Muerte de un eternauta: Juan Giménez

Yo, cuando era niño, quería ser dibujante de cómics. Tenía ese tipo de carácter que ya presiente que la realidad no se le va a dar muy bien, que jamás hará dinero ni será un Don Juan ni un líder carismático de nada. De ahí a la filosofía no hay más que un paso. Pero, antes, entrené mucho como aprendiz de dibujante de cómics. El problema era que no tuve maestros, de carne y hueso quiero decir, que me gustaban más los monigotes que las ilustraciones para adultos y que se me daba de puta pena, por decirlo mal y pronto. Lo segundo, no obstante, creo que fue lo decisivo para truncar mi carrera profesional, no mi ineptitud para el empeño. Estaba incómodo con el mundillo de los monigotes de Bruguera, me daba cuenta inconscientemente de que eso era de muy mala calidad, pero, a la vez, allí donde estaba la verdadera calidad, que era en los álbumes europeos de temática adulta, me echaba para atrás porque eran caros y porque yo era también un pánfilo. Por “temática adulta” me refiero sobre todo a sexo y ciencia-ficción apocalíptica, casi siempre sabiamente mezclados, lo cual me atraía como un pecado pero me repelía a la vez. El formato de las revistas en las que se publicaba ese material tampoco ayudaba mucho. En 1984, Zona 84, Víbora, Metal Hurlant, etc., troceaban los álbumes originales habitualmente extranjeros y te ofrecían seis páginas de cada uno, que es como si ahora, en vez de ver un capítulo de una serie antes de dormir, vieseis diez minutos de seis series, cortando abruptamente para pasar a la siguiente. Una estrategia editorial desastrosa, seguramente idónea para un país de lectores poco concienzudos como la España de la época que lo más que pedían era más destape bajo la forma de heroínas tan futuristas como semidesnudas (y es que, claro, el cómic es el único medio en que las mujeres pueden ser más explosivas que la más explosiva actriz, un filón para el mercado de adolescentes calenturientos que también están sabiendo explotar ahora en Japón en el llamado manga hentai…)

Juan Giménez, que murió anteayer del bicho que todos ustedes saben, participó en todas esas revistas y era uno de esos ilustradores que es imposible no fijarte ni quedarte mirando si ves cualquier creación suya. Fue, por decirlo así, un dibujante de impacto, el artífice perfecto de esos mundos distópicos y bizarros en los que todo salía bastante mal, pero al menos había aventura llevada hasta el límite. Lo que nos ocurre hoy en el llamado mundo real, ese que ya de niño percibí que no era para mí, es que no es tan distópico, por el momento (pero vamos adelantado…), como se vaticinaba en aquellos cómics, pero en él se ha borrado completamente la posibilidad de aventura. Los adolescentes actuales se percatan confusamente de ello, y por eso están tan desencantados con lo que les aguarda. La aventura más grande que te puede prometer el mundo presente es ser un “emprendedor”, si vives en la parte afortunada del mundo, o ser un espalda mojada o un refugiado, si naciste en la parte desgraciada del mismo. No parece muy alentador, teniendo en cuenta que la filosofía del emprendimiento consiste en fracasar en varios negocios consecutivos hasta que suena la flauta o terminas por abandonar -¿para cuándo, por cierto, un emprendedor que encargue varios millones de camisetas con la leyenda “Y Yo sobreviví al Covid-19” y un puño aplastando al globito con púas?; ¡venga, que se acaba el tiempo!…

Ya entrados los dosmiles, mi amiga Carmen me regaló el tocho de La casta de los Metabarones. Como el que tuvo, retuvo, yo aún tengo mucho de friki y me encantó. Alejandro Jorodowsky podrá ser un charlatán, un místico de pacotilla y un chamarillero del esoterismo, pero hay que reconocer que como guionista tiene talento. La historia es como una herencia muy mejorada de aquellas revistas de los ochenta, una narración en bucle que sin embargo en cada nuevo episodio se innova sobre el anterior. El dibujo, y el estilo de colorear característico de Juan Giménez, que era argentino como Jorodowsky -de ahí mi alusión a El Eternauta de Oesterheld y Solano-, le iban como anillo al dedo, y en conjunto el cómic goza de una merecida fama. Es, desde luego, una historia trágica, la del linaje de los Metabarones, como debe serlo para ser grandiosa. No nos quedan, ya, historias trágicas, hoy hasta Chanquete se moriría de  gripe atípica. A no ser, desde luego, que te gusten los helicópteros y te estrelles con uno, pero eso no es muy frecuente. Del mismo bicho, ese que, como dice Santiago Alba, ha convertido los teléfonos móviles de nuevo en fijos, ese que ni siquiera está vivo, que es como un asesino biológico en serie pero sin siquiera mala uva, ha fallecido también otro anciano, Bill Withers, un músico poco conocido en España que fue el autor de esto –sirva a modo de despedida de ambos: 

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