últimamente que la religión es una forma de superstición, porque una cree en cosas sobrenaturales, en…
Aquel 1 de mayo de 1994 algo no iba bien. El Williams-Renault que pilotaba Ayrton Senna partió del pit lane camino de la parrilla…
Un jardín abandonado que conserva las puertas, aún sin llaves; sin la necesidad de una azarosa carrera tras lo novedoso, tan sólo auténticos parámetros…
De vez en cuando, hay que volver a Chandler, aquí al menos volveremos a menudo, porque estos tiempos se parecen cada vez más a…
Ahora que llega el verano es el momento de comenzar a soñar con él. Con los veranos que tuvimos y con los que soñamos….
En unos tiempos en los que el término indie (me) crea escepticismo ante las innumerables propuestas que inundan el panorama nacional e internacional -levántate…