Entre todos los folios en blanco que tenías para enamorar, viniste a acurrucarte aquí, entre las palabras que me sobran. Sí, lo sé, fui yo quien te llamó, pero la debilidad que entraña cualquier despedida abre siempre un resquicio para las licencias de expiar tus pecados en el otro, y como mi adiós es para siempre me concedo el lujo de pensar que tú, personaje, fuiste la que viniste aquí y que no fui yo, escritor, quien te trajo palabra por palabra. Escritor. Pronuncio en alto esa palabra y la noto tan lejana como los ecos del gentío que se cuelan desde la calle amortiguados por el amargor de la ginebra. Escritor, yo, que nunca escribí de verdad. Que la mejor mentira que conté fue la de la curva de tu espalda desnuda, expuesta, robándole a la mañana sus primeros rayos de sol. Y así fue como viniste, con el ansia de un amanecer en el que la resaca por una vez no lo fue todo y en el que necesité un principio que me trajera latido a latido a este final. Lo único que lamento de mi muerte es que será también la tuya, porque no pienso dejar que nadie te escriba de nuevo jamás.
Por qué tiene que ser éste el final, me preguntas, y podría inventarme cualquier respuesta. Bastaría con poner luego entre comillas “y ella le creyó”para zanjar el asunto, pero no te he traído hasta aquí para mentirte. Hoy no. Tiene que ser el final porque nunca he sido capaz de enlazar una historia completa, y dejar correr la mía hasta el final sería traicionarme. Es el final porque nadie de los que vinieron está ya a mi lado, y si no me mato tarde o temprano tú también te irás, como se fueron todas aquellas de las que estás hecha. Porque aquí y ahora no hay nadie para decirme adiós, como debe ser. Porque mañana no habrá nadie que llore mi ausencia, que sienta mi vacío como una pérdida de verdad. Porque no voy a dejar que saltes a otros cuadernos y elijas otras historias cuando yo, que te cree, no tengo elección que me sirva para dejar de soportar la mía. Y la razón más importante de todas: es el final porque ya está vacío el frasco de pastillas que he dejado correr garganta abajo y que empujo con tragos de ginebra que se me derraman por ambos lados de la boca y empapan el suelo, y se mezclan con este sudor profuso que acompaña al dolor de estómago que me dice que sí, que éste es el final; que ésta es la última noche en que me da fiebre el frío solitario de esta habitación desierta en medio de esta pequeña ciudad.
Te escribo, en cambio, joven, de pie, desnuda. Con la piel tan expuesta como siempre que la he necesitado. Y los dos sabemos que se acerca el final. El sudor se me acumula y el estómago ya no duele, palpita, e intento acallar su zumbido con un cigarrillo. Total, el tabaco ya no me va a matar. Y sostengo en alto el folio en el que estás, en una mano, y en la otra la cerilla con la que acabo de prender el pitillo que me humea entre los labios, y acerco la llama al papel y me siento en el suelo, con él en la mano, a ver cómo te consumes. Por primera vez no te dejas hacer, y tomas el mando de mis letras. Te quería desesperada por el mordisco del fuego y en cambio me obligas a escribirte serena, mirándome fijamente mientras las llamas te consumen, con lágrimas corriendo por tus mejillas en un llanto que no sé por qué es, quizá por lo que pudo haber sido. No puedo soportar esa mirada y te escupo el humo del cigarrillo, pero no cierras los ojos. Me desafías, sigues mirándome mientras el calor devora tu rostro y sólo queda en mis manos el borde del papel, que lanzo lejos para que se consuma por completo.
Sublime.
Gracias Rosa.