Él se acercó a la ventana y escrutó las nubes.
– Creo que podemos salir a fumarnos un cigarrillo al tejado.
Se giró y la observó durante el rato que tardó en reaccionar. Era la primera vez que la invitaba a su apartamento. Al principio sintió un miedo automático, visceral. La inquietud de romper los equilibrios de su intimidad. La inseguridad de tener que justificar sus gustos, el orden que le daba a su mundo. Ahora la veía allí, de espaldas, husmeando entre sus libros, desnuda salvo por una preciosas braguitas negras de encaje que coronaban sus piernas, y no podía evitar sentirse afortunado.
– ¿Sabes? He leído a Murakami, a Borges, a Cortazar, a Lorca… pero no puedo entender esa obsesión tuya con la literatura americana. Ese nihilismo implícito en ella no va contigo – dijo mientras se hacia una coleta que dejó caer sobre su hombro izquierdo.
– Supongo que hay perversiones que aún no te he contado. La autodestrucción es una de ellas. Tengo que hacer un esfuerzo terrible para tenerla controlada.
Ella se sobresaltó. Él trató de esconder su sonrisa mientras abría la puerta del balcón. Enseguida la habitación se inundó del olor dulzón de septiembre.
– Subamos allá arriba. Hay unas vistas preciosas del atardecer.
Ascendieron con rapidez y se sentaron en las tejas. La ciudad se descubrió ante ellos. Se podía notar su latido de ruidos cotidianos entre el horizonte de tejados rojos.
– ¿Qué buscas?… ¿Qué buscas allí fuera?- dijo ella mirándole a los ojos
– No sé… supongo que historias.
– ¿Historias? – preguntó sorprendida. Luego cogió el cigarrillo que él acababa de liar y se lo llevó al límite de sus labios.
– Sí… historias que mezclar con mis lecturas, mis sensaciones, mis vicios, con esa parte de mí que ha llegado hasta aquí de una determinada forma, con una determinada educación.
– Historias que tergiversar.
– …y que olvidar, y volver a reinventar de otra manera, desde otro tiempo. Al final supongo que uno saca de todo eso una percepción de su yo. Al menos una de tantas. Y eso le acerca a otras personas, que con distintas historias, llegan a una sentimentalidad parecida, a una misma visión de lo que podría llamarse el mundo. Un mundo, por otra parte, totalmente sesgado.
– Un mundo sesgado que necesita de otros con tu mismo prisma. O una media naranja. Al menos, una de las posibles medias naranjas que ahora quizá paseen por una plaza de una gran ciudad sin saber nada de ti.
– Sospecho que ese es el reto, encontrarlas a todas.
Ella destensó sus labios, se apartó el cigarrillo y dejó escapar una sonrisa encantadora. Luego, cerró el puño y le golpeó el hombro con la fuerza justa para que no pareciera del todo cariñoso. Él dejo escapar una mueca de dolor fingido y la abrazó con fuerza. Rieron al unísono.
– ¿No te has sentido alguna vez en algún lugar, en algún ambiente, donde dijeras este es el mío, aquí no hay necesidad de justificación, hay códigos compartidos? –dijo él
– En realidad, si. Pero siempre transitoriamente, sin una continuidad temporal que quizá hubiera podido dejar caer el peso de las dudas sobre él. El peso de la rutina, de la abulia.
– Probablemente eso sea inevitable. El tiempo erosiona. Pero aún así, siempre he pensando que hay entornos donde se puede ser infeliz, otros donde se puede ser feliz sin necesidad de mucho, pero también hay algunos que te potencian aquellas virtudes que amas, que sacan y desarrollan aquellos anhelos íntimos que son tan difíciles de compartir sino compartes una sentimentalidad parecida. Creo que pasa lo mismo con las relaciones individuales, con la pareja, con el amor.
– Hay siempre un poco de locura en el amor más también hay siempre un poco de razón en la locura. Al final quizá el maldito Nietzsche tenía razón. – dijo ella recordando aquella cita.
El naranja se adueñó de la tarde. Compartieron un silencio largo, denso, que los unía de alguna forma que no llegaban a comprender. Lo interrumpió la piel de ella, que comenzó a sentir el frío húmedo que dominaba el día, aunque no lo hubieran notado.
– Estás helada. Bajemos. – dijo después de abrazarla
La habitación estaba sumida en la penumbra. Ella entró primero y en lugar de encender la luz, se dirigió al tocadiscos y colocó uno de los viejos vinilos. Una voz ronca y melódica se adueño del ambiente. Él se acercó a ella despacio, midiendo unos tiempos imaginarios que le acercaban a la música. La agarró de las muñecas e hizo el ademán de bailar hasta el primer giro, que aprovechó para acercarla a la pared. Ella sorprendida, se vio de improvisto con la punta de la nariz rozando la pintura blanca y las manos en alto, inmovilizadas. Le gustó sentir el aliento calido en su nuca. Sus piernas se estremecieron.
– Ven, tengo que leerte algo… ahora – le susurró vocalizando cada silaba cerca de su cuello.
– Te odio… de verdad que te odi…
Pero ya era demasiado tarde. Él dejo caer las manos por el contorno de sus brazos, acariciándola, y se dirigió a la cama. Colocó los almohadones, encendió la luz de la mesita de noche y cogió un poemario. Se tumbó y lo abrió por una página señalada con una postal de Man Ray. Era un libro de Chantall Maillard. Ella no tuvo más remedio que seguirle. Se recostó a su lado, apoyó la cabeza en su pecho y acompasó su cuerpo a la cadencia de su respiración. Antes de comenzar a escucharle, le mordió un pezón como muestra de su renuncia, de la dificultad de aplacar ese fuego interno que le devoraba las entrañas. Él se contrajo y con voz grave, sentida, empezó a leer.
No existe el infinito:
el infinito es la sorpresa de los límites.
Alguien constata su impotencia
y luego la prolonga más allá de la imagen, en la idea,
y nace el infinito.
El infinito es el dolor de la razón
que asalta nuestro cuerpo.
No existe el infinito, pero sí el instante:
abierto, atemporal, intenso, dilatado, sólido;
en él un gesto se hace eterno.
A ella el corazón le latía cada vez más rápido. Observó que había subrayado los dos primeros versos varias veces, con diversos trazos. Como si hubiera comenzado la lectura una y otra vez y la hubiera abandonado siempre en el mismo punto, después de esos gestos certeros con el lápiz. Lo imaginaba en la soledad de aquella habitación, sentado en la cama, con un café casi frío, ensimismándose en sus pensamientos cada vez que repasaba con la mirada aquellos dos versos. Lo imaginaba con tanta nitidez que por un momento, se vio a ella misma. Tuvo la terrible intuición de que hubiera repetido los mismos pasos, de que se hubiera perdido demasiadas veces antes de terminar aquel poema. Ella que lloraba con algunos párrafos que se encontraba en los libros. Ella que se consumía por todas aquellas cosas bonitas que alguien había escrito antes que ella
– ¿Verdad que es precioso? – dijo después de un silencio que ya duraba demasiado
– Sí… – dijo ella tratando de conseguir un hilo de voz que no le salía- sabes…
– En realidad no sé nada.
Le acercó un dedo a los labios y se aproximó a rozar su cuello con la barba. Le susurro algo ininteligible y bajó la mirada hasta acercar la boca a sus pechos blancos. Notó la contracción de su espalda, la tímida resistencia a la posesión. Aprovechó el primero de sus gemidos para introducirle tres dedos en la boca. Ella los mordió con fuerza, liberando aquella ansiedad reprimida por la espera. Él noto su fuego intenso y jugó a torturarla. Recorrió con la lengua cada una de sus curvas, lenta y minuciosamente, como si no existiera el tiempo y el espacio fuera la textura de su piel. En algún lugar de aquel abismo ella enloqueció, agarró su pelo y le obligó a morder las bragas negras deslizándolas a través de sus largas piernas. Él obedeció, sumiso. Luego la noche se perdió entre sus suaves muslos.
El primer sol de la mañana la desveló de un sueño profundo. Recordó los versos subrayados. Le retumbaban en el inconsciente. Aún notaba un cosquilleo agradable en las piernas. Dejó escapar un suspiro que trató de ocultar con la almohada para no despertarle. Se preguntó si llegaría a habituarse a aquella suerte de eternidad. Cerró los ojos, y apretó con fuerza los parpados. Se dejó invadir por aquél escalofrió mezcla de miedo y esperanza.
No existe el amor, el amor es la sorpresa de los límites.
Es perfecto, Hugo. Conviertes un instante en un regalo para el alma de tus lectores.
“La inquietud de romper los equilibrios de su intimidad” y el “Supongo que hay perversiones que aún no te he contado” son frases increíbles, “El tiempo erosiona”. Enhorabuena de nuevo Numeritos, te repito el “me encanta”.
Me gusta tu neo-neo-rromanticismo…
o sobre cómo el ensayo se torna conversación y los límites poesía
Aunque al principio el personaje femenino me parecía forzado y algo hueco como mero catalizador para transformar en diálogo algo que es un monólogo he de decir que el texto completo me ha sorprendido y me ha gustado.