Ciudadano Borbón

La salida ¿precipitada o planificada? de España, del Rey Emérito, Juan Carlos I, el pasado día 3 de agosto, indudablemente cierra un trayecto de la historia política contemporánea. Y lo cierra malamente, no sólo por la evidencia de la indignidad moral del que ha sido Jefe del Estado entre 1975 y 2014, sino por la complejidad del momento presente de la vida española en que se ha producido el desajuste institucional de la Monarquía. Desajuste institucional que refleja cierta quiebra en la sociedad española con sus instituciones y que ahonda en el distanciamiento con la sociedad española misma.

Apenas salidos –con todas las matizaciones posibles que se quieran hacer a la altura de la sofocante Nueva Normalidad del mes de agosto– de una terrible pandemia con efectos de sobra conocidos por todos, e instalados en una delicada situación económica –que amenaza con un caída del PIB del 25%– y con un retroceso posible en el Estado del Bienestar, se produce la marcha pactada con la Casa Real según unos, y, según otros, la huida alevosa en evitación del desgaste que las investigaciones judiciales en curso estaban produciendo a la institución monárquica. Investigaciones judiciales en Suiza y en España, que tienen un fondo nítido de corrupción y de delitos fiscales, junto a una historia truculenta de encuentros amorosos y de despropósitos institucionales. Despropósitos que se habrían limitado si el amor, del rey en ejercicio, por las cosas de este mundo hubieran propiciado una abdicación a tiempo, en lugar de un conflicto jurídico-institucional a destiempo.

Y ello dicho a propósito de alguien que, a juicio de un observador tan atento y agudo, como Alfredo Pérez Rubalcaba, unía la llaneza, la listeza y la valentía, entre sus cualidades humanas destacadas. Según manifestaba el político socialista en fechas tan cercanas como 2019, meses antes de su muerte, sobre esa trinidad de virtudes del Piloto de la Transición. Y de ahí viene buena parte del posicionamiento acrítico de la sociedad española sobre su Rey: considerarlo en exclusiva, responsable de la transformación de una Dictadura en una Democracia homologable en Europa. Y considerarlo en correspondencia con ese proceso, como responsable de la transformación económica y social de la España de las dos últimas décadas del siglo pasado. Sin olvidar que esa misma Dictadura transformada después, fue quien le nombró como sucesor, a título de Rey, del mismo dictador que ataba y ataba bien. O lo pretendía.

Esta visión simplificada es la que ha prevalecido en los mejores y en los peores momentos de la Corona juan carlista: los errores que se despliegan en cadena desde 2012 y la cacería de Botsuana –como máxima expresión del desapego de la corona hacia el pueblo herido por la crisis económica– junto a su amante alemana Corina Larsen –que ya marcan una temperatura de evidente falta de ejemplaridad del titular de la Jefatura del Estado– y que concluyen con la abdicación final, el 18 de junio de 2014, en favor del heredero Felipe.

Sin olvidar el orto institucional obtenido tras el 23 de febrero de 1981 –por más que la andadura de esa noche esté cobijada en flagrantes sombras– que le otorgó a Juan Carlos réditos sociales para llenar el combustible de la credibilidad de la institución monárquica en los años siguientes. Y esta inflexión –ganándose el corazón de los dudosos de espíritu, que pasaron a ser antes juan carlistas que monárquicos– es la que dota la trayectoria humana del personaje real de cierta complacencia en lo conseguido y de cierta tendencia a los excesos que responden al calificativo de Borbonear. Un borboneo que, sin inmiscuirse directamente en la política–como hiciera su abuelo Alfonso XIII–, le permite regodearse en los negocios y en los altos beneficios derivados de su posición institucional. Sin este recorrido previo y sin las amistades peligrosas –que van de Mario Conde a Prado y Colón de Carvajal o a los Albertos– no se puede entender nada de lo ocurrido en los últimos seis años. Caso Noos incluido, como muestra de los desaguisados de la Casa Real.

Junto a la visión de Pérez Rubalcaba, sostengo la descripción realizada por un importante escritor español que, a propósito de Juan Carlos I, reconocía su enorme torpeza –no la listeza fijada por Rubalcaba– del personaje. Una torpeza que sólo se escondía en la supuesta proximidad y campechanía, que desplegaba en los encuentros y ceremoniales de rigor. Y esa limitación del talento del monarca reinante, es la que permite entender su incapacidad para entender las consecuencias de sus obras y actos. Y los consiguientes estropicios provocados por ese carácter desprejuiciado y altanero. Como corresponde, dirán los partidarios de la norma protocolaria. Partidarios que resuelven el debate actual con un doble posicionamiento. Afirmando su inquebrantable fe monárquica, con un escueto ¡Viva el Rey!, con han resuelto algunos medios fervorosos. Y eludiendo la carga de la prueba de la insidia de desamores y maletines, con un reconocimiento de los servicios prestados a la democracia española en los años anteriores. Como si los partidos y pruebas deportivas –equivalentes a la vida misma– duraran sólo medio tiempo, en el que uno se esfuerza por hacerlo todo bien y a modo, y por ello puede descuidarse en el segundo tramo del juego. Olvidando que hay partidos y pruebas deportivas que se pierden en los últimos minutos de juego. Y no se reconoce el final, por el primer tramo de juego, ya olvidado desde el final mismo.

Y como, por demás, es habitual entre nosotros, ante el hecho de la salida/marcha/huida del Rey Emérito, se abren las polaridades españolas revestidas con el cainismo genético, por la apertura del debate Monarquía/República. Debate simplificado como ya es de sobra sabido por otras comparativas. Como si este fuera el mejor momento para abrir el debate de la forma de Estado, como apuntan los republicanos y los soberanistas. Aprovechar el vuelco del vehículo, para invalidar la carretera misma en la que nos vamos moviendo desde 1978. Así esos fervorosos del separatismo catalán ya han solicitado el clásico referéndum, como ha hecho la alcaldesa Colau. Y como se aprestan a hacer en el Parlamento catalán, con la solicitud de la abdicación de Felipe VI.

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3 Comentarios

  1. says: José Rivero

    La insistencia del género masculino ( un Colau presidenta o Reina) dificulta el entendimiento de la cuestión coronada. Sabíamos de la bisexualidad pasada de Inmaculada Colau, pero desconocía su apego transgénero. En Cataluña la única Reína conocida es la de programa de José Luis Barcelona y Mario Cabré, Reina por un día. El estatuto aristocrático pasa del Condado de la ciudad que preside Colau al Principado del territorio catalán.

  2. says: Óscar S.

    ¿Ada viene de Inmaculada? ¿Inmaculada o el ardor? No nos importan los títulos, ¡reina por aclamación popular!

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