Charles Aznavour, la muerte de un gigante de la chanson

Charles Aznavour, cuando el show debe continuar

por Ramón González Correales

 

Me recuerdo escuchándolo al final de los ochenta en una carretera perdida, rodeado de parras iluminadas por el sol rojo del final de la tarde, en un “aviso” de aquellas guardias que duraban un fin de semana entero y había que ir de pueblo en pueblo, a veces muy cansado o con la sensación de querer estar en otro lado y no saber muy bien que hacia allí. Lo debía llevar en un cassete barato, de esos que se terminaban acumulando en los coches de aquella época y no recuerdo muy bien la canción que apareció primero, quizá “Hier encore” o “She” con esos tonos tan melódicos  que subían y bajaban y que de inmediato conectaron con algo conocido y tranquilizador que fue creando una extraña sensación de alegría.

 

 

 

Y es que Aznavour tenía entonces tres años más que mi padre y uno menos que mi madre. Cantaba ya cuando yo estaba en la cuna o jugaba a las canicas, se había colado en las canciones de la radio de aquel tiempo o en aquellos programas de los sábados de la televisión en blanco y negro donde siempre cantaba “La boheme” o la “Mamma” con una orquesta siempre dirigida por Augusto Algueró.  Luego al ir a Madrid lo olvidé, lo tenía asociado a un universo que no hacía juego con el que había descubierto, pertenecía al mundo de los padres, de los cantantes no comprometidos políticamente, como lo era Sinatra o Julio Iglesias, tipos de música fácil que solo debían gustar a los que no entendían o tenían la alcachofa muy blanda.

 

 

Por eso me sorprendí cuando leí en las memorias de Oriol Regás que en la Semana Santa de 1969 lo trajo a los Jardines de la Arboleda en Palamós junto con Antonio Gades cuando todavía no había montado Bocaccio. Meses después en el mismo lugar actuó gente con Paco de Lucía, Joan Manuel Serrat o Paco Ibáñez. Al parecer Aznavour y Gades después de un primer desencuentro se entendieron bien y se hicieron amigos. Aquella gente tan moderna de la gauche divine parecía no renegar de Aznavour.

 

 

Y es que entonces ya era un personaje legendario, un hijo de emigrantes armenios, bajito, feo, que había conseguido hacerse un hueco en Paris, comenzar como telonero de Piaf con Pierre Roche, interpretar “Tirez sur le pianiste” con Trufaut, hacer canciones para Juliette Greco, triunfar en el Olimpia en 1953. Componer cientos de canciones que ha versionado todo el mundo: Dylan, Elton John, Placido Domingo o Sinatra y que, sobre todo,  han contado historias que tenían que ver con la vida de gente muy distinta. Historias de superación, de soledad, de desamor, de nostalgia o de esperanza.

 

 

Y lo más asombroso, el mayor triunfo que un cantante puede soñar conseguir: ser popular para varias generaciones y llenar salas hasta el mismo borde de la muerte sin parecer patético o que su tiempo ya había pasado. Hoy contemplo su triunfo  concretado en el primer párrafo del editorial que le dedica Le Monde:

Charles Aznavour, fue Francia. No la de Edith Piaf -la del realismo, los suburbios, los niños de la nada- ni la de Maurice Chevalier o Charles Trenet. Aznavour fue la Francia internacionalista, tierra de  refugio, que sabe enseñar a los niños los valores fundamentales de la República pero también el encanto, el romance estimulante y una especie de ligereza en constante equilibrio  entre el Norte introvertido y Sur extravagante. Charles Aznavour fue también el ídolo de una nueva generación nacida de la inmigración. En términos de mestizaje musical, Charles Aznavour es un precursor. “Estoy interesado en todos los estilos de música, estoy orgulloso de haber sido de alguna manera el primero en hacerlo en Francia. Por eso tuve éxito en los países del Magreb, entre los judíos y los rusos.”

Como el decía: “El show debe continuar” . Intentaremos vivir para celebrarlo

Aznavour: la chanson como oficio

por José Rivero Serrano

En Charles Aznavour (1924-2018) hay un perfil biográfico que se repite de forma continua como en tantos otros protagonistas de la chanson française y que lo lleva a hermanarse con ellos. Casi todos ellos como en un coro, componen un bloque indivisible de autores, compositores y cantantes. George Brassens (1921-1981), George Moustaki (1924-2013), Gilbert Becaud (1927-2001), Juliette Greco (1927) Serge Gaisnbourg (1928-1991), Jacques Brel (1929-1978) y Jean Ferrat (1930-2010) son hijos visibles de la entreguerra y de la plenitud aplastada de la década de los años veinte. Con orígenes armenios, aunque nacido en Paris, Aznavour inicia con sólo nueve años un recorrido por la canción y la representación que le catapultará a ciertas formas de fama y de éxito. Hasta ayer mismo, cuando se disponía con noventa y tres años a seguir de pie en el escenario en Bruselas. Haciendo buena la afirmación repetida de El show debe continuar.

Crecen todos esos protagonistas del bloque citado como hermanos de la chanson française, en y durante la ocupación alemana de Francia y aparecen en la inmediata posguerra, cuando se ponen en boga como en las novelas de Patrick Modiano. Se ponen a entonar y guitarrear en las cavas de la Rive Gauche, y se proyectan con la llamada música existencialista que no deja de tener un fondo negro, como sus propios ropajes y vestidos. Música y letras que son en parte un gesto resistente de desacato as lo establecido, y en parte una destilación musical del jazz trasvasado desde América, que propala desde Paris Boris Vian.

Música existencialista que va a generar la llamada, canción de autor que aguantará incluso los embates del primer Pop musical, como enseña generacional de sus coetáneos. Canción de autor que, por otra parte, constituye un fenómeno alternativo a todo el universo melódico que empieza a hilvanarse y a propagarse desde los Estados Unidos por boca de los crooners afamados. Esa combinación de melodía y textos pensados, sería la diferencia más evidente de contenido con las propuestas venideras del Pop-rock con el que coexistirá con dificultades.

Hijos de unos precedentes diversos que van desde los poemas cantables de Jacques Prevert, hasta cierto tono festivalero de Maurice Chevalier o de Minstinguett. Pero sobre todo de la rareza musical de Edit Piaf, para la que Aznavour, como otros de los citados antes como Moustaki, compuso letras y canciones. Pero claro, Piaf es un emblema de la canción francesa que ha merecido hasta el correspondiente bio-pic.

Cosa no conseguida por ninguno de los otros, con la salvedad de Serge Gainsbourg por su situación de encrucijada musical y de su frivolidad brillante y satinada. La breve y extraordinaria aparición de Charles Aznavour en la película de Françoise Truffaut Tirez sur le pianiste de 1960 no permite ese tipo de comparaciones. Lo único que reflejan esa derivas cinematográfica, es el amor de la Nouvelle vague por cierta experimentación musical (de Legrand a Lai) tanto como por la experimentación visual. Como reflejara Louis Malle en Ascensor para el cadalso, que hizo junto al talento musical de Miles Davies.

La consolidación musical de Aznavour se produce ya en 1953 cuando aparece en el Olympia y canta Sur ma vie. Y se colmata en 1959 con el premio de la Academia del cine de Francia. Situación que se visualiza en 1994, cuando realiza, junto a Frank Sinatra el famoso dueto de You make me feel so young. Y esa es la paradoja cantada por dos septuagenarios que dicen sentirse muy jóvenes. Como demuestran los duetos repetidos por Aznavour en 2002 con Compay Segundo. O el álbum de 2009 recorrido por voces amigas que reconocen en Aznavour a alguien próximo y ejemplar. Voces como Liza Minnelli, Elton John, Plácido Domingo, Sting  y Laura Pausini. Como desde ese 1994, Aznavour quisiera estar acompañado.

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