¿Que probabilidad había de que un joven aventurero cuyo padre quizá lo espere en Camerún, pero que es un berlinés que recorre Europa durante meses en autostop, tocase Wherever You Will Go con una guitarra recién afinada gracias a una aplicación de móvil, en el bonito patio de una casa del centro de España, una madrugada de julio?
¿Cuántas opciones tenía una joven socióloga moldava que no sabe a qué dedicará su vida, pero ya tiene planeado asesorar en octubre a profesores sobre cómo educar mejor a niños con síndrome de Down, de tocar alguna de las Variaciones Golberg en un viejo piano digital y contar las aventuras que la llevaron de Rusia a Luisiana, dentro de un fresco patio de las afueras de una pequeña ciudad al sur de Alemania?
¿Que posibilidad tenía una bella fotógrafa vegetariana de origen esloveno de probar el amargor de los pimientos secos fritos, sentada junto a unas plantas de hierbabuena cuyas hojas pondrían luego el acento fresco a los mojitos, en un patio cuadrado ubicado a unos mil kilómetros al norte de África?
¿Cuántas probabilidades había de que un futuro médico y un ingeniero compartieran su visión creativa del mundo con manos voladoras, fotos y vídeos, en los que intentaban atrapar la vida o crearla de nuevo, en un momento en que el mundo se movía muy deprisa, casi tanto como sus corazones, mientras varios idiomas pugnaban por encontrarse junto a un patio en penumbra al suroeste de Florencia?
¿Que probabilidad había de reunir a personas con formación, procedencia, sensibilidad y edades tan distintas pero conectados por el fino hilo de querer estar vivos en el presente, en un patio presidido por un elegante maniquí blanco recuperado de la basura y vestido con un collar azul ultramar al este de Chicago?
¿Cuántas posibilidades había, en definitiva, de que tres flores de cactus eligieran esa madrugada, que cifraba la mitad del verano, para mostrar su efímera plenitud, en un patio que invitaba a prolongar la noche, sobre las baldosas azul turquesa, al oeste de Siberia?
El azar era esa noche una flor de cactus, siempre inesperada pero rotunda e inevitable cuando brota, como la belleza y el verano o el sabor de la felicidad y de la esperanza en que son posibles los encuentros y la comunicación entre gente que viene de muchos sitios muy lejanos, pero que necesitan compartir historias, experiencias, zozobras, música, gustos y abalorios.
El azar era el dulce pájaro de la libertad y la civilización en el patio azul, aquella noche del centro del verano, en una pequeña ciudad, al sur de Europa, donde lo inesperado fue posible e ilumina el futuro.
Este texto ha sido escrito, a dos manos, por Ramón Gonźalez Correales y Conchi Sánchez Hernández. Las imágenes son de Hugo González Granda, Guillermo González Granda y Ramón González Correales.