Aquel París en este invierno

A veces las vidas, como las ciudades,  hay que mirarlas de lejos, dejar que pase el tiempo para volver a reconocerlas y encontrar cosas en las que no se había reparado o auscultar las emociones que nos producen los recuerdos que quizá ya no se sienten con los mismos matices como cuando entonces y de, pronto, aparece otro paisaje en el que parecen surgir posibilidades nuevas.

París era una fiesta para una generación muy joven que, tras una guerra, había perdido el miedo y quería inaugurar un mundo nuevo de sensaciones inmediatas. Necesitaban olvidar, beber, bailar, escuchar música, reflejar la auténtica vida, hacerse un poco de daño para sentirse vivos con esa crueldad que sólo tienen los que son muy jóvenes y pueden jugar encima de las ruinas que todavía creen que no tienen nada que ver con ellos.

Todos los escritores que pretenden reflejar la vida tal como es hacen que las cosas huelan mal, y ése es mi sentido más sensible. Espero que nunca seas un realista, uno de esos que piensan que ser feo es tener fuerza”, le decía Zelda a Scott Fitzgerald como si tuviera miedo que no quedara nada de lo bello que habían soñado y que era tan difícil mantener más de un instante. Como el recuerdo de esas fiestas en las que se bebe tanto y luego no se recuerda casi nada o queda teñido por la melancolía de la resaca del día siguiente.

 Zelda que parecía querer recordarlo todo y que la intensidad permaneciera siempre, intacta, en un mundo perfecto donde nada envejeciera, ni siquiera los amores imposibles que creía haber vivido. Zelda que miraba para recordar, para retener el tiempo de la felicidad que nunca era tan feliz, que siempre sentía tan amenazado, como luego reflejaban sus cartas desde el lado oscuro del mundo. Todo tan deprisa, tan mezclado, sólo al final sostenido en las palabras que quedan, por lo que puede rescatarse con ellas. Las cartas.

La extrañeza y agitación de Nueva York, los periodistas y los vestíbulos de hotel llenos de pieles, el brillo del sol en los cristales de las ventanas y el polvo irritante de finales de primavera; lo impresionante de los Fowler y muchos bailes por la tarde y mi comportamiento excéntrico en Princeton. Recordé los ojos azules de Townsend y los juegos de Ludlow y un baúl que emanaba perfume y el olor a mancochas del Biltmore. Siempre estaban allí Ludlow, Townsend, Alex y Bill Mackey, y tú y yo. No nos gustaban las mujeres y éramos felices. El apartamento de George y sus combinados de absenta y el cabello dorado de Ruth Findley en el peine de él, y visitas a «Smart Set» y a «Vanity Fair»: un mundo literario colegial desmesurado por los periódicos neoyorquinos. Había flores y clubes nocturnos y el consejo de Ludlow de que nos trasladáramos al campo. Una vez reñimos en West Port hablando de moral, caminando junto a un moro colonial bajo el frescor de los lilos. Pasamos toda la noche en vela hablando de «Brass Knuckles and Guitar». Estaba el parador de carretera en el que comprábamos ginebra y Kate Hicks y los Maurice y el marco radiante del Clob Rye Beach. Nadamos en plena noche con George antes de reñir con él y fuimos a las fiestas de John Williams, a las que iban acericos que hablaban francés cuando se emborrachaban. George tocó “Caddle up a Little Closer” al piano. Y mis pantalones blancos que sobresaltaron a las colinas de Connecticut y el baño con sandalias en la charquita. La playa y montones de hombres, recorridos demenciales en coche por Post Road y viajes a Nueva York. Nunca conseguíamos habitación en los hoteles de noche por lo jóvenes que parecíamos, así que una vez llenamos una maleta vacía con el listín telefónico, cocharas y un acerico en el Manhattan. Yo tuve una relación romántica con Townsend y él se marchó a Tahalí y tus aventuras con Gene Bankhead y Miriam. Compramos el Marmon con Harvey Firestone y fuimos al sur por las ciénagas de Virginia, las colinas de arcilla roja de Georgia, los preciosos lechos fluviales llenos de rodadas de Alabama. Bebimos whisky de maíz en los alerones de un aeroplano a la luz de la luna, bailamos en el club de campo y regresamos. Yo tenía un vestido rosa que flotaba y uno plateado muy espectacular que había comprado con Don Stewart.”

Aquel París para los americanos que escapaban de sí mismos y buscaban la libertad de poder construirse de otra manera, ser otros para llenar un vacío, mientras se divertían en un escenario muy antiguo que, sin embargo,  parecía nuevo y permitía reconocerse en otros que venían de otros sitios, que también estaban tan disponibles y eran igual de jóvenes y con tanto talento.

Ya no se podía volver a casa, no en el sentido esencial, y eso también era parte de París. No podíamos dejar de beber ni de hablar ni de besar a las personas inadecuadas sin pensar en los estragos que eso causara. Algunos habíamos mirado las caras de los muertos y tratábamos de no recordar nada especial. Erns (Hemingway) era uno de esos. Muchas veces decía que él había muerto en la guerra, sólo durante un momento; que su alma había dejado su cuerpo como un pañuelo de seda, deslizandose y levitando por encima de su pecho. Había vuelto sin que la llamasen y muchas veces me he preguntado si para él escribir era un modo de saber que, a fin de cuentas, su alma estaba allí, otra vez en su sitio. De decirse a sí mismo, si no a cualquier otro, que había visto lo que había visto y sentido aquellas cosas terribles, y aún así seguía vivo. Que había muerto pero ya no estaba muerto”, pone Paula McLain en boca de Hadley Richarson, la primera mujer de Hemingway en la novela que narra sus años en el París de entonces, cuando la realidad y el deseo se tensaban tan amenudo como las noches de fiesta.

Hadley Richarson

Aquel París que ahora podemos ver en tonos pastel, tan deseable, donde parecen imposibles las cosas malas que sin embargo seguían sucediendo y sobre todo estaban a punto de suceder hasta la calamidad, para llevarse por delante una época entera. París como metáfora de la vida amenazada que siempre permanece como una fantasía desde la que reconstituir una esperanza.

Siempre nos quedará Paris, como el recuerdo del amor o la amistad que fue posible aunque se escapará tan rápido. Como dice dice el personaje de Nicole en Suave es la noche: “Piensa en cuánto me quieres. No te voy a pedir que me quieras siempre como ahora, pero sí te pido que lo recuerdes. Pase lo que pase siempre quedará en mí algo de lo que soy esta noche”. Aquella novela que comienza con una cita de Hemingway que lo resume todo de otra manera: “Los hijos los pierdes. Las mujeres las perdiste. Solo el oficio permanece.

Pasear aquel París a principios de invierno. Un documental y algunos textos para completar el paisaje y quizá aprender algunas cosas. La posibilidad de disfrutar la intensidad sin caer inevitablemente en el abismo.

“Fueron los símbolos máximos de una época en la que pareció que todo era posible, una era que respiraba alcohol prohibido y foxtrot, en la que se empezó a forjar nuestra libertad, un tiempo de felicidad artificial entre el horror de la Primera Guerra Mundial y la barbarie de la Segunda en la que el mundo creyó que podría conseguirlo. Y también encarnaron elcrash del 29, cuando el espejismo se rompió en mil pedazos y el mundo se precipitó al vacío. Pero Zelda Sayre (1900-1948) y Francis Scott Fitzgerald (1896-1940), Scott y Zelda, son mucho más que eso, más que la Generación Perdida; representan el mito de la pasión y del desamor, de la literatura que se funde con la vida, simbolizan el éxito y la tragedia, la decadencia y la caída, el alcoholismo y la locura. Y demuestran, como Rimbaud o como Salinger, que la literatura necesita leyendas.”

GUILLERMO ALTARES “El “crash” de Zelda y Scott

A Zelda Fitzgerald Univ. Princeton
307 Park Avenue,
Baltimore (Maryland)
6-4-1934

Perdona que dicte esta carta en lugar de escribirla a mano, pero si vieras mi escritorio y la cantidad de cosas que han llegado lo comprenderías.

Tienes que combatir cualquier tipo de derrotismo. No hay ninguna razón para el pesimismo. En realidad nunca has tenido un temperamento melancólico, sino que, como tu madre decía, siempre destacaste por tu vital actitud animosa, alegre y extrovertida. Me refiero sobre todo a que no compartes ninguno de los puntos de vista melancólicos que parecen integrar a Anthony y Marjorie. Tú y yo hemos pasado momentos maravillosos en el pasado, y el futuro aún está cargado de posibilidades si levantas la moral y procuras creerlo. El mundo exterior, la situación política, etcétera, siguen siendo oscuros e influyen en todos directamente, y es inevitable que te afecten indirectamente a ti, pero procura distanciarte de todo ello mediante alguna forma de higiene mental, inventándola, si es necesario.

Déjame repetirte que no quiero que te concentres demasiado en mi libro, que es una obra melancólica y parece haber obsesionado a casi todos los críticos. Me preocupa muchísimo que lo estés releyendo. Describe determinadas fases de la vida que ya están superadas. Ciertamente nos hallamos en una ola ascendente, aunque no sepamos a ciencia cierta hacia dónde va.

No tienes ningún motivo real de pesimismo. Tus cuadros han sido un éxito, tu salud ha mejorado mucho, según tus médicos, y la única tristeza es vivir sin ti, sin oír los tonos de tu voz con sus peculiares intimidades de inflexión.

Tú y yo hemos sido felices; y no lo hemos sido solo una vez, hemos sido felices miles de veces. Las posibilidades de que la primavera, que llega para todos, como las canciones populares, nos pertenezca también, las posibilidades son muy halagüeñas en este momento porque, como siempre, puedo aguantar casi toda la opinión literaria contemporánea, liquidada, en el hueco de la mano, y cuando lo hago, veo al cisne flotando en ella y descubro que eres tú y sólo tú. Pero, Cisne, flota suavemente porque eres un cisne, porque con la exquisita curva de tu cuello los dioses te concedieron un don especial, y aunque te lo fracturaras tropezando con algún puente construido por el hombre, se curaría y seguirías avanzando. Olvida el pasado, lo que puedas, y da la vuelta y nada de nuevo hasta mí, a tu refugio de siempre, aunque a veces parezca una cueva oscura iluminada con las antorchas de la furia. Es el mejor refugio para ti, da la vuelta despacio en las aguas en las que te mueves y regresa.

Todo esto parece alegórico pero es muy real. Te necesito aquí. La tristeza del pasado me acompaña siempre. Las cosas que hicimos juntos y las cicatrices atroces que nos convirtieron en el pasado en supervivientes de guerra persisten como una especie de atmósfera que rodea todas las casas que habito. Las cosas agradables y los primeros años juntos, los meses que pasamos hace dos años en Montgomery me acompañarán siempre y tienes que creer como yo que podemos recuperarlos, si no en una nueva primavera, en un nuevo verano. Te quiero, amor mío, cariño.

ZELDA SAYRE “Cartas de amor y guerra”

 

Entra en un café de la plaza de Saint-Michel , cuelga la gabardina vieja, su sombrero, pide una café con leche, saca su libreta de lomo azul, dos lápices, aspira el olor a fregado y se desea a sí mismo buena suerte. Ante la página en Blanco se convence de que lo único que tiene que hacer es escribir una frase verídica, algo que haya observado  directamente o que haya oído decir y, a partir de ahí, seguir. Escribe un cuento cuyo argumento transcurre allá en Michigan . Como la mañana es cruda y fría en París, así también es el cuento. Como en el cuento los amigos beben unas copas, le entra sed y pide un ron de la Martinica. “Nunca escribas sobre un lugar hasta que no estés lejos de él porque ese alejamiento te da mayor perspectiva”.

JAIME PRIEDE  “Universo Hemingway”

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2 Comentarios

  1. says: krestø

    Buenísimo. Dan ganas de tener una experiencia a lo Midnight in Paris y emborracharse con toda esa gente que pululaba por allí en los años 20. ¡Salud!

  2. says: Marta

    Querido Ramón,

    No sé si te acuerdas de mí. Unas pistas: Marta, italiana, Chaminade (seminario), invierno 1978…. Eliana.
    Necesito contactar contigo. Por favor, escríbeme, es importante.
    Hasta pronto.

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