Melody Gardot en Barcelona aquella noche

Seguramente hay muchas formas de llegar a cantar jazz, muchas maneras de que la voz exprese diversos tonos de lo humano, el dolor y la alegría, la rabia o la esperanza. Pero quizá, para que la sintamos auténtica, esa música tiene que salir de dentro, de un largo y proceloso viaje personal que tiene que nacer como un aullido o un llanto que poco a poco puede trasmutarse, ir cambiado de color para llenar el aire de júbilo, de pasión o de vida.

El jazz fue la música de los negros oprimidos y de los marginales blancos que no tenían nada que perder y por eso podían arder más allá del miedo, en noches interminables donde la música y el alcohol construían una escalera por donde escaparse, frágil y verdadera como los amores imposibles y los sueños rotos que, sin embargo, se estaban cumpliendo en el swing improvisado en ese instante. Muchas de sus legendarias vocalistas tuvieron vidas difíciles ya desde la infancia o sensibilidades muy delicadas que a veces las llevaron a caminos autodestructivos a pesar del fulgor y el éxito de su música. No solo Billy Holiday sino también Ella Fitzgerald, Anita O’Day o Peggy Lee. Muchas otras de todos los tiempos.

Melody Gardot conecta con todas ellas en la historia de dolor y superación. El atropello a los diecinueve años, los meses sin poder andar y casi sin poder hablar, el neurólogo que recomienda cantar para recuperar algo más que la voz. El tiempo interminable de la convalecencia en la que comienzan a penetrar músicas mestizas que producen un renacimiento, un nuevo sentido, la necesidad de moverse, de buscar inspiración en todos sitios, en Marruecos, en Lisboa, en Brasil o en Buenos Aires. Y, por fin, el nacimiento de una estrella, siempre un poco misterioso, fruto del azar y del talento.

Ha sido emocionante escucharla anteanoche en el Auditori de Barcelona, verla aparecer entre focos violetas y falso humo,  con un sombrero negro, gafas oscuras (tiene hipersensibilidad a la luz) y tacones muy altos, saludar en un correcto castellano (que al parecer debe a un antiguo novio argentino) y atacar “Same to you” de su último disco “Currency of man” que, de inmediato, puso de manifiesto la competencia de su banda (Irwin Hall jr. al saxo; Shareff Clayton a la trompeta; Sam Minaie al bajo; James Devin Greenwood a los teclados, Mitchell Lomg a la guitarra y Charles Straab a la batería) y la complejidad de su voz, que sabe ondularse como un instrumento más y que, sobre todo, brilló en toda su delicadeza, acompañándose del piano, en “March or Mingus”, un homenaje a Charles Mingus donde Irwin Hall hizo un solo sorprendente soplando dos saxos a la vez.

Por fin “Les étoiles” y el recuerdo de cuando apareció en una de esas listas de reproducción de 8traks, junto a la versión de “La javanaise”, de Madelaine Peyroux, mientras editábamos los primeros artículos de Hyperbole, como una banda sonora gozosa e interminable que llevaba a Stancey Kent, a Diana Krall, a Astrud Gilberto… al eco de un mundo que queríamos construir también con palabras.

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