Lo conocí a poco de llegar a Madrid allá por el otoño del 75. Era sábado por la tarde y aún me sentía algo extraño en el colegio mayor, sin amigos, todavía ajeno al mundo que me rodeaba, sin saber muy bien si salir a dar a una vuelta o volverme a leer a la habitación. Al pasar por el salón de actos observé que había música y me metí a ver qué pasaba. El concierto ya había comenzado. Había una mezcla de luces en el escenario (naranja sobre todo, rojo, algo de azul o de amarillo) y mucha música, quiero decir que no solo había un cantautor tocando una guitarra sino que había más instrumentistas y aquello sonaba muy bien, distinto a lo que conocía. Además, el cantante tenía una voz aguda que subía y bajaba, que entonaba ritmos diferentes. Aquello me alegró la tarde porque el ambiente se puso eléctrico, las mujeres que miraba me parecían bellas e inteligentes y, de pronto, supe que estaba en el centro del mundo, justo en el sitio en el que quería quedarme, al que por fin había llegado después de tanto tiempo.

Quizá por eso he relacionado siempre a Hilario Camacho con la alegría. Su música siempre me ha animado, me ha acompañado en los buenos momentos o en los regulares, ha dado sentido e intensidad a algunas sensaciones y a muchas noches errantes. Por eso, a veces, me he sorprendido al ser consciente del pesimismo de sus letras. Es como si hubiera una contradicción: una música chispeante, vital y una letra lúgubre pero cantada con una energía arrolladora. “Madrid amanece” podría haber sido su carta de despedida. Habla en ella de una soledad angosta en una ciudad sucia y fría llena de sueños perdidos. Una ciudad que sin embargo se canta a un ritmo que invita a mover el cuerpo y a seguir viviendo la vida tras el mal sueño de la resaca.

Me sorprendió su muerte y la sentí mucho porque era uno de esos tipos que me gustaba que habitaran el mundo. Lo tenía todo para que le hubiera ido bien después de la Transición. Tenía mucho más talento que otros que se han apalancado en el éxito. Pero quizá era más auténtico o solo más melancólico y más frágil. Un artista herido que tenía que curarse con sus canciones y para conseguirlas tenía que descender un poco más cada vez. Hasta que dejó de ver la luz y perdió la escala de la música para salir del agujero. Cuando solo tenía que haberla seguido, haberse dejado llevar por el bamboleo dulce del cuerpo de su guitarra y haberse olvidado de relatos lóbregos y falsos aunque sonaran bien.

El otro día oí a Sabina contar que desde que lleva “buena vida” es incapaz de escribir canciones tan buenas como las de antes, cuando el sol de la noche interminable hacía brillar a todas las princesas oscuras. Quizá hay cosas que solo se vislumbran asomándose al abismo o quizá solo hay gente que necesita esa sensación límite para sacarse unos buenos versos o una buena música. O puede que solo sea una leyenda bohemia que otorga un prestigio estúpido a los artistas atormentados.En cualquier caso la escala que no le sirvió a Hilario sigue ahí y podemos utilizarla para salir de la soledad o para ponerles palabras al amor. Una música alegre que es pura vida aunque a él no le sirviera para esquivar la muerte.
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1 Comment

  1. says: JOSE RIVERO

    Cuando se van contando las desapariciones de amigos, conocidos y próximos, es cuando empieza a faltar el tiempo. O cuando de todo, hace ya veinte años.

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