A propósito de Llewyn Davis: sobre el lado oscuro del juego
Cuando le preguntan a los ganadores por lo que han hecho para llegar tan alto donde han llegado suelen responder siempre cosas parecidas: tenían auténtica pasión por lo que hacían; fueron capaces de arriesgarse, de dejar todo, por lo que les gustaba; también aluden al sacrificio, a las noches sin sueño, a los pisos prestados, a las comidas insuficientes y a las noches de tabaco y alcohol en antros malsanos donde sin embargo los terminó descubriendo alguien que los llevó a la gloria.
Estas cosas las oyen los adolescentes con sueños artísticos, puros y duros, y deciden seguir exactamente las instrucciones, lanzarse a la aventura, apostándolo todo. Abandonan a la familia, a la que muchas veces detestan porque no los comprenden, y huyen a una ciudad extraña que suponen el centro del mundo; van de antro en antro buscando una oportunidad, que nunca llega; componen canciones con el corazón de la autenticidad más pura; abusan de amigos que los dejan dormir en su casa, en un sofá, cuando ya huelen mal y no han comido en mucho tiempo. Se van desesperando y diluyéndose, poco a poco, para algún día desaparecer de alguna manera muy silenciosa o quizá siniestra.
Los Coen muestran a un tipo que quizá no es brillante, que hace un largo bucle para no ir a ningún sitio, que tiene canciones buenas pero no demasiado, con letras tristes y un poco estúpidas (o quizá sea la traducción), que no canta mal, que pierde gatos y oportunidades por el Nueva York de los sesenta, que es auténtico, incluso demasiado auténtico y que finalmente fracasa mientras contempla, sin saberlo, al que triunfará cantando en el mismo antro en el que él ha acaba de pasar hace poco desapercibido.
“A propósito de Llewyn Davis” es una película sobre los otros, los que no conocemos, los perdedores, con todo lo que tiene ese calificativo de culpa y presagio en la América profunda, con ese color un poco desvaído que crea una atmósfera densa, como de cuadros dee Hopper o fotografías de Gregory Crewdson. La atmósfera fría de los Coen, sus encuadres perfectos, su ritmo cadencioso que nos arrastra sin darnos cuenta a algún sitio en el que no se respira del todo bien y que no se sabe si es verdadero del todo.
La película da que pensar sobre el prestigio del malditismo moderno en los artistas y su presunta rentabilidad personal y artística, eso de tener que sufrir y sacarse cosas de dentro y vivir todas las experiencias, sobre todo las oscuras, para poder crear obras auténticamente originales. Eso de que lo comercial es siempre falso y que triunfar no importa o es directamente un fracaso. Esa contradicción de barra de bar que se resuelve cuando se triunfa de verdad o se fracasa absolutamente.
Hay una escena especialmente cruel. Tras un largo y penoso viaje hasta Chicago (también hilarante: magnífico el personaje interpretado por John Goodman) consigue llegar, entre la nieve y aterido de frío, a una sala donde logra ser escuchado por un empresario que le pide que toque una canción. Lo hace y tras mirarlo fijamente, un rato largo, le dice algo parecido a esto: “Vale, sabes tocar, tienes oficio, pero no creo que esa canción pueda dar más de un dólar”. Y se tiene que volver a Nueva York entre la nieve, atropellando un gato en el camino, como sí atropellará su propia esperanza, no para comenzar de nuevo sino para volver a fracasar.
Aunque su historia podría ser la de un Sixto Rodríguez y entonces ese micrófono y la canción del principio tendrían el sentido de indicarnos que hemos asistido a la vida de alguien realmente bueno que no triunfó en ese momento pero que terminará triunfando, aunque sea muchos años después. O que lo valioso de ese mundo está realmente ahí, en ese sustrato de perdedores que crea un ámbito de relaciones y de anhelos y de bares y de noches de las que nunca se sabe demasiado desde fuera pero que contiene la atmósfera y los estímulos con los que se construyen las canciones y los propios sueños de los que las hacen o las escuchan.
La mirada gamberra de los Coen
La película es un relato de todos sus fracasos, de sus errores y de la manera en la que el azar le regala siempre su peor cara. Sin embargo, durante toda la historia hay algo luminoso en él, una extraña tranquilidad desde la que observa el mundo y que mejora cada espacio en el que se encuentra; un equilibrio en el que su flequillo se mantiene en orden y su chaqueta, sus guantes rotos, hasta sus zapatos que se empapan en Chicago ofrecen un aspecto elegante, con encanto. Sí, puede que sea el relato de un perdedor, pero mirado con unos ojos benévolos, divertidos, apuntaría: el de los directores. Ambos, Ethan y Joel Coen, dibujan la búsqueda de Llewyn (o más bien su aparente deriva) de una manera curiosa. Gamberra, diría yo. Crean un cuento con todos los recursos con los que un niño puede reírse. No juzgan al protagonista, simplemente lo observan. Las escenas con el gato Ulises, sus continuas huidas, sus peripecias en la carretera, en las distintas casas…me parece que atrapan lo mejor del cine mudo; cada fotograma es un dibujo perfecto, además. Algunos parecen tomados de cómics de Will Eisner, con esa iluminación misteriosa y oblicua (un gran dibujante que me ha presentado el hyperbólico Óscar Sánchez); otros, de cuadros de Edward Hopper o de Richard Estes, a veces. Y los diálogos, algunos memorables, absurdos e hilarantes para mí -como el surrealista viaje en coche a Chicago, con un verborreico Dennis Goodman y un casi mudo Garret Hedlund como imposibles compañeros de asiento- , en los que las repeticiones, lo escatológico, el ingenio hacen las delicias del niño un poco gamberro en que convierten al espectador. Todo eso forma parte de ese mundo que Llewyn mira y del que no se deja contaminar.
En realidad, sí, Llewyn se ríe una sola vez. Justo al final, cuando cierra el bucle de la historia con un au revoir al tipo que le pega en el callejón, el que venga el honor de su mujer cantante, a la que Llewyn, borracho, había insultado la noche anterior. Y, de nuevo, una escena de dibujos animados: el agresor sube en un taxi y no huye, avanza a velocidad normal, pero, de pronto, todos vemos como, de una manera que rompe la lógica de la acción, el taxi casi vuelca, derrapando, en la primera esquina. De nuevo la mirada gamberra. Llewyn sonríe al verla, como si se diera cuenta de algo. Parece decirle adiós a lo que ha sido su vida hasta ese momento, consciente, de que más bajo no se puede caer. Que, desde ahí, lo único que puede hacer es subir. Como en los cuentos. Un buen final. Un buen comienzo, en realidad.
¿Y no es algo similar a Acordes y desacuerdos de Woody Allen?
Como bien apunta Ramón, el peso del malditismo sobre el protagonista acaba pasando factura. Cuando surge cualquier oferta que arroje luz sobre su descarriada andadura, él mismo se encarga de recharzarla porque acaba imponiendo el saberse incomprendido sobre el valorar que para ganarse la vida como músico debe hacer algo más que pretender despegar en solitario.
La amargura que desprende todo el film no le impide perfilar el lado esperanzado de sus caracteres, todo ello mezclado con su maravillosa banda sonora y el buen hacer cinematográfico de los Coen, que saben como nadie montar la historia para que su acabado emocional sea tan preciso como la propia sucesión de fotogramas. No es su mejor película, sí de las mejores (y van…)
Óscar
Resulta que no había visto “Acordes y desacuerdos”, así que no pude responderte a tu comentario cuando lo pusiste. La acabo de ver ahora mismo y, en caliente, te digo que llevas razón, van sobre lo mismo, sólo que, tras ver la de Woody, la de los Coen queda como vacía, como desteñida, como sin vida. O con poca vida, con personajes que de pronto se perciben muy esquemáticos, con relaciones muy elementales o poco creíbles, donde sólo parece primar la fotografía o los aspectos técnicos. Plantean el mismo problema, el asunto del ego de los artistas, el talento y el triunfar o no triunfar. Pero me quedo con la de Woody, aunque elegir es renunciar y en esto no hay por qué hacerlo y la de los Coen sea una buena película que merece la pena ver. Pero me ha gustado, he disfrutado mucho más viendo la de Woody.
Más alegre debe ser, supongo. Los Coen son muy irregulares, tal vez demasiado divos, con toda seguridad muy urgidos por la necesidad de no parecerse a nadie, de sorprender… A mi me gustan mucho más que Allen, conste.
Una pelicula totalmente insulsa