Lo peor de ver discursos de Donald Trump es que uno acaba hablando como él. Su retórica es la de un mal tuit, o la de un buen clickbait: palabras infecciosas, capaces de prosperar siendo ridiculizadas o aceptadas. La fascinación que Trump lleva ejerciendo desde hace más de un año nos ha preparado para el evento de la década, que no es otro que su elección como presidente de EE UU, es decir, su consagración como Hombre Más Importante del Mundo. Porque, desde un punto de vista estético, estábamos más que preparados para el presidente Trump. Margaret Thatcher hizo capitalistas nuestros corazones, el mundo se convirtió en una gran empresa donde realizar una carrera laboral, el carácter personal se transformó en propaganda. La fortuna económica es, irremediablemente, un aval político.
Desde casi cualquier otro punto de vista, no estábamos preparados en absoluto. Los acontecimientos que han marcado la entrada del s. XXI occidental venían de la mano de un villano externo, el terrorismo islamista, lo que nos permitía una cómoda identificación con las víctimas. Cuando el disgusto llega desde las urnas ya no sabemos a quién culpar, a quién compadecer. El Brexit y Trump muestran el abismo – racial, generacional – que divide las sociedades occidentales, obligando al Atlántico Norte a mirarse a sí mismo y no reconocer su propio cuerpo, los miembros que lo conforman. Es inesperado. Impensable. La cuenta de Twitter del flamante líder del mundo libre es @realDonaldTrump, en parte por distinguirse de imitadores, en parte por erigirse en voz de la autenticidad frente a los engaños del establishment político y cultural. Y ha acabado teniendo razón: es real. El racismo es real. La xenofobia es real. El machismo es real. Somos los demás (¿los otros?) los que deberíamos tatuarnos en el brazo “I want to believe” bajo una nave alienígena como divertida, divertidísima metáfora de una democracia no autodestructiva.
Lo malo es que va a ser más fácil creer en extraterrestres que en nuestro cuñado, cuando los primeros no nos mandan señales ni instrucciones y el segundo lleva ya años viviendo en nuestro planeta, a veces incluso ejerciendo el derecho al voto. Trump, como los cuñados, da para buenas anécdotas, y sin reírnos de ellos no podríamos sobrevivir a una comida familiar. El exabrupto, el tuit, el titular. Qué cafre, qué huevos, qué tío. Es posible que la política de Trump, que tiene nombre de órdago a grandes, se limite a exhibir su portentosa chequera sobre las mesas de la diplomacia internacional. Es posible que veintisiete años después de la caída del muro de Berlín no se comience a construir otro en Norteamérica, pero eso no resta trascendencia a la victoria de The Donald. La voz, los gestos de Trump han invadido la comida familiar; nadie sabe cómo desactivar a un mesías que predica, directo a nuestros corazones, con la crudeza del éxito. Del dinero.
Es un tsunami de fealdad en nuestras vidas, también, esa fealdad intrínseca a la grosería del dinero que señalas, así como las demás fealdades (de la misoginia, del desplante, de la mentira, de la incultura y de la xenofobia) que van a meterse en nuestras casas.
Ya nos habíamos desacostumbrado, porque, en comparación, Obama era indudablemente “bello”…
Otra visión:
“Lejos de intentar establecer alguna forma de socialismo, o meramente de justicia social, la izquierda pasó a ser la campeona de la lucha por la igualdad de oportunidades, en contra de la discriminación y los prejuicios y –con el auge de la globalización– la apertura de los mercados.
El héroe más o menos mítico de la izquierda ya no era el proletariado sino el marginal, el inmigrantes, el extranjero, el disidente o el rebelde –incluso si se trataba de un fanático religioso con el que nada tendría que ver un intelectual de izquierdas. Uno recuerda cómo se mofaba Jean-Jacques Rousseau de aquellos que pretenden amar a los tártaros para evitar amar a sus vecinos.
Poco a poco se formó una nueva alianza de clase: el uno por ciento como se la llama, o de forma más realista el rico diez por ciento que se beneficia de la globalización está aliado con la intelligentsia de clase media para vendernos la globalización en nombre de la “apertura a los otros” y que agitan el espectro del racismo el sexismo para atraer a minorías y ciertas feministas (puesto que aunque las mujeres no son una minoría, ciertas demandas feministas son similares a las de las minorías).
Pero esta alianza era extremadamente antinatural en términos socio-económicos, porque las principales víctimas de la globalización son los trabajadores menos cualificados, a menudo mujeres o miembros de minorías.
El sesgo a favor de la globalización de la izquierda fue extraviándose paso a paso. Primero renunció a hacer ningún esfuerzo para regular la economía, conformándose con que iban a compartirse justamente los frutos del crecimiento si se asegura la “igualdad de oportunidades”. Pero en el mundo real, las desigualdades crecieron más que la economía.”
Jean Bricmont
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