La única justificación que puede argüirse para la inexorabilidad de la muerte es el beneficio hipotético del conjunto. Tú te vas a morir, pero el teólogo te dirá que ese será un acontecimiento que sumado a muchos otros cercanos o lejanos redundará en la plenitud de la amalgama total de la Historia, o del Universo, o de la Conciencia Cósmica, lo que sea. Naturalmente, este lenitivo resulta un flaco consuelo para el individuo particular que lo recibe, pero es que realmente no hay otro. Es decir, o los teólogos declarados tienen razón, y hay una especie de tapiz descomunal y bellísimo, de urdimbre secreta y maravillosa para la que incluso tu muerte pone su pinceladita de negro, o los teólogos encubiertos, o sea, los existencialistas de Kierkegaard en adelante, tienen razón en su lugar y la muerte es absurda, es la forma que el Ser tiene de ponerte en la puta calle aunque hayas sido el mejor de sus empleados: tertium non datur. ¿De verdad no hay tercera opción?
Puesto que en Occidente ya no creemos en la Divina Providencia, y sólo Steven Pinker en el Progreso de la Humanidad, entonces sólo tenemos una manera no-teológica de sortear la tragedia existencialista, que es llevarnos bien con ella. Vas a morir, qué descanso. Tus seres queridos van a morir, libemos un vino en su honor. Como esta sana actitud es invivible, como la muerte, en realidad, es una cosa muy grave que deja a su víctima hecha una piltrafa putrefacta destinada al olvido de la que sería impertinente reírse, existe Halloween. A mí me gusta Halloween por eso, al menos. Personalmente, me importa poco que Halloween que sea otro refrito americano, otra apropiación cultural -con resultado de colonialismo- de tradiciones casi prehistóricas, como viene a decir, muy sensatamente, mi amigo Javier. La cosa es que, durante unos días, se impone socialmente el humor negro, se impone hacer coña de la muerte, se juega al juego apasionante de que los espíritus existen y por tanto de que no hay final, sino metamorfosis. La gente no sólo se disfraza de asesino, sino sobre todo de asesinado. ¿No es estupendo? La peor de la desgracias convertida en algo querido, buscado, como si Messi echase un partidillo en la calle con unos chicuelos y se dejase ganar…
Curiosamente, los tiranos y dictadores han cantado siempre la vida, no la muerte, con la excepción de Millán Astray, que no era precisamente el que mandaba. La “vida del pueblo”, claro, que es esa entidad que engorda con cada muerte individual a su servicio, como la Divina Providencia, la Conciencia Cósmica, el Barça y todo lo ya mencionado. Por eso es bonito el Día de los Muertos mejicano, o, más austeramente, de los Difuntos español, porque se honra la muerte personal de alguien con nombre y apellidos; pero mola más Halloween, porque no se anega en llanto, sino en carcajada histérica. Los niños van por las casas haciendo lo del “truco o trato”, como si con su medio metro pudiesen asustar a nadie, y como si eso no fuese lo que hacen las mafias y las bandas terroristas de todo el mundo. La noche de Halloween abre un supuesto intersticio entre tu barrio y el Ultramundo por el que se desliza tu vecino Damián el reponedor del Día con un hacha incrustada en la cabeza. Durante unas pocas horas nocturnas, una vez al año -más sería irrespetuoso- morirse es una juerga acojonante, y, como cantaba la Torroja, no es serio este cementerio.
A mi Halloween me recuerda el Lullaby de The Cure, también anglosajón. Da miedito de verdad: estás solo, va a venir el hombre araña y te va a usar de cena. Que te coman debe ser una cosa terrible, preguntadles a los animales salvajes. Se te escapa la vida mientras oyes crujir tus huesos, y luego te diriges en pedazos a una sima volcánica de jugos gástricos. Ya sabéis lo que viene a las pocas horas. Ese es el tipo de cosas que puedes decir a tus amigos en Halloween sin que te miren como a un pirado. Y las dices porque alguna vez las has pensado, porque has echado una ojeada al vórtice oscuro de la vida y has venteado heces. Quien ha hecho eso alguna vez es un poco friki, o un triste, de acuerdo, pero luego ya no se va a dejar engañar tan fácilmente por religiones o patrias. El británico Neil Gaiman, que está que lo peta, concibió a la muerte como una chica preciosa y encantadora que viste de gótica y de la que te enamorarías al primer vistazo. No fue tan mala idea, ¿por qué no? ¿Qué os habíais creído, que vuestra modalidad de humanidad, vuestro formato irrepetible y único y repleto de amor propio -pero también nefasto por muchos motivos- de ser ejemplares humanos merecía de verdad la inmortalidad, la eternidad? (Para tu madre serás un ángel, pero para muchos otros eres un monstruo -no digamos Pinochet, por ejemplo, cuya máscara debería venderse infinitamente más que la de el Joker, pero no tendría puta gracia). Halloween dice que no, que te jodes, que des paso a otros, que te va a llevar la Parca, aunque sea en la figura sexy de la hermana de Sandman. La muerte, en el fondo, nos conoce tan bien…