En defensa de Míster Hume

La Filosofía tan sólo asoma en la prensa para tres cosas fundamentalmente: vender novedades editoriales, publicar entrevistas a agoreros y denigrar a los grandes maestros. Puesto que el propio cronista nunca -y me ratifico en el “nunca”- sabe de lo que habla cuando se trata de tan mistérica disciplina, entonces su reflejo natural consiste en disparar al ídolo, que es más rentable que ensalzarlo. La noticia de hoy, en el diario Público, es la siguiente , y carga contra David Hume, sin duda -y me ratifico también el “sin duda”- el más amable y afable de los grandes pensadores que jamás hayan existido, sólo un poco por encima de Bertrand Russell e Inmanuel Kant. La acusación se basa en una frase contenida en una carta privada, ¡una sola frase!, y no en una exposición razonada y amplia en su obra exotérica, así como en un intento de inversión en una plantación de esclavos remota a ver si le sacaba dinero. De lo primero, hay que decir que lo que uno no ha declarado públicamente no debe ser objeto de inquisición así mismo pública, excepto si se tiene vocación de Jorge Javier Vázquez  (un brindis por él, últimamente, por cierto). Muy al contrario, lo que Hume escribió para ser leído por sus contemporáneos y descendientes fue que toda mente es una tábula rasa, es decir, una página en blanco que está por desflorar, y en la que sólo el cálamo de la vida escribe poco a poco y cautelosamente, y, por tanto, aunque huelga señalarlo expresamente, las mismas condiciones iniciales afectan a todas las variedades humanas, sean étnicas, religiosas, nacionales o sexuales. Si esto no es un gran progreso respecto de su siglo, a no demasiados años de distancia del Principio de Tolerancia formulado por su casi compatriota John Locke, que venga Dios (Hume murió rehusando recibir la extremaunción, lo cual es de una entereza y una rebeldía inaudita en su tiempo) y lo vea. Además, Hume es quien es, y es estudiado por lo que es estudiado, precisamente por acabar con toda certeza, más todavía: por perforar un agujero en la línea de flotación de todo dogmatismo, cualidad por la que fue estimado por Kant tanto como por Einstein –un misógino, por cierto. Difícilmente, pues, el propio Hume hubiera dado por buena y sólida una opinión suya dejada caer en su correspondencia privada y apoyada en apenas ninguna experiencia personal del grupo humano aludido. 

No obstante, parece que quiso también participar de un negocio negrero. Hume fue sumamente precoz, como Schelling, y ya tenía toda su filosofía trazada y escrita con veintipocos años. Pero seguía siendo pobre como una rata, puesto que no era nadie y nadie le leía. Curiosamente, no salió de esa situación tan penosa por su talento filosófico, sino por otro alarde de genio: escribió una Historia de Inglaterra tan amena y estilísticamente tersa y legible que se vendió como churros. Es como si ahora descubriéramos que J.K. Rowling en realidad es filósofa, y que sólo concibió al mago de las gafas para sufragarse sus escritos teóricos. Con la diferencia de que el olfato de Hume fue todavía mayor, ya que supo ver que Gran Bretaña despegaba como potencia mundial y que necesitaba urgentemente de su hagiografía nacional. De modo que supongo que sí, que mientras que las pasaba canutas barajó todo tipo de ideas (que no impresiones…) absurdas para hacer tres comidas al día. James Joyce, por ejemplo, intentó en su juventud construir salas de cine en Irlanda a fin de costearse las prosas profanas. Se dirá que las salas de cine en teoría no son racistas -a no ser que emitas a David Griffith, por ejemplo-, mientras que una plantación en América sí. Sin embargo, en esos mismos años, una de las grandes atracciones de París era llevar un salvaje del Pacífico a un teatro, ataviado de plumas y taparrabos, y así fue, sin ir más lejos, como Jean Philippe Rameau estrenó Las indias galantes con gran éxito de público. Un señor refinado como Hume veía algo así y le era imposible no pensar que aquella gente no almorzaba con cuchillo y tenedor, de modo que resultaría cuanto poco exótico invitarle a tu tertulia de los martes. No mucho más tarde, Thomas Jefferson, padre fundador de la patria norteamericana e ilustrado impecable, se regodeaba con su esclava negra favorita, y el propio Kant, que fue virgen hasta la muerte, ponía negro sobre blanco, nunca mejor dicho, su parecer acerca de los africanos en el mismo sentido que Hume, sólo que no por carta, sino en un librito impreso, editado y distribuido como es debido. Platón era xenófobo, Aristóteles machista y supremacista heleno, Hegel decía que los asiáticos son connaturalmente sumisos, Marx era judío pero no le gustaba demasiado serlo, Schopenhauer y Nietzsche fueron pagafantas despechados, Wittgenstein golpeaba a lo bestia a sus alumnos díscolos en una escuelita de Noruega, Heidegger admiraba la suavidad de las manos del Führer y, yo qué sé, Fernando Savater, que está en una liga diferente a los mencionados, entiende que los cinco millones de votantes de Unidas Podemos son todos mucho más tontos que él. La vida es así, no la he inventado yo… 

A todo el mundo le gusta Tintín, menos a mí -a mí me gusta el Capitán Haddock, que es la única manera de soportar a Tintín junto con Dupondt y Dupondt-, pero Hergé era filonazi, y mejor que corramos un tupido velo sobre el álbum Tintín en el Congo (o el último en vida, Tintín y los pícaros)… Leibniz, antes de Hume, respondió a Lord Shaftesbury aquello de que “bueno, después de todo no puede usted comparar al señor Descartes con un hotentote…”, y eso que no paraba de corregir matemática y metafísicamente a Descartes. Todos los pueblos de la Tierra, sobre todo en su fase primitiva, se hacen llamar a sí mismos “los hombres”. “Nosotros” equivale espontáneamente en cualquier idioma a decir “los verdaderos hombres”, y “los otros”, los de la tribu de al lado, es lo mismo que decir esos bárbaros, esos bestias, esos mastuerzos… Que ya no lo veamos así en la actualidad se debe a cabezas como la de David Hume, pero estos últimos años nos complace pasarnos de frenada, y permitimos que los mediocres (entre los que me cuento, sin que me duelan prendas por ello) juzguen a los grandes en base a criterios completamente periféricos. Dicen que el David de Miguel Ángel, que yo pude contemplar en 1982, tiene un defecto anatómico imperdonable en la espalda, entre los lumbares y cerca de las nalgas. O sea, que si coges la célebre estatua, le das la vuelta, miras la cintura y lo comparas con un manual de anatomía resulta que Micheangelo Buonarroti era un mal escultor. Vamos anda. Al igual que habría que ser un completo petimetre para juzgar a Miguel Ángel por algo casi invisible de su genial obra lo mismo habría que obviar a esa gente que no sabe nada de David Hume pero que le veta enérgicamente por una frase y un episodio trivial de su vida. Así es como los verdaderos criminales, que pocas veces escriben fina e inmortal filosofía, se nos terminan por escapar vivitos y coleando… 

Decidme de verdad, en un ejercicio de franqueza políticamente incorrecto, qué hubieseis pensado de un africano, o de un hotentote, de haberlo visto casi desnudo en un teatro de París en el s. XVIII. Ese hombre no se parecía en nada a Barack Obama, ni se movía tan bien como James Brown. Lo que contaban de él en las crónicas de navegación de la época tampoco ayudaba. Hasta que Rousseau (al cual, por cierto, Hume hospedó cuando se veía perseguido) se inventó el llamado “mito del buen salvaje”, un aborigen era un sujeto que lucía pectorales, que no sabía leer ni escribir, cuyo mayor esfuerzo culinario era partir un coco con una piedra y que desde luego estaba muy lejos de comprender ni tan siquiera los rudimentos de la geometría analítica o de la teoría de los vórtices de Monsieur Descartes. El juicio antropológico era, por tanto, inevitable, aunque no definitivo. Es cierto que si coges a ese mismo aborigen de niño y le llevas a una escuela, seguirá perfectamente los razonamientos deductivos de Descartes y hasta las objeciones de Leibniz, pero eso Hume ni pudo verlo con sus ojos ni tampoco ocupaba en exceso sus pensamientos. De hecho, David Hume fue tan genial precisamente porque, tras siglos de culto a la facultad racional humana, fue tan valiente que dio un golpe de estado y se pronunció a favor de las pasiones. “La razón es la esclava de las pasiones…”, sentenció, antes de que Kant se lo hiciese encima con semejante osadía y buscase la manera de tumbarla. Alguien así, el cortés, rellenito y hospitalario David Hume, no se tomaba demasiado en serio ni a sí mismo, o, menos que a todo, a sí mismo, como para tomarse en serio sus fugaces impresiones sobre otros fenotipos humanos. El gran David Hume, escocés, en la parte VII de sus Diálogos sobre la religión natural, dejo escrito que  

  Del mismo modo que un árbol esparce su semilla en los campos cercanos y produce árboles, así, el gran vegetal que es el mundo, o este sistema planetario, produce dentro de sí ciertas semillas que, al ser desparramadas por el caos circundante, vegetan en mundos nuevos. 

No creo, sinceramente, que pensase que todo “mundo nuevo” tuviese que estar habitado necesariamente por seres rellenitos, corteses, reflexivos y aficionados al billar como él mismo…    

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