Joaquín Sabina y el largo adiós

Que el escenario te tiña las canas…

Joaquín Sabina    

 

 

 

Hay que ser un poco tarado, o un mucho envidioso, para que no te guste Joaquín Sabina. Me refiero a él, en persona, no sólo a sus muchas canciones. Estoy convencido de que Sabina puede ser muy borde para los desconocidos y seguramente a ratos insoportable para los conocidos, porque parece un tipo muy centrado en sí mismo, caprichoso como un adolescente pero sin el corsé que sujeta a estos, y muy pagado de sus propios placeres y vicios, a los que intenta no renunciar por nada del mundo. Pero es también autoconsciente, es decir, que sabe quién es y hasta donde llega, una forma de ser que no todo el mundo alcanza con el paso de los años y que es la conditio sine qua non bajo la que puedo yo, modestamente, empezar a respetar a alguien. Los autoconscientes son también, y por lo mismo, autocríticos, e imagino perfectamente a Sabina habiendo pedido perdón por sus excesos de personalidad y de los otros en innumerables ocasiones de su existencia. Porque es esa clase de persona, intuyo (se me dirá que estoy presuponiendo demasiado, pero es que todos sentimos que conocemos íntimamente a Sabina por lo que él ha revelado incluso sin pretenderlo en sus letras), que como mete abundantemente la pata, comprende humanamente que la metamos también los demás, y eso, creo, le honra. Además, a Sabina a menudo le asoma en el rostro una expresión de buena persona que sonríe satisfecho con los carrillos fruncidos que, en tanto inconsciente, no puede ser falsa o ensayada. Sabina es nuestro hermano mayor golfo, que nunca se ocupó de nosotros pero nos mandaba mensajes cifrados en sus discos, el tío al que una vez de oí decir en una entrevista a Jesús Quintero que en su epitafio se leería “nunca dio la cara”, refiriéndose a su comportamiento para con sus dos hijas perdidas y ahora recuperadas. De modo que es honesto, sabe que no es Bob Dylan ni falta que hace y lo único que le pasa es nunca podrá acostumbrarse a los estragos de la edad, que toda su alma le pide juerga continua y su cuerpo se la niega.

 

 

Hoy he leído que Sabina ayer abandonó otro recital, en lo que ya representa un camino de declive que terminan por pagar sus fans. Me costaría mucho creerme que no afronta estas giras sostenido por alguna sustancia que luego acaba por traicionarle, y es más eso que la edad o un “Pastora Soler”, lo que determina sus espantadas en directo. ¡Cuántas canciones no habrá compuesto Sabina en el pasado para quitarse años y recordarnos que está mejor que nunca, que le queda mucha carrera por delante y que nos olvidemos todavía de construirle la caja de pino! La mejor, de tantas, fue aquella cañera con Rosendo, pero ahora, claro, ya no las hace. Joan Manuel Serrat se cuida mucho mejor que Sabina, siempre lo ha hecho, y el verdadero pájaro de cuenta de los dos no es el catalán, precisamente. Sabina tiene la misma edad que Mark Knopfler, para que vayamos haciéndonos una idea del espesor del tiempo transcurrido, y, en cierto modo, mucho menos de lo que quejarse que Mark, puesto que aunque no haya conocido un éxito tan universal (y merecido) en los ochenta, ha sido después de entonces, en realidad, cuando Sabina más ha brillado. Como sigo suponiendo cosas, sin que nadie me lo haya pedido, pienso que fue bombazo del álbum 19 días y 500 noches, frisando el cambio de milenio, el que a la larga le ha perjudicado, impidiéndole hacerse cargo del inexorable gotear de los años y de la desaceleración del ritmo vital que ello implica –ayer, por lo visto, dijo que envejecer no es digno ni hostias, que es “una puta mierda”, y, claro, no, Joaquín, envejecer no es más que envejecer, sin calificativos… Ocurrió algo extraño e insólito con 19 días y 500 noches, y fue que nos recordó que Sabina estaba ahí, que siempre había estado allí, que parecía en plena forma y que llevábamos queriéndole toda la vida, pero sin darnos cuenta. Entonces comenzó a tocarse con un bombín y decidió fomentar más que su nunca su imagen de canalla trasnochador, cosa en la que no nos habíamos fijado tanto, o no, al menos, más que en otros, y en ese empeño lleva enfrascado los últimos diecinueve años (¡y quinientas noches!), pese al ictus, pese al pelo teñido y a la visible entrada en carnes, como si no hubiera un ayer y desde luego tampoco un mañana…

 

 

En ese ayer, antes de la inflexión del 19 días y 500 noches, también Sabina había parido estupendas canciones, un montón, que alguien debería mencionarle una a una porque hasta a él parecen habérsele olvidado. Es tal la pasión de kamikaze que le ha entrado desde ese 1999, que no se para a hacer balance, que no se ve a sí mismo como un señor rico en experiencias que atesorar y compartir con los demás. Él intenta siempre tirar para adelante, cumplir con el prototipo rockero de no rendirse nunca, quemarse mucho y morir con las botas puestas. El presente texto lo escribo tan solo con el objetivo de decirle que a su público no nos hace falta, que no nos van las inmolaciones en directo, que si quiere seguir que lo haga por él mismo, pero que nosotros sí recordamos toda esa trayectoria y la encontramos buena, bella y verdadera -los tres trascendentales del ser-, en su mayor parte. No nos gusta tanto, en cambio, o por lo menos a mí, ponernos a distinguir si eso que Sabina hace es poesía, música o autoficción. Me la trae al pairo que Sabina, mal o bien aconsejado, últimamente se haya creído César Vallejo cuando es más François Villón. No queremos, ni hemos querido de él nunca, versos sublimes o alta literatura (Sabina, por cierto, tiene un ejemplar en su casa de primera edición del Ulises de Joyce que no es para leer y que debe haber costado una pasta gansa…), queremos únicamente que le nazcan si acaso como siempre las memorias apócrifas de un vividor. Tampoco nos interesan demasiado sus cambios de chaqueta en futbol o política, nos place que sea incoherente con gracia e incluso que en su vanidad reciba a los Borbones en casa. Nos interesa que no se rompa en pedazos pero aun con vida, que es una ingeniosa crueldad que oí el otro día en un episodio de dibujos animados de mis hijos. Si Sabina se siente desgraciado sin subirse a un escenario, o si se funde las ganancias en clásicos de la vanguardia, entonces que aprenda a hacerlo sin ayudas artificiales; pero si tampoco el calor del público le hace ya tanta ilusión, o le pone jodidamente nervioso, que lo deje de una maldita vez. Esto es como la genial novela de Raymond Chandler, que fijo que él conoce, una especie de largo adiós tras tantas copas y cigarros que nos hemos echado con él, pero que como despedida comienza ya a ser agónica. A nosotros mismos, a mí mismo, también nos repatea retirarnos de la juerga, sufrir gatillazos, tornarnos más sentimentales que impetuosos, hacernos transfusiones de sangre como Keith Richards y descubrir que, en general, el mundo pasa a manos de otros, pero habrá que joderse y acatar los consejos de la prudencia que nos atizan nuestros allegados.

 

 

19 días y 500 noches fue el esplendor, el florecimiento, el acmé helénico, con el que además coincidió por edad. El acmé es cojonudo, claro, un chute de vigor y clarividencia traspasada ya ampliamente la mitad de la vida, pero hay que saber que lo que viene después es la decadencia inexorable, excepto si eres Clint Eastwood, y habría que ver en qué derrotas, en qué concesiones incurre Clint Eastwood. Yo creo que Sabina se ha sentido más vivo que nunca desde entonces, hasta ahora, y que su audiencia se lo hemos festejado adecuadamente. Un músico bobito e inconsciente me dijo hace dos años que Sabina, después de todo, es un machista, a lo cual tuve que responder que más quisiera cualquier machista de mierda ser el puto Sabina. En Sabina ha habido mucho ripio, mucha fanfarronada, mucho latiguillo y alguna cursilería, es verdad, pero todo eso con temperamento, con estilo y echándole dos cojones –vaya, parece que se me ha pegado el machismo lingüístico… Que continúe o que se retire, sus seguidores (entre los cuales, por cierto, hay muchas mujeres…) se lo van a perdonar todo, incluso las espantadas. No obstante, también tiene otra opción, que es recrearse en su legado, como un Abuelo Cebolleta, no morirse nunca,  como él desea siempre a su público, pasar de presionarse a sí mismo, pasar de los críticos, pasar de los místicos, pasándolo bien… Y es que, como decía su amigo difunto, no todo va a ser follar

 

 

 

 

 

 

 

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