Freud era consciente de ser un hombre de acción, un aventurero con un temperamento muy dotado, sólo que su viaje no fue por un mar océano o por el espacio estelar, sino que trató de sumergirse a través de las profundidades de las emociones humanas.

Primero buceó en sí mismo y comenzó a atar cabos con esa capacidad que tenemos los humanos de encontrar figuras en la confusión de una nube de puntos y luego se dio cuenta de que el yo, eso que tan íntimamente creemos ser, es un espejismo muy determinado por fuerzas inconscientes que apenas podemos controlar, porque están fuera de nuestro alcance y ni siquiera sabemos que existen : el fuego primordial del deseo que ruge allí al fondo como un volcán y el gran padre social que opera como un dios controlador de ese fuego pugnan desde el principio asfixiándonos a veces.

De todo eso levantó un relato interpretativo con una gran capacidad de sugestión y una gran altura literaria que ha sido una de las grandes ideologías del siglo XX.  Actualmente se duda, con fundamento, del rigor y la verosimilitud de muchas de sus aseveraciones, pero su luz dista mucho de haberse apagado del todo, aunque sea sólo para medirse con ella.


Harold Bloom, que dice haberse leído toda su obra lo mete sin duda como uno de los cien genios de la literatura.

Hace setenta y cinco años que murió probablemente tan triste en su exilio de Londres contemplando como un mundo entero se derrumbaba como había predicho de alguna manera en “El malestar de la cultura“.

Freud, al que hay que volver de vez en cuando a dar un sorbo de una carta para disfrutar de la fuerza de los pioneros o releer “Moral Sexual Cultural y nerviosidad moderna”, aquel texto de 1908, el artículo que tanto fascinó  a Wilhelm Reich.
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