(G)Ennio Morricone
por Oscar Sánchez Vadillo
La semana pasada tuve un pensamiento sacrílego. Me imaginé qué pasaría si me pusiesen en una mano toda la Filosofía desde los años sesenta hasta hoy y, en la otra mano, toda la Música del mísmo periodo, y me hiciesen elegir, me dijesen “tienes que cargarte una de ambas para salvar a la otra, como en La decisión de Sophie”. Joder, pensad lo que queráis, pero no lo dudaría ni un segundo. La razón no sólo tiene que ver con la calidad de las respectivas producciones (me mojo: que mientras que en la Filosofía es un manierismo efectista casi siempre superfluo y hueco, en Música es un encadenamiento de hallazgos directos y vibrantes), sino también en que no estoy al tanto de Teoría Musical y no entiendo de dónde sale tanta maravilla. Uno puede leer acerca del Panóptico de Bentham habiendo vivido el clima de paranoia diletante de Mayo del 68 y a partir de ahí concebir Vigilar y castigar, hasta ahí llego, pero cómo puede ser que tu amigo de la infancia Sergio Leone te pase un guión de un sucedáneo de western más bien malo y burdo y a ti te vengan a la cabeza las ocho notas iniciales de una tonadilla que es más western fehaciente que John Ford, que se diría que son la esencia misma del western.
Es una genialidad, y en italiano “genio” se dice precisamente geni, l´home de geni. Pues como esa, (G)enni Morricone hizo muchas, dicen que hasta 500. Sin embargo, bastaba que hubiera compuesto el motivo de oboe de La Misión para ser recordado. Vuelvo a mi analogía: comprendo que a un joven J. L. Austin le plante su novia con un “te dejo” y ese acto lingüístico performativo sea el germen de Cómo hacer cosas con palabras, que es un libro imprescindible. Pero no comprendo en absoluto que Paul McCartney pasee por Penny Lane y se le ocurra la canción homónima, o que Charles Chaplin tarareé para sí mismo Candilejas sin saber una palabra de música, o que a Morricone le digan, como un trabajo de encargo cualquiera, que la escena consiste en que Jeremy Irons está en mitad de la espesura, vestido pobremente, en el s. XVIII, rodeado de tribus indígenas, y que se dispone a atraerlas con alguna musiquilla, y al hombre le salga esto, esa llamada a la paz, al espíritu, a la fraternidad, algo que podríamos enviar al espacio exterior en nombre de la Tierra si no existieran las cuatro “bs” (Bach, Beethoven, Berry y The Beatles):
Dicen que la Filosofía no sirve para nada, y lo dicen aquellos que sueñan con acumular riqueza sin proponerse la finalidad elemental de repartirla o hacer con ella algo por el mundo, pero… ¿y la Música, para qué sirve la Música? A mi ex- le gustaba mucho esta estupenda explicación de Félix Mendelssohn, un maestro del ramo, y que creo que lo dice todo, o al menos trata de decirlo:
La gente a menudo se queja de que la música es demasiado ambigua, que ellos deben pensar cuando escuchan que es poco clara, mientras que todo el mundo entiende las palabras. En mi caso, es exactamente lo contrario, y no sólo respecto a un discurso entero, sino también con las palabras individuales. Estas, también, me parece tan ambiguas, tan imprecisas, tan fácilmente malinterpretadas en comparación con la auténtica música, que llena el alma de mil cosas mejores que las palabras. Los pensamientos que se expresan por la música que me gusta no son demasiado indefinidos para expresarse con palabras, sino por el contrario, demasiados definidos, demasiado concretos.
Puede que sea eso. Pongamos que uno se siente muy solo en casa, o en la vida, pero muy solo y algo triste, aunque no mortificado, y llama a un amigo para contárselo a ver si puede aliviarle un poco. Eso que siente no se puede expresar con un “más solo que la Luna, tío”, aunque ya es un principio, porque se trata de una metáfora, y no de un simple intercambio convencional de signos. Lo que siente es demasiado concreto y definido (que no irrepetible: seguramente eso mismo se haya sentido y se vaya a sentir un trillón de veces: somos mucho menos originales de lo que pensamos) para ser expresado con las palabras habituales, incluso empleando un cultismo como “melancolía”. Si tienes alguna habilidad, intentarás hacer un poema de tu desazón, pero si eres un genio, hundirás un brazo en la Nada bullente de esencias y sacarás la melodía de Cinema Paradiso -que es una película que ni siquiera me gusta-, y encima te pagarán por ello, te harás famoso y ganarás mil premios. Que esa Nada le sea propicia a Ennio Morricone, muerto a los 91 años; no faltarán, desde luego, cantos con que acompañar su funeral…
Ennio Morricone, de domingo y de diario
por José Rivero Serrano
La muerte de Morricone (Roma, 1928-Roma 2020), cuando aún no había recibido el otorgado Premio Princesa de Asturias de las Artes 2020, que compartía –no casualmente– con John Williams –otro afamado y reputado compositor de música de cine– cierra inevitablemente un trayecto importante de la música de cine.
Trayecto caracterizado por una enormidad de partituras escritas para, ni más ni menos que casi cuatrocientas películas. Justamente trescientas noventa y cinco, que no es poco, según los datos contables desplegados por Wikipedia. Y claro de todo ello, resulta un número importante de músicas menores, músicas de diario, de esa enorme factoría que fue el cine italiano de los años sesenta y setenta: pura metáfora de Cinecittá. Donde más allá de la sombra legendaria de Nino Rota –que suscribió buena parte del cine de Fellini–, Morricone trabaja con buena parte de las nuevas generaciones de los directores que están presentes en esos años excelentes para la cinematografía italiana. Así lo podemos rastrear colaborando con Sergio Corbucci, con Gillo Pontecorvo, con Pietro Germi, con Liliana Cavani, con Elio Petri o con Mauro Bolognini. Casos también como los de Bertolucci para quien realiza en 1964 Antes de la revolución, en 1965 compone la música de Las manos en el bolsillo de Marco Bellocchio y en 1966, como ejemplos posibles, verifica el acompañamiento musical de Pajaritos y pajarracos de Pier Paolo Pasolini, con quien vuelve a encontrarse en el fondo musical de Teorema en 1988.
Y digo esos años, justamente, porque en paralelo con sus colaboración con los directores que pretenden una obra minoritaria y de ciertos aromas intelectuales, propia de los antiguos cines de Arte y Ensayo, verifica el popular ciclo del espagueti western de Sergio Leone. Es decir, Morricone es capaz de musicar la excelencia minoritaria y la excepcionalidad del gran cine popular. Por ello, esa música de domingo y de diario, sin saber muy bien cómo repartir los galones y méritos. En 1964 verifica el fondo musical de Por un puñado de dólares; en 1966 El bueno, el feo y el malo y en 1968 Hasta que llegó su hora. Es decir, en los mismos años Morricone da muestra de su versatilidad y de su capacidad para la gran música de cine y para la música de acompañamiento de escenarios visuales más oblicuos. Dándose la paradoja de que será la música para películas sin pretensiones artísticas, y en un velado homenaje al western, la que mejor repercusión acabará teniendo y más reconocimiento. Mientras que hoy nadie recuerda sus notas musicales de las películas citadas, por importantes que fueran sus encumbrados directores y sus pretensiones artísticas. Con los que volvería a repetir experiencias; como hiciera igualmente con Leone en 1984 y con la muy reconocida Érase una vez América. Así en 1968 firma la banda sonora de Teorema de Pasolini y de Partner de Bertolucci, y repite con Pasolini en 1974 con Las mil y una noche.
Al mismo tiempo se abre camino con importantes directores como muestra de la internacionalización de su trabajo y por ello firma producciones cinematográficas destacadas de Estados Unidos, Francia o Alemania, demostrando su madurez y su maestría. De ello da cuenta su colaboraciones con Terence Malick y Días del cielo en 1978, con Roland Joffé en 1987 con La misión, y con Giuseppe Tornatore y Cinema Paradiso 1988. Piezas que vienen a ser, con las citadas antes de la trilogía del espagueti western de Sergio Leone, lo más conocido y popularizado del trabajo de Morricone. Quien llega a obtener en 2006 un Óscar de honor por toda su trayectoria, en 2010 el Premio de la Música Popular (una especie de Nobel de la música) y en 2016 le cumple la distinción por su labor musical en Los odiosos ocho, de Tarantino.
Sin menoscabo de que ese triple trabajo del pasado con Leone, volvería a verificarse con Quentin Tarantino, ya en los años dos mil. En 2003 acompaña a Kill Bill 1 y en 2004 a la segunda parte. Con Tarantino, director que siempre ha buscado cierta visibilidad musical en su s películas, volvería a colaborar en 2009 con Malditos bastardos. Todo ello, toda esa repetición de trabajos con un director que admira a Morricone, pero por el cual Morricone siente pocas simpatías. Como mostraba en una reciente entrevista en la edición alemana de Play boy, al decir del niño terrible del cine americano: “Es un cretino. Simplemente roba a los demás y lo mezcla. No hay nada original en eso. Y tampoco es un director, así que no es comparable a los auténticos grandes de Hollywood como John Huston, Alfred Hitchcok o Billy Wilder. Ellos fueron geniales, Tarantino simplemente está cocinando cosas viejas. No me gustan sus películas, son basura”.
Más allá de todo ello, y en sentido inverso, si podemos decir que Morricone es uno de los grandes talentos de la música de cine. Junto a Franz Waxman, Bernard Herrmann, Henry Mancini, Michael Legrand, Miklos Rózsa, Nino Rota, John Barry o su compañero en el premio asturiano John Williams.
Estuve buscando ayer si se contaba en algún sitio como trabajaba, que hacía concretamente para crear la música de películas tan diferentes. Si esperaba a que estuviese terminada y se la veía muchas veces hasta impregnarse y que la música le brotara de algún sitio espontáneamente o por el contrario caminaba a tientas, probando, incluso solo con algunas ideas que le hubiera dado el director o con solo la lectura del guion, sin haber visto ninguna imagen.
No lo encontré pero no se porqué me inclino a pensar que en muchas de ellas, en algún momento, la música se abría paso dentro de él como una forma de expresión o conocimiento, como se abren paso, algunas veces, las palabras, los recuerdos o los sueños: con naturalidad, desde algún sitio un poco ajeno a nosotros mismos pero a la vez esencialmente propio.
Escucho a menudo la música de “Érase una vez en America” y cada vez siento la emoción expectante de la vida y el riesgo de la lucha por vivirla, de lo que nace y siempre está amenazado y por eso resulta tan significativo y empuja muy fuerte hacia algún sitio, en la adolescencia, cuando el horizonte parece tan abierto y todo puede ser posible aunque luego no lo sea.
Escucho también dos canciones que no sabía que fueran suyas: “Sapore di mare” y “Il mondo” y aparecen todos los qualias de mi infancia y el mundo italiano imaginado de los sesenta y los Festivales de San Remo como si hubiera captado un tiempo y una sentimentalidad que estaba en el aire. También es suya “Se telefonando”.
En fin un genio en una Italia que en ese momento era una maravilla de creatividad.