Canciones de la radio

Las canciones de la radio se deslizaban por el cielo del verano suavemente, con la gracilidad de pájaros jóvenes que hubieran aparecido de pronto y cambiaran misteriosamente el color, a cada rato, al ritmo del chapoteo del agua de la piscina, o de la respiración suave de las chicas que tomaban el sol mientras soñaban vivir en otro mundo.

Las canciones de la radio de aquel verano tenían el sabor al chicle de fresa del final de la infancia, el olor de la crema bronceadora de las toallas húmedas, el gusto todavía desconocido del deseo que lo impregnaba todo, hasta los juegos más simples o las miradas más inocentes.

Todo era más importante que lo sería nunca, los colores eran más vivos, las formas más definidas, las injusticias mas dolorosas, las soledades más insoportables y solo apetecía moverse, sin saber muy bien a donde ir. Aunque todo lo de fuera pareciera más apetecible y siempre se prefiriera estar en otro sitio donde no existiera el aburrimiento, ni los veranos interminables, ni esa sensación de que faltaban muchas cosas esenciales de las que no sabíamos siquiera el nombre.

Las canciones de la radio subrayaban la vida y se enredaban  en la memoria como gusanos de seda, dispuestas a despertar pasado el tiempo, ante cualquier estimulo insospechado, para devolvernos el sabor de ciertas sensaciones que habíamos perdido y que sin embargo teníamos en aquella piscina azul, llena de ojos y de ausencias, habitada por lo que no veíamos y sin embargo teníamos en nuestro interior.


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